La informalidad nos está avisando

Ha publicado artículos en diarios de Estados Unidos y de América Latina y ha aparecido en las cadenas televisivas.

Es miembro de la Mont Pèlerin Society y del Council on Foreign Relations.

Recibió su BA en Northwestern University y su Maestría en la Escuela de Estudios Internacionales de Johns Hopkins University.

Trabajó en asuntos interamericanos en el Center for Strategic and International Studies y en Caribbean/Latin American Action.

Quizás el indicador más fiel acerca de la existencia y alcance de las instituciones y políticas defectuosas de un país es el tamaño de la economía informal. La informalidad nos indica que para un porcentaje de la población, las normas formales no sirven para realizar intercambios voluntarios, pacíficos y productivos. Más bien, las políticas formales perjudican; son costosas y no concuerdan con la manera en que vive la gente.

Y en el Perú, la economía informal es enorme. Casi el 70% de la fuerza laboral trabaja en la informalidad, muy por encima del promedio latinoamericano de 48%. Esto implica consecuencias adversas sobre la productividad, el crecimiento y el Estado de derecho. Preocupa que los candidatos presidenciales propongan medidas poco convincentes y a menudo contradictorias para reducir el sector informal de manera sustancial.

Parece paradójico que no ha caído mucho la informalidad a pesar de las grandes reformas liberalizadoras que han transformado el Perú desde la década de 1990. Las causas de la informalidad son varias, pero sin duda la regulación laboral tiene un peso desproporcional. Las economías latinoamericanas están entre aquellas con las leyes laborales más restrictivas del mundo, y las del Perú siguen siendo rígidas. Ya para principios de la década pasada, Jaime Saavedra pudo observar en un estudio extenso que las reformas laborales de los 90 eran modestas en la región, y que la legislación peruana “de ninguna manera puede considerarse flexible”.

No hemos avanzado mucho en el tema desde entonces. Según el Foro Económico Mundial, el Perú se encuentra en el puesto 133 de 140 países respecto a la flexibilidad de contratar y despedir a los empleados. Debido a que la ley requiere que los empleadores paguen beneficios laborales tales como un mes de vacaciones, gratificaciones y otras contribuciones, el costo no salarial de contratar a un trabajador en el Perú es 59% del salario. El Banco Central reporta que en este país tales costos por encima del salario son los más altos en la región. También reporta que la indemnización por despido es más alta que en el 94% de los países del mundo.

Con razón que los trabajadores y los empleadores escogen la informalidad. Es muy costosa la alternativa. Hay todo tipo de estímulos a la informalidad. El Perú está en el puesto 122 de 140 países, por ejemplo, respecto a qué tanto los impuestos desincentivan el empleo, según el Foro Económico Mundial. Las propuestas de campaña de aumentar el salario mínimo o fortalecer los supuestos beneficios laborales solo agravarán la situación.

Que la productividad en el sector informal sea baja no es una novedad. La informalidad impone ineficiencias y limitaciones respecto a la seguridad del negocio, al establecimiento de economías de escala, acceso al seguro y al crédito, etc. Pero también es la mayor expresión de la exclusión social en el Perú, una especie de apartheid legal que obviamente atenta contra el Estado de derecho y el principio de trato igual bajo la ley. En el Perú, la ley sirve para los relativamente ricos.

La sobrerregulación es una prueba más de que el Estado Peruano hace demasiado de lo que no debería estar haciendo y no hace bien lo que sí le corresponde, como atender a la seguridad o establecer el imperio de la ley. Los dos fenómenos están relacionados. Al ser hiperactivo en lo que no le atañe, el Estado no solo desatiende sus funciones legítimas, sino también empeora los resultados que le competen.

El gigantismo estatal –con todo su gasto y regulación burocrática– es incompatible con del Estado de derecho porque, en países con instituciones débiles, abre las puertas a la corrupción y el favoritismo, y es sinónimo de la arbitrariedad de las autoridades. Es difícil o imposible establecer el Estado de derecho bajo esas condiciones. Con un sector informal tan enorme, no sorprende que el Perú califique pésimo en las mediciones internacionales respecto al Estado de derecho.

Los países en desarrollo, como Taiwán o Chile, que han mejorado notablemente sus instituciones, achicaron el tamaño de sus estados para lograr ese cometido. Los países ricos de hoy desarrollaron un Estado de derecho cuando tenían estados limitados. Ahora que el Perú ha llegado a una etapa en que las instituciones juegan un papel crítico en su desarrollo, es hora de que los candidatos sean más radicales respecto a la informalidad y lo que esta nos está avisando.