La Argentina frente al espejo venezolano

Magister en Estudios Internacionales UTDT (Universidad Torcuato Di Tella) y colaborador de Libertad y Progreso.

Las grandes catástrofes suelen trastocar las concepciones intelectuales de los individuos y de las sociedades hasta un punto en que es imposible retornar al estado original. En condiciones normales, el instinto de supervivencia acusa el impacto del golpe y somete los esquemas conductuales propios a la exigente tarea de la reflexión crítica. Nada de ello parece estar sucediendo en Venezuela, cuyo gobierno viene dando probadas muestras de feroz intransigencia ante los reclamos de la oposición democrática y de una atroz indiferencia ante el deterioro de las condiciones de vida de la población, expuesta cada vez más a las penurias del desabastecimiento, la inflación y la delincuencia. En ese sentido -y aunque esté lejos de tratarse de un problema exclusivamente normativo-, resulta alentador constatar en nuestro país la existencia de un cierto consenso moral en torno a la necesidad de condenar abiertamente y sin tapujos la salvaje represión llevada a cabo por el régimen chavista contra las diversas manifestaciones civiles ocurridas durante los últimos días. No obstante, esa justa gratificación que nos merece el rechazo casi unánime a la violencia política se desvanece apenas percatamos la notable vigencia de ideas absolutamente infundadas sobre la verdadera dimensión del drama venezolano que se manifiestan a través de torpes analogías con el caso argentino. Quisiera detenerme en este punto -por demás básico, pero cuya resolución es altamente necesaria para evitar mayores confusiones- y aclarar sin rodeos que la impúdica y lacerante afirmación (reproducida irresponsablemente incluso por el propio Presidente) de que “íbamos camino a ser Venezuela” carece de todo fundamento empírico.

Desglosemos.

En principio, la diferencia que salta a la vista con mayor nitidez es que Venezuela representa actualmente el ejemplo más elocuente de militarización de la vida política, con todas las consecuencias prácticas que ello supone, en tanto que la Argentina ha permanecido inmune a ese peligro. En efecto, a casi dos décadas del colapso del sistema de partidos que hizo posible el vertiginoso ascenso de Hugo Chávez a la presidencia, las promesas de reforma y saneamiento institucional que permitieran fortalecer la calidad de la democracia venezolana quedaron sepultadas bajo el estruendo de las armas. En su trayecto a la cúspide del Estado, las Fuerzas Armadas fueron conquistando paulatinamente diversas posiciones ejecutivas, desde la implementación de programas sociales y la construcción de infraestructura a la administración directa de empresas estatales y la dirección de ministerios.

En contraposición, la Argentina no vivió ni por asomo una experiencia semejante. La crisis de 2001 fragmentó a los partidos mayoritarios, pero no deslegitimó sus tradiciones programáticas ni provocó la reemergencia de las Fuerzas Armadas como actor político capaz de disputar el poder. En lo sucesivo, los gobiernos de turno continuaron siendo tan imprudentes como sus antecesores en lo referido a la falta de voluntad para establecer un control civil efectivo de las Fuerzas Armadas, permitiendo incluso una incipiente (y peligrosa) politización de los sectores castrenses durante los últimos años, aunque sin otorgarles espacios de decisión política.

En segundo lugar, Venezuela constituye el arquetipo de economía monoproductiva y rentística. Como en todo proceso político basado en la movilización popular, la fase expansiva coincidió con ciclos alcistas en los precios de los commodities (básicamente petróleo y derivados) que permitieron ampliar la política fiscal y construir poder político, mientras que la fase contractiva tuvo lugar cuando los precios se desplomaron y el gobierno debió afrontar los costos sociales de un menor ingreso de divisas.

Comparativamente, puede afirmarse que la experiencia reciente de la economía argentina ha sido similar a la de Venezuela en cuanto a descalabros producidos por el dirigismo estatal y el proteccionismo en términos de destrucción de capital. Sin embargo, sería necesario admitir también  que, debido a la existencia de una estructura productiva más diversificada, la capacidad de los gobiernos argentinos para avanzar en dirección al control absoluto de los resortes generadores de riqueza ha estado históricamente limitada.

Por último, la tercera distinción fundamental es que Venezuela, a contrario sensu de lo sucedido en la Argentina en años recientes, desarrolló un modelo de política exterior esencialmente contestatario, impulsando políticas de distanciamiento y rechazo a Estados Unidos para tratar de contrabalancear su poder, lo que llevó al gobierno chavista a asumir su propia condición internacional en clave de supervivencia y a tejer alianzas extrarregionales con actores que rivalizan con las grandes potencias occidentales.

Sobre este punto, parece justo señalar que, más allá de las altisonantes declamaciones en contra del “establishment” económico y financiero internacional que abundaron en los discursos de sus principales voceros, la política exterior de los gobiernos kirchneristas apeló la mayor parte del tiempo a una estrategia de oposición limitada frente a Estados Unidos y Europa,  combinando desacuerdo y colaboración (Russell y Tokatlian, Modelos de política exterior, CIDOB, 2009). De este modo,  la retórica soberanista no impidió, por ejemplo, la cooperación con Estados Unidos en materia de inteligencia en la Triple Frontera, el compromiso con la no proliferación nuclear y el desarrollo satelital y el respaldo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.       En suma, podríamos sugerir que una visión que pretendiera comparar la trayectoria de ambos países en política exterior debería empezar por reconocer las diferencias normativas que incentivaron sus dinámicas de desarrollo.

Pero si aun así quisiéramos dar rienda suelta a la imaginación contrafáctica y especular sobre lo que habría sucedido si, por alguna argucia del destino, la contienda electoral de 2015 hubiese arrojado otro resultado, no nos quedaría más remedio – en orden a preservar nuestra honestidad intelectual- que abandonar el intento de dar a nuestras elucubraciones un matiz analítico y entregarnos sin mayor resistencia a la ligereza verbal de las afirmaciones grandilocuentes y efectistas que son moneda corriente en el seno de la clase política argentina. Después de todo, ello no sería para nada contradictorio con las inclinaciones escatológicas de un país acostumbrado a observar y juzgar los acontecimientos de la realidad internacional a través de la ventana de sus propias obsesiones.