Educación, ¿qué educación?

Consejo Académico, Libertad y Progreso.

“La retaguardia marca el ritmo, la vanguardia marca el rumbo” (Pbro. Rafael Braun)

“Los problemas complejos tienen soluciones erróneas, pero sencillas y fáciles de comprender” (Ley de Murphy)

Cuando se habla del destino de la Argentina es frecuente escuchar – tanto de boca de expertos, como de legos – frases como “esto solo se arregla con educación”, “la única solución es la educación” o parecidas. Casi que se han convertido en lugares comunes. Quienes las enuncian estarán pensando seguramente en el valor de la educación que se imparte en las escuelas, aunque también la que se recibe en los hogares y la que fluye por los medios masivos (prensa, radio, televisión y ahora también, “redes sociales”). Y no es necesario ser experto para coincidir sobre multiplicidad de conocimientos, costumbres, normas y hábitos que niños, jóvenes y adultos incorporan a través de estos “canales”, conocimientos que les servirán para vivir y convivir en sociedad y hacerlo de manera creativa, pero a la vez pacífica. Siendo así, ningún esfuerzo parecerá suficiente para mejorar las escuelas, los maestros, sus métodos pedagógicos y para evaluar sus resultados.

Ahora bien, ¿es suficiente educación masiva de calidad para asegurar un desarrollo estable, sostenible, justo y pacífico de pueblos y naciones? La historia muestra que no. Es, sin dudas, una condición necesaria, indispensable, pero no es suficiente. Hay muchos ejemplos de sociedades y pueblos muy educados que involucionaron y se hicieron enorme daño a sí mismos y, a veces también, a sus vecinos. La Alemania de Hitler (1933), la Argentina de Perón (1946) y la Venezuela de Chávez (1999) son ejemplos claros. Y en estos últimos tiempos hemos visto a franceses votando a Le Pen, británicos votando el Brexit, norteamericanos votando por Trump o catalanes votando a Puigdemont. En estos casos más recientes no tenemos todavía idea de la magnitud del daño o retraso, pero sí la clara noción de que se trata de involuciones. Las vanguardias que deben marcar el rumbo (citando a Rafael Braun), llevan a sus naciones al abismo.

¿Qué es lo que falló o falla cuando pueblos educados votan a líderes demagogos y slogans huecos? Lo que falla no es la educación popular en sí misma, sino que ella, por más calidad que tenga, no alcanza para que millones de mentes entiendan, comprendan cuestiones complejas, a veces – pero no siempre – emergentes en situaciones de crisis.

Una de las más trágicas “leyes de Murphy” es la que dice: “Los problemas complejos tienen soluciones erróneas, pero sencillas y fáciles de comprender”. En la Alemania del 1933 lo erróneo, pero sencillo y fácil de comprender fue el militarismo revanchista y el racismo demencial. En la Argentina de 1946 fue el odio a la “oligarquía” y a lo foráneo. En los EE.UU. de Trump fue la economía china y la inmigración mexicana. En la Cataluña de Puigdemont, el independentismo miope y, encima, ilegal.

Cualquiera entiende la conveniencia de la especialización productiva y del intercambio a nivel de una familia: “Exportamos” nuestro trabajo e “importamos” todo lo que compramos fuera del hogar. Pero la educación masiva parece no alcanzar para hacer entendible esto a nivel de país. Atraen muchos votos los slogans nacionalistas que proclaman que cerrando las fronteras a personas o bienes del resto del mundo, “todo el país” estará mejor. La educación masiva no alcanza para hacer entender que estas medidas nunca benefician a todos, sino que lo hacen a favor de algunos a costa de otros, debiendo estos otros pagar precios más altos, lo que – por añadidura – les dificultará a ellos competir con los productos extranjeros. Así, a más cerrazón o proteccionismo, menos competitividad y menos exportaciones. Hay muchos más ejemplos: Es fácil percibir el beneficio inmediato de un control de precios, pero no su efecto deletéreo sobre la inversión a largo plazo. Es fácil justificar cualquier pedido de gasto público, pero no su contrapartida en impuestos, deuda pública o inflación. La inflación misma suele comenzar con una cara simpática cuando se vive de pura “ilusión monetaria”. Es fácil entender que una familia o un club no pueden gastar siempre más de lo que producen o generan, pero quienes lo afirman para el país como un todo son tildados de “ajustadores seriales”.

En grado variable, pero como característica homogénea, Hitler, Perón, Chávez, Le Pen, los británicos pro-brexit, Trump o el catalán Puigdemont obtuvieron muchos votos y poder aprovechándose de estas confusiones colectivas y desparramando los slogans simplificadores del nacionalismo, del proteccionismo, del racismo, del odio a los ricos o del odio de clases o de todo ello a la vez, slogans que prometían felicidad para todos y que fueron (o son) creídos por multitud de ciudadanos educados y escolarizados. Los casos de Alemania en 1933 y de la Argentina de 1946 pueden citarse especialmente por la enorme inversión en educación que estos países venían haciendo desde mediados del siglo XIX, tal que se los citaba como ejemplos de sistemas educativos inclusivos y de excelencia. Y sin embargo estos pueblos votaron (o votan) democráticamente a demagogos esgrimiendo slogans tan atractivos en su enunciación, como falsos en sus bases.

No cabe esperar que millones de individuos escolarizados y recibiendo la educación masiva elemental tengan la capacidad de comprender cuestiones complejas. No es extraño entonces que un dirigente que excite demagógicamente a las masas y les prometa desmesuras pueda recibir miles de votos. Solo baste recordar las arengas de Hitler o las bravuconadas de Trump. Se diferencia del estadista, que promete en campaña electoral porque debe competir contra otros “prometedores”. Podrá exagerar sus méritos y propuestas en campaña (¿quién no lo ha hecho?) justamente porque al no ser capaz de separar la paja del trigo, es posible que millones de votantes se entusiasmen con las promesas. Pero la diferencia crucial entre el demagogo y el estadista se verá tras la elección, cuando llega el momento de gobernar. El demagogo seguirá adelante con sus mentiras, aún si estas amenazan o debilitan el progreso social más allá de lo inmediato. El estadista, por el contrario, sabrá  dirigirse a sus votantes y explicarles lo que se puede o lo que no se puede hacer con la mira puesta en el largo plazo.

No son los empresarios ni los sindicalistas los que deben velar por el interés general. Lo hacen por sus intereses particulares y es natural que así lo hagan. Sí lo son, en cambio, los que ocuparán las bancas de concejales, de legisladores, de senadores; quienes serán intendentes, gobernadores, ministros o presidentes. Más allá de lo que hayan prometido en campaña, más allá si resultan ganadores u opositores, ellos deben conocer qué es lo que se puede hacer y que es los que conviene hacer con la vista puesta en el interés general, ellos – que son los que deben marcar el rumbo – deben distinguir entre la demagogia y el populismo electoral y el ejercicio prudente del gobierno.

Como se conforman y como se forman las elites gobernantes constituyen casos muy particulares de cada país, pero siempre será posible que aparezcan demagogos y está visto que contra ellos no hay educación popular que valga. Tal vez un trabajo lento y persistente en pro de la formación de los líderes políticos – como el que llevan a cabo unas pocas instituciones o fundaciones – parecería ser el único medio para defendernos de esa posibilidad.