Teoría y Práctica

Consejo Académico, Libertad y Progreso

¿Para cambiar la situación de una sociedad debe partirse de los ideales y tratar de que la realidad se vaya adaptando a ellos o debe partirse de la realidad y tratar de irla llevando hacia dónde se considera correcto? La pregunta no es meramente retórica, de acuerdo a lo que se piense se siguen estrategias diferentes. Supongamos que pensamos que Uruguay debe desmonopolizar todos los mercados en que actualmente el estado tiene monopolios legales.  Si se presenta una ley que desmonopoliza uno de ellos ¿debe apoyarse porque es un avance o debe descartarse porque es una concesión hacia el objetivo final? La respuesta depende desde qué ventana nos asomemos a la realidad.

En general la posición del intelectual es de máximas. Si no se logra lo deseable todo lo que quede a medio camino son migajas. Aceptar una situación de transacción políticamente viable es una traición similar a abandonar la causa. Del otro lado el político mira la realidad y de allí intenta llevarla para el lado que considera correcto (suponiendo que tiene una idea de hacia dónde debería ir). Un avance hacia el lado correcto aunque implique dejar temas importantes de lado será positivo, cuando no un milagro, en el mundo de las complejas negociaciones sectoriales, partidarias e interpartidarias.

El tema es que el político y el intelectual se mueven en mundos diferentes. Como suele decir Alberto Benegas Lynch (h), el profesor que dé su clase de acuerdo a lo que los alumnos quieren escuchar está perdido como profesor, pero el político que hable al electorado sin tener en cuenta lo que el electorado quiere escuchar está perdido como político. Desde la academia se puede decir lo que se piensa con un grado de libertad superior al del político, y es que hacer política implica necesariamente un grado de compromiso con la realidad que al intelectual le parece sucio y espurio.  Por su parte, el político suele pensar que es muy fácil predicar desde la prensa o el aula sin tener que someterse a la opinión pública y considera que su acción en definitiva es estéril, pura geometría en el espacio.

¿Quién tiene razón? Ninguno. El punto central es entender que desarrollan tareas distintas. Pensemos en dos personas que tienen las mismas ideas sobre la sociedad, para nuestro ejemplo no importa si son marxistas, liberales, anarquistas o socialdemócratas, uno es un diputado y el otro un investigador de un centro académico. El diputado intentará que se aprueben aquellas leyes que van en el sentido que considera correcto, pero para redactar un proyecto de ley necesariamente debe partir de la situación existente, debe lidiar con las leyes vigentes, con las ideas de sus propios correligionarios y de los demás partidos, que pueden coincidir o no en distintos grados, debe superar comisiones, plenarios, votaciones en dos cámaras, promulgación por el Ejecutivo además de la batalla en la opinión pública por convencer de las bondades de su idea. Si luego de todo esto logra que la realidad se acerque un poco más a su ideal lo considerará un éxito. Y lo es.

El intelectual en cambio se quejará de las soluciones de compromiso, dirá que a ese ritmo no se van a ver avances significativos en generaciones, que no se logró revertir el rumbo general de la sociedad (que considera equivocado) y seguirá llamando a tomar acciones más radicales. Y tiene razón.

Lo que no se debe perder de vista es que la tarea del político y del intelectual deben ser complementarias y no competitivas. Mal hace el político que critica al intelectual que piensa como él, como mal hace el intelectual que critica al político que comparte sus ideas. El intelectual en su radicalismo amplía el panorama de ideas, hace que la gente considere opciones que no sabía que existían, hace conocer autores que la opinión pública desconocía y hace que las ideas políticas cercanas a las suyas suenen menos radicales y por lo tanto más aceptables para el electorado. En definitiva, ayuda al político. El político al buscar el apoyo de gente que piensa como él difunde ideas, intenta lograr avances aunque sean parciales y somete al sistema democrático las reformas que considera necesarias, lo que también en definitiva, ayuda a la tarea del intelectual.

Por lo tanto, al discutirse el sempiterno tema de cómo compatibilizar la teoría con la realidad muchas veces se yerra simplemente por una cuestión de enfoque. Si no se entiende que el trabajo del político y del intelectual son diferentes y complementarios, personas que deberían trabajar en el mismo bando terminarán viéndose como enemigos. Y así, finalmente, los que terminan ganando son los verdaderos adversarios de sus ideas.

*Publicado en Sociedad Uruguaya, Montevideo.