Todos somos pasajeros

LA NACIÓN.- López tuvo una semana rara. Se pescó una gripe feroz y se quedó guardado en cama. La enfermedad, cuando no es grave, suele abrir un paréntesis inquietante en la rutina cotidiana, una zona de riesgo en donde los presupuestos que nos sostienen se resquebrajan. Eso fue lo que le pasó a López. Fueron días, en todo caso, en los que este abnegado bancario y padre de familia se salió del mundo y miró todo desde afuera. Con ayuda de la televisión, obviamente. Cuando uno no tiene nada que hacer, además de mirar la tele, también piensa. Práctico y sin dobleces, López no se perdió en la cuadratura del círculo ni en la crítica a la razón pura. Apenas se entregó a los pensamientos que le despertaban las imágenes de la TV. Lo curioso es que las cosas de todos los días lo llevaron a las ideas más extrañas.

Todo empezó el lunes por la tarde, después de que su mujer retirara amorosamente la bandeja con el plato de sopa vacío. En lugar de abandonarse a la tibieza de la siesta, López se estiró hasta el control remoto y encendió la tele. Ese fue su error. Por su salud, no debió haberlo hecho. En el noticiero, una imagen le reveló que el mundo estaba patas para arriba: dos enfermeros cargaban a un hombre en una camilla y se dirigían hacia una ambulancia del SAME, estacionada en pleno hall de la estación Retiro. López, que viaja en tren todos los días para llegar a su trabajo, sabe que lo más habitual y saludable es salir de la estación caminando y no acostado, como suelen viajar quienes son transportados en una camilla. Sin embargo, en un rapto de lucidez, se dijo que ya no hay garantías. Afiebrado, le pareció que las ambulancias del SAME se estaban volviendo parte del paisaje en las terminales de los trenes metropolitanos, casi como los quioscos de revistas o los barcitos al paso.

Enseguida supo que el señor de la camilla era un pasajero del Mitre que debía llegar a Retiro poco antes de las dos de la tarde y parado sobre sus dos pies. Pues ni lo uno ni lo otro. Mientras lo subían a la ambulancia, una voz en off repitió que el último vagón del tren en el que viajaba este buen hombre había descarrilado a unos 600 metros de la terminal para impactar contra una torre de luz. La cámara mostró la torre, y López, entrenado por su mujer en el pensamiento positivo, agradeció que fuera de madera añeja, vencida por el tiempo y la intemperie. Beneficios del subdesarrollo. Podría haber sido peor. Aun así, había muchos heridos. Según el movilero, se habían vivido escenas de pánico.

Desde el refugio de sus sábanas, López sintió el pánico en carne propia: ese pobre hombre que se llevaban en camilla podría haber sido él. O un familiar suyo. O uno de esos rostros anónimos con los que se reencontraba cada mañana en esos vagones en ruinas que se obstinaban, como viejas bestias, en seguir rodando cuando habían sido abandonados a la buena de Dios. Conmovido, se sintió uno más entre los desesperados que, después de Once y de los accidentes casi diarios que se registran en el Mitre y en el Sarmiento (él podía atestiguar más de una decena en el último mes), todavía se atrevían a abordar esas trampas de hierro. O, si lo quería ver de otro modo, entre aquellos que para llegar al trabajo o a la facultad simplemente no tenían otra alternativa.

Cada mañana había en esos rostros una tristeza mayor. Ya no se oían quejas por las demoras eternas, la decrepitud de los vagones o el modo en que había que empujar para subir a la formación. Sólo importaba llegar sanos y salvos. Lo vio claro: cada vez son más, y él entre ellos, los que viajan en los trenes con la resignación y el temor del que anda por una ciudad sitiada por la guerra. Se oyen las detonaciones a lo lejos, pero en algún momento la bomba te puede caer encima. Y las bombas, se dijo López, que es manso como un cordero pero no tonto, van a seguir cayendo mientras ninguno de los responsables de las llamas y las colisiones casi diarias vaya preso por orden de un juez.

También había tristeza en los rostros de las gentes que, siempre en la pantalla, hacían colas de media cuadra para ver cómo los colectivos seguían de largo. Un periodista informó que el paro de subtes seguiría por tiempo indeterminado, y López pensó que el paisaje en ruinas, la intemperie propia de la guerra, iban más allá de lo que ocurría en las vías del Sarmiento y el Mitre. Aquí el asunto era una disputa entre el gobierno nacional y la administración municipal. Cristina y Macri coincidían en algo: ninguno de los dos tenía nada que ver con los subtes. Y los subtes seguían abandonados. Como los trenes, a los que el Gobierno olvidó sin culpa mientras arrojaba 13 millones de dólares diarios (los números eran lo suyo, y López no podía olvidar la cifra) al agujero negro de las concesionarias del servicio. ¿Dónde estaba toda esa plata? Corrupción y precariedad, pensó el contable, son dos caras de la misma moneda.

Con un poco de suerte, se dijo, la gripe se estiraría otra semana. Lo único que le importaba ahora era no dejar la cama. No quería ser otra alma errante en una ciudad sumida en el caos y la orfandad. Sin embargo, cuando iba a entregarse al pozo de la depresión se activó su costado estoico, casi místico, esa fortaleza inexplicable que le permitía distinguir la rosa en el lodazal y lo salvaba de los golpes que este país reserva a los suyos.

La idea que lo rescató fue la más extraña de todas. Con su indiferencia criminal, con su inacción, el Gobierno nos hace un inapreciable favor: nos somete al ejercicio cotidiano de la humildad. Nadie vive para siempre. En este mundo, todos somos pasajeros. Nuestras vidas penden de un hilo y ahí están los trenes metropolitanos para recordárnoslo.

*Publicado en La Nación, Buenos Aires