Subdirector de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas en ESEADE.
Recientemente se conoció una filtración gigantesca de datos que recoge cómo miles de personas buscan ocultar su patrimonio armando sociedades offshore.
Los Papeles de Panamá, como se ha llamado a esta investigación conjunta de más de trescientos periodistas, ponen el ojo sobre un sinnúmero de personalidades que habrían utilizado la benevolente legislación fiscal de Panamá para defraudar al fisco o bien ocultar lo obtenido gracias a la corrupción.
A raíz de esto, me parece oportuno divulgar, como anticipo exclusivo, un extracto de mi próximo libro, Estrangulados, a publicarse este 20 de abril, en donde me refiero específicamente a esta cuestión:
A principios de 2015, Thomas Piketty, autor del famoso libro El capital en el siglo XXI, pasó por Buenos Aires. Además de presentar su obra, se tomó un tiempo para reunirse con la entonces presidente Cristina Fernández de Kirchner y también para compartir un almuerzo con Axel Kicillof y Alejandro Vanoli.
Consultado sobre el estado de la desigualdad en el mundo, Piketty cargó contra el enemigo de moda de nuestra época: los paraísos fiscales, esos “países que roban las bases tributarias de sus vecinos”.
Según un cercano colaborador suyo, Gabriel Zucman, la riqueza escondida en los paraísos fiscales asciende nada menos que a 7,6 billones de dólares, el 10% del PBI mundial y 15 veces el PBI de Argentina. Según su punto de vista, esto constituye un problema mayúsculo, ya que todo ese dinero deja de pagar impuestos con los cuales los gobiernos podrían llevar a cabo obras consideradas deseables por estos analistas.
Para los defensores del ahora llamado “Estado presente”, el Gobierno es el que está en mejor posición para administrar los recursos de la gente. Es por ello que lamentan que no se quede con todo lo que le gustaría del dinero de sus ciudadanos. Sin embargo, esta no es toda la verdad acerca de los paraísos fiscales.
Lo primero que debe decirse es que la denominación “paraíso fiscal” surge de una mala traducción del inglés al español, ya que tax haven no quiere decir ‘paraíso fiscal’ (eso sería tax heaven) sino ‘refugio fiscal’. Esta mejor traducción dota de mayor realismo lo que verdaderamente es, un refugio fiscal. A saber, un país a donde se acude para huir de la voracidad fiscal de los Gobiernos.
El atractivo de llevar el dinero a un refugio fiscal aparece porque estos, en general, tienen un trato impositivo muy favorable para los extranjeros que abren cuentas bancarias o constituyen sociedades en esas jurisdicciones. A veces, radicar una empresa en un refugio fiscal puede representar la diferencia entre pagar un 30% de impuestos a las ganancias o pagar cero por ciento. Sin embargo, el beneficio no se lo lleva solamente esa empresa, sino que se contagia a toda la economía.
Como señala Dan Mitchell, todos somos beneficiarios de los paraísos fiscales: “Antes que nada, si uno vive en un país desarrollado, los impuestos son probablemente mucho menores de lo que eran hace 30 años, gracias en parte a los paraísos fiscales. En 1980 las tasas más altas del impuesto personal en los países miembros de la OCDE promediaba más del 67% y las tasas corporativas en ese año promediaban casi un 50% […].
Sin embargo, empezando por Reagan y Thatcher, los Gobiernos se han esforzado por disminuir las tasas fiscales y reformar sus regímenes. Las tasas personales ahora promedian solamente cerca de un 40% y las corporativas se han reducido a un 27 por ciento. Es en gran medida la globalización —no la ideología— lo que ha conducido esta virtuosa ‘carrera hacia abajo’. Los Gobiernos están disminuyendo impuestos porque temen que los empleos y las inversiones se vayan de su país. Al proveer un refugio seguro para las personas que buscan evadir tasas confiscatorias, los paraísos fiscales han jugado un rol imprescindible. Los legisladores han concluido que es mejor recibir algún ingreso con tasas fiscales modestas que imponer altos impuestos y perder dinero”.
A menudo se acusa a los paraísos fiscales de ser refugio no sólo de las víctimas del Estado híper-recaudador, sino de terroristas, narcotraficantes y políticos corruptos. Esta acusación puede ser cierta, como es cierto que el dinero en efectivo es utilizado por quienes violan los derechos de terceros en su vida diaria como forma de vida. Sin embargo, si se quiere perseguir a quienes quiebran leyes, los que deben actuar son la Policía y el Poder Judicial, no los recaudadores de impuestos.
El enojo que generan los paraísos fiscales, en realidad, debería estar orientado hacia otro lugar: las elevadas tasas impositivas que cobran los Gobiernos y que nos quitan, no sólo nuestro dinero, sino también nuestra libertad. Los mal llamados paraísos fiscales no son más que una reacción frente a este orden de cosas.