Reflexiones sobre el síndrome de Aladino

Presidente del Consejo Académico en

Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.

 

Siempre me han atraído los razonamientos que abren nuevos cauces fértiles y que son contrarios al conocimiento convencional y, bien fundamentados, despejan lo que, en general, aparece como contraintuitivo. Es el caso, por ejemplo, de las primeras líneas de un artículo del gran Leonard E.Read publicado en 1965, titulado “Cuando los deseos se convierten en derechos”.

He aquí la elucubración de Read: comienza por preguntarle al lector si procedería en consecuencia si estuviera en sus posibilidades el frotar la célebre lamparita de Aladino y lograr que se resuelvan los problemas de todos. El autor se adelanta a pronunciarse enfáticamente por la negativa. Sostiene que, si al él se le presentara esa situación, se abstendría de proceder de esa manera puesto que ello comportaría la completa eliminación de todos los esfuerzos y las responsabilidades posibles por parte de cada uno, lo cual bloquearía el consiguiente ejercicio de sus facultades al límite de atrofiarlas por completo. Y, sigue diciendo Read, esto último implicaría la eliminación de todo lo propiamente humano.Deseos que se vuelven derechos

Sorpresiva conclusión en verdad, pero no deja de ser correcta tomada en el contexto que el autor la toma. No es que cuanto mayores los problemas y obstáculos mejor será el futuro de la humanidad. Todos tratamos de minimizar los problemas y si podemos ayudar a alguien cercano que se encuentra en trances difíciles lo hacemos de buen grado. El tema estriba más bien en un canto al orden natural. En mostrar que, en realidad, estamos en el mejor de los mundos posibles. Que la proporción de problemas y soluciones es la adecuada para fortalecer el carácter y mantener el ánimo. Menos mal que no está en las posibilidades de los megalómanos gubernamentales el planificar el cosmos e introducir “correcciones” porque los estallidos de las galaxias estarían a la orden del día (como apunta Eduardo Solari, pensemos que la Tierra se desplaza en su recorrido elíptico en torno al sol a una velocidad de 106.000 kms. por hora y sin piloto). Ya bastantes trifulcas, desaguisados, dolores, miserias y calvarios crean los energúmenos de la planificación por parte de quienes detentan el monopolio de la fuerza y sus secuaces.

En algunas oportunidades se ha especulado acerca de que ocurriría si Dios o el momento primero hubiera creado un universo perfecto. Pues sencillamente tal universo no hubiera existido ya que, por definición, no pueden coexistir dos perfectos (uno tendría lo que no tiene el otro y, por ende, no serían perfectos). El hecho de que yo esté escribiendo esta nota muestra que hay un comienzo, una causa incausada: si la cadena de causas que permiten que esté escribiendo estas líneas fueran literalmente en regresión ad infinitum sería otra manera de decir que las causas que me dieron origen nunca comenzaron, ergo no sería posible que esté abocado a esta tarea. Y esto no es una cuestión religiosa en el sentido vulgar de la palabra, se trata de la mera lógica que para nada es incompatible con la conjetura del Big-Bang ya que se trata de un fenómeno contingente y no necesario y, mucho menos, con la inexorabilidad de la evolución.

El título del artículo que comentamos al inicio nos da pie para señalar que prevalece una gran confusión respecto de lo que significa el derecho. Hoy se alegan derechos que no son tales. El derecho a una vivienda digna, derecho a la alimentación adecuada,  derecho a la atención médica, derecho a la educación suficiente, derecho a la recreación, derecho de los niños a jugar, derecho a los trabajadores a vacacionar, derecho a una buena remuneración, derecho a un medio de locomoción y, como hemos comentado en una columna reciente, el derecho al orgasmo.

Todos estos y muchos más podrán ser aspiraciones o deseos pero no constituyen derechos. A todo derecho corresponde una obligación. Si el lector percibe una remuneración de mil, existe la obligación universal de respetar esa propiedad, pero si el lector pretende el “derecho” de obtener dos mil cuando no los gana y si se accediera a semejante pretensión, necesariamente significaría que se impondría la obligación sobre terceros a proporcionar la mencionada diferencia con lo que se habrían lesionado sus derechos. Por tanto, se trata de un pseudoderecho.

Por increíble que parezca hoy vivimos en la era de los pseudoderechos, los cuales incluso están insertos en muchas constituciones que teóricamente fueron concebidas y promulgadas para limitar el poder y, sin embargo, dan rienda suelta al abuso y al atropello más flagrante de los derechos de las personas. Estos procedimientos aberrantes, naturalmente afectan muy especialmente a los más necesitados puesto que al resquebrajar el orden jurídico se deterioran los marcos institucionales que garantizan los derechos de propiedad que, precisamente, hacen posible el crecimiento de las tasas de capitalización que son la única razón que explica los mayores ingresos y salarios en términos reales.

Aunque Read no se refiere en estos términos al asunto que consideramos, está implícito en sus argumentaciones. En todo caso, concordamos con este autor cuando pone de manifiesto que si no resulta conveniente echar mano a la célebre lamparita para resolver los problemas de todos, es mucho menos aceptable echar mano compulsivamente a los bolsillos de otros para resolver nuestros males. El aparato estatal, jugando al Aladino, es la peor y más dañina de las ilusiones. Es el síndrome de Aladino en el que quedan atrapados y engañados tantos ingenuos, seducidos, embaucados y empobrecidos por tanta patraña.