¿España fuera del euro?

Consejero Académico de Libertad y Progreso

Ante la repercusión en foros económicos de los textos de Balmaseda sobre la salida de España del euro, Carlos Rodríguez Braun debate sobre el tema. 

Leer los textos de Manuel Balmaseda

Al leer el interesante análisis en el que Manuel Balmaseda recomienda que España abandone el euro no pude evitar evocar los argumentos que hace un siglo eran esgrimidos contra el patrón oro. A comienzos de la década de 1920 John Maynard Keynes lanzó durísimos ataques contra ese estándar monetario, al que denominó a barbarous relic.

El economista inglés se equivocaba ahí también, porque el patrón oro no era en absoluto un vestigio tosco y remoto. Aunque dicho metal precioso había desembocado tras una larga evolución en el contenido monetario más universalmente aceptado, el sistema del patrón oro se había establecido en Inglaterra apenas cien años antes, y estaba asociado con la idea relativamente novedosa de la libertad individual. No se trataba sólo de una teoría del dinero sino de arrebatar al poder político la capacidad de manipular la moneda, algo que había hecho sistemáticamente desde que había puesto sus manos sobre ella hacía milenios. No fue casual que uno de los protagonistas de los debates sobre la introducción del gold standard en la Inglaterra de finales del siglo XVII haya sido John Locke. Y tampoco lo fue que el siglo de oro del patrón ídem, el siglo XIX, haya sido también el siglo de oro del libre comercio. La Weltanschauung, por tanto, estaba entonces permeada por la noción liberal que reclama la limitación del poder de los gobiernos y la consiguiente extensión de los derechos y las libertades individuales. Su resultado fue la etapa que media entre las Guerras Napoleónicas y la Primera Guerra Mundial, que, en términos comparativos con lo que había pasado antes y lo que iba a suceder después, estuvo caracterizada por la paz, el progreso económico y, como admitió el propio Keynes, una notable estabilidad de precios.

Pero ese siglo relativamente liberal tocó a su fin. El mundo asistió entre 1914 y 1945 no sólo a la pulverización más brutal de la paz sino también al fin del libre comercio y el patrón oro. La visión predominante del mundo cambió, y se pasó del liberalismo con bastantes matices al intervencionismo cada vez con menos matices. Entre alusiones reiteradas al supuesto predominio de los mercados y el capitalismo liberal, la realidad vino marcada por un intervencionismo creciente a lo largo del siglo XX, que sigue campando a sus anchas, e incluso con vigor renovado tras la crisis económica a comienzos del siglo XXI, un intervencionismo que, haciendo realidad las peores pesadillas de Tocqueville, ha alcanzado unas dosis de intrusión en las vidas y haciendas de los individuos que habrían hecho palidecer a nuestros antepasados decimonónicos.

La moneda formó parte de ese gran movimiento político e ideológico, y quizá no debería ser analizada independientemente de la nueva Weltanschauung. El patrón oro cayó también porque tenía que ver con la libertad, y la libertad y el conjunto de sus instituciones, desde la propiedad privada hasta los contratos voluntarios, desde la responsabilidad individual hasta las creencias, valores, tradiciones y religiones, todos fueron considerados reliquias bárbaras que debían dejar paso a la visión ilustrada y moderna conforme a la cual el Estado organiza racionalmente la sociedad de arriba abajo por el bien de todos. Para hacerlo no ha de enfrentar impedimentos, como los que lo aquejaban en el diecinueve. Así se entiende que en su Breve Tratado sobre la Reforma Monetaria de 1923 Keynes reproche al patrón oro el que sirviera para “maniatar a los Ministros de Hacienda”, es decir, sus virtudes fueron contempladas como vicios; y se entonaron las alabanzas de los bancos centrales, que sustituirían por completo al viejo estándar monetario en la década de 1930. Keynes llega incluso a dedicar ese libro a los gobernadores de los bancos centrales, paradójicamente cuando estaban desatando en varios países unas espectaculares explosiones hiperinflacionarias. Y así, hasta hoy, los economistas en general no han cuestionado el papel del intervencionismo del Estado en la moneda, algo que sólo osan hacer individuos aislados, o integrantes de grupos minoritarios como la Escuela Austriaca de Economía.

Curiosamente, la hostilidad al patrón oro se transformó en intentos de hacerlo regresar por la puerta trasera. Tal fue el sentido del Sistema de Bretton Woods, en el que Estados Unidos servía de ancla al comprometerse a mantener una cotización fija de su moneda con el oro, a 35 dólares la onza, sueño que duró hasta que el 15 de agosto de 1971 Richard Nixon desvinculó al dólar del oro, momento tras el cual el mundo nunca volvió a tener un sistema monetario internacional propiamente dicho, sino remedos que, una y otra vez, buscaron aproximarse a eso mismo que Keynes condenaba en el gold standard, y que éste hacía naturalmente, dentro de la cosmovisión decimonónica: limitar el poder del Estado. De ahí vinieron los sucesivos acuerdos de divisas, y también el euro, con la idea de que el Banco Central Europeo iba a ser independiente del poder político, y demás fantasías contemporáneas. Ninguno de esos sistemas funcionó en el sentido de garantizar la estabilidad: todos han dado lugar a burbujas y crisis financieras, y a la mencionada inexorable expansión del poder político y legislativo a expensas de las libertades ciudadanas. No sabemos qué sucederá con el euro, pero Manuel Balmaseda nos invita a considerar una solución a sus males: abandonarlo.

Sus argumentos son parecidos a los que plantearon los enemigos del patrón oro y que finalmente acabaron con él. Sostenían que el patrón oro era demasiado rígido, y por eso ampliaba innecesariamente las fluctuaciones económicas, creando burbujas especulativas y acentuando las crisis que sobrevenían cuando aquéllas estallaban. La adhesión al patrón oro prolongaba las recesiones imponiendo severos costes a los trabajadores en términos de pobreza y paro, y a las empresas en términos de pérdida de competitividad. Los costes económicos y sociales de mantenerse en el patrón oro, se aseguraba, eran enormes en comparación con lo que podía suceder si se rompieran los “grilletes dorados” (se decía entonces) o los “grilletes europeos” (diría Balmaseda) y se entregara el manejo de la política monetaria a un banco central nacional que pudiera controlar suficientemente la oferta monetaria y el tipo de cambio ahorrando cuantiosos sacrificios a la comunidad.

Todas las veces que fueron erigidos obstáculos frente a la acción política, fueron derribados empleando razonamientos análogos, aunque algo menos elaborados cuando los postulaban los políticos, que buscaron siempre cómodos chivos expiatorios, entre los cuales las potencias extranjeras y los especuladores fueron claros favoritos. Cuando la política económica y fiscal expansiva de Estados Unidos hizo saltar por los aires el esquema de Bretton-Woods, Richard Nixon empleó para engañar a sus súbditos la misma añagaza que había urdido Franklin Delano Roosevelt para hacer lo propio con los suyos: la necesidad de tener y defender una moneda propia frente a los especuladores. Lo mismo alegan nuestros políticos de hogaño, aunque en su mayoría consideran “propio” al euro…de momento.

Digo de momento porque Manuel Balmaseda puede tener razón cuando pronostica el fin de la moneda europea. Ese fin sobrevendrá cuando las autoridades estimen que el coste político de mantenerla es superior al de eliminarla. Creo, en cambio, que sus críticas al euro no son del todo convincentes, como no lo eran esas mismas críticas en boca de los adversarios del patrón oro, salvo en un punto importante: era verdad que el patrón oro no acabó con las crisis económicas. Quienes lo diseñaron cometieron el error de pensar que la convertibilidad de los billetes de banco en oro bastaba para contener las expansiones monetarias excesivas. De hecho, los más optimistas auguraron tras la reforma monetaria británica de 1844 que el nuevo Banco de Inglaterra podía convertir a las crisis en un fenómeno del pasado. No fue así, claro, y las sucesivas perturbaciones debilitaron gradualmente la confianza en el patrón metálico, en un contexto en el que ya en la segunda mitad del siglo se fue apagando lentamente también el respaldo a los otros ingredientes de la cosmovisión liberal, “reliquias bárbaras” como el libre comercio y el gobierno limitado.

Pero el hecho de que el patrón oro no haya resuelto el problema de las crisis no significa que su sustituto lo haya hecho mejor. Así, cuando Balmaseda recomienda que el Banco de España recupere el control de la moneda para acometer políticas restrictivas, cabe observar que no fue esa la tónica exclusiva antes del euro, período en donde la soberanía monetaria y cambiaria dio lugar en nuestro país (como en muchos otros) a episodios repetidos de inflación, devaluación y también crisis económicas, financieras y bancarias.

Volver al pasado, por tanto, no es garantía de nada. Esto no quiere decir que la catástrofe sea ineluctable: todos los países suelen crecer, más o menos; la cuestión es qué tipo de políticas resultan más propicias o menos dañinas en ese proceso. Y la manipulación de la moneda no puede presentarse como una alquimia inmejorable. Desde luego, si las devaluaciones fueran la receta de la prosperidad, mi Argentina natal sería mucho más rica que Alemania. No sabemos qué habría pasado si la Argentina no acomete a finales de 2001 la receta de la ruptura de la llamada “convertibilidad”, la devaluación del peso y el default de la deuda que Balmaseda nos aconseja para España: a lo mejor también habría padecido una dura recesión en 2002 y se habría recuperado posteriormente, mucho más a pesar de sus gobiernos que gracias a ellos. Sí parece que la Argentina históricamente tendió a crecer más cuando devaluaba menos.

Tampoco cabe olvidar que la devaluación, frente al ajuste interno de los precios, resuelve una complicación relevante sobre el que nuestro autor no presenta un análisis satisfactorio: como advirtió Juan de Mariana en 1609, la depreciación de la moneda es un impuesto.

Convendría completar su planteamiento con una profundización en el tema del gasto público. Balmaseda pasa sobre éste con demasiada prisa, como si su volumen o crecimiento no tuvieran que ver con la burbuja, la crisis, y la lenta o incluso abortada recuperación. El autor coincide con la excusa blandida por José Luis Rodríguez Zapatero, que adujo que él no es responsable de nada porque en su etapa presidencial, hasta la crisis, el Tesoro gozó de superávits sucesivos y la deuda pública disminuyó su peso sobre el PIB, como si el aumento del gasto público por encima del crecimiento del PIB hubiese carecido de importancia entonces y, lo que es aún más asombroso, también careciera de ella hoy. Eso es difícilmente sostenible; para comprenderlo basta conjeturar qué habría sucedido si los gobiernos hubiesen contenido el crecimiento del gasto por debajo del de la economía: la deuda pública habría caído mucho más, e incluso podría haber prácticamente desaparecido tras el largo período expansivo, y la crisis habría podido ser afrontada por una Hacienda Pública que no habría subido los impuestos precisamente en el peor momento.

Balmaseda parece pensar que el gasto no sólo no es un problema serio sino, en consonancia con las mayoritarias voces antiliberales (los socialistas de todos los partidos, que diría Hayek), considera que lo único que hace falta es recortar “gastos superfluos, ineficiencias y corrupción en las Administraciones Públicas” —como si no hubiese complicaciones de sostenibilidad a medio plazo en las partidas más genuinas, eficientes, necesarias y honradas del Welfare State— pero nunca bajar realmente el gasto público porque eso tiene efectos recesivos —efectos que algunos no consideramos incuestionables. Tampoco reconoce que la expansión del gasto y los impuestos, junto al retraso en la reforma y apertura de los mercados, es lo que explica que el ajuste haya sido protagonizado esencialmente por el sector privado, y pagado onerosamente en términos de paro y actividad, pero no por el público, que sólo lo ha hecho empujado por las circunstancias, tarde y mal, es decir, entorpeciendo y demorando la recuperación, cuando no revirtiéndola. Si ese ajuste se hubiese hecho en 2009, junto con el del sector privado, la dura deflación interna de los costes no sería ahora tan necesaria ni tan profunda, y la recuperación podría haber sido más dinámica, temprana y perdurable.

¿Qué problemas se resolverían con la devaluación-más-impago? Sospecho que sobre todo serían problemas que aquejan a los gobernantes. No sería necesario subir tanto los impuestos explícitos sobre los ciudadanos españoles, que pagarían más de modo implícito, y el Estado “resolvería” el problema de la deuda pública, o la deuda privada socializada, sobre la base de un muy antiguo recurso: no la pagaría. Esto redistribuiría los daños de modo posiblemente satisfactorio para nuestras autoridades, en el sentido de que los damnificados serían en una significativa proporción extranjeros que no votan en España. Apuntemos de paso que en los cálculos sobre lo bien que les fue a la Argentina u otros países que decretaron el default muy rara vez se incluye el valor del daño perpetrado contra los acreedores.

Políticamente, por tanto, la devaluación-más-impago puede ser rentable. Económicamente ya resulta menos claro, porque es un proceso que dificulta el ajuste de precios relativos necesario para reparar los daños de la recesión, reasignar los recursos de modo más eficiente, y disponer a la economía para volver a crecer —a lo que habría que añadir el coste en términos de restricción del acceso a la financiación internacional.

En suma, la recomendación de que el poder político deje de forzar a sus súbditos a utilizar una moneda que también utilizan otros, y que en vez de ello “renacionalice” la coacción y los fuerce a utilizar una moneda que sólo utilizan ellos no aborda las cuestiones de fondo, descansa sobre una excesiva confianza en el control político del dinero y la economía, no representa una solución nítidamente superior a la apertura de los mercados y la reducción de gastos e impuestos dentro del euro, y persiste en no atender a la libertad y los derechos de los ciudadanos, como si fueran reliquias bárbaras.

Termino felicitando a Manuel Balmaseda por su análisis inteligente y provocador, compartiendo con él su visión de la gestión y desarrollo de la burbuja financiera e inmobiliaria, y agradeciéndole por no habernos abrumado a sus lectores con las cálidas novelas rosa europeístas sobre la importancia del euro para la paz, como si las guerras no fueran producto de los mismos estados que imponen las monedas y los bancos centrales públicos nacionales o plurinacionales, o para la preservación del Estado del Bienestar, como si fuera gratis. Subrayo nuevamente que su pronóstico puede ser acertado. Sólo son defectos menores el que lo sea por las razones equivocadas, el que no ataque suficientemente los problemas fundamentales, y el que testimonie una vez más el viejo triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

*Publicado en El Imparcial, Madrid.