Por Agustín Monteverde – Consejero Académico de Libertad y Progreso.
DIARIO 26 – El coronavirus desató la mayor crisis económica de la historia. Nunca —ni siquiera en el crac del ‘29— se destruyó tanto valor de una manera tan fulminante. Es incierto cuánto durará esta crisis pero sí sabemos que la Gran Depresión provocó una hambruna y miseria sin par en la nación más desarrollada del mundo.
Otro dato a considerar es que, a diferencia del resto del mundo, la Argentina venía atravesando una recesión prolongada (nos contrajimos 2,5 % en 2018 y 2,2 % el año pasado), que tendía —por sí sola y sin mediar crisis internacional— a agravarse. Es decir, la pandemia nos sorprendió con una economía enrarecida y descapitalizada. Y la respuesta elegida fue parar literalmente la rueda de la producción.
En la Argentina se tomó la medida extrema del confinamiento masivo obligatorio, que ahora se prolonga quince días y no se descarta el volver a hacerlo. Por cierto, muchos epidemiólogos del mundo desaconsejan enfáticamente esta estrategia, que desperdicia la posibilidad de beneficiarse de la inmunización de rebaño, y prefieren asegurar el blindaje de los grupos de riesgo. Por otro lado, mantener detenido el país tanto tiempo es catastrófico, no sólo para la economía sino también para la salud y la seguridad públicas.
Los costos estrictamente económicos, en función de la duración y de la rigurosidad con que la cuarentena se aplique, podrían ser tremendos. Llevar la cuarentena extrema más allá de mediados de abril provocaría un derrumbe del PBI de dos dígitos, con consecuencias dramáticas, especialmente para las familias de clase media. Muchas pasarán a integrar la zona de pobreza, que alcanzará a más de la mitad de la población.
No todo se resuelve dándole una asistencia (escasa) a los sectores más postergados. El universo de autónomos es el que está en situación más desesperante, imposibilitados de generar ingresos. Para ellos no se ha tomado ninguna medida paliativa. Es urgente suspenderles el cobro de impuestos y tasas municipales, que de todas formas no podrían pagar. Es que, en realidad, no hay otra forma de resolver sus cuentas que dejarles trabajar.
Con la recaudación en picada y carentes de toda otra fuente de financiamiento, lo que viene —aunque se niegue— es un tsunami de emisión monetaria. Mientras la pandemia gobierne la agenda, la aceleración de la inflación será moderada y el tipo de cambio se mantendrá flojo, pues miles de familias deberán malvender sus reservas para sobrevivir. Pero cuando el pánico amaine y se recupere la razón, el estallido inflacionario y la devaluación serán monumentales, en directa relación al desborde del gasto estatal.
Coronavirus en Argentina. Reuters.
A esto se agregan los costos propiamente sanitarios. La caída vertical de ingresos y ruina de muchos hogares podría precipitar hechos de violencia y desgracias impensadas. También se puede considerar el impacto sanitario y ambiental del desabastecimiento de ciertos productos o servicios. Por ejemplo, en plena epidemia de Dengue la falta de mantenimiento está convirtiendo los espacios verdes de autopistas, parques, plazas, jardines, piletas y fuentes públicas en criaderos de mosquitos. Para no contar el impacto psicológico de una población encarcelada y hacinada en monoambientes y viviendas precarias, mientras debe tolerar el empobrecerse día a día con los brazos cruzados. El presidente de los EEUU ha señalado con razón que, en el extremo, las depresiones y las tensiones que genera el aislamiento pueden generar más muertes que la propia pandemia. Países como Bélgica, Holanda, Suecia y Japón así lo han entendido. Los belgas, por ejemplo, mantendrán el auto-aislamiento hasta el 5 de abril pero la gente podrá asistir a sus trabajos y hacer actividad física. La vida de suecos y japoneses, entretanto, sigue prácticamente normal.
En estas semanas ha sido un lugar común entre dirigentes políticos, periodistas y comunicadores referir a que es la hora de “privilegiar la salud y olvidarnos de la economía”. Esta afirmación entraña una peligrosa falacia: sin economía sana, las penurias se convierten en tragedias. Las camas de hospital, los respiradores y el personal profesional constituyen los recursos indispensables y escasos para hacer frente a la crisis sanitaria en ciernes. Su cantidad y calidad son resultado de una economía que funciona. Las ventajas sanitarias, en este punto, de países como Alemania, Holanda, Gran Bretaña o Bélgica no resultan de una previsión de la pandemia —auténtico cisne negro— sino de la fortaleza de sus economías.
Quienes se regocijan con el sistema público de salud están en una fantasía. El aparato sanitario estatal se ha mostrado tan deficiente en la contingencia que el gobierno ha echado mano de las camas y de los servicios de terapia de los establecimientos privados. Los test que inicialmente fueron concentrados exclusivamente en el Instituto Malbrán, debieron abrirse a los sanatorios privados, que tardan apenas unas horas en lugar de los varios días que le insumen a aquél.
Paralizados y adoctrinados por la línea que bajan los medios de comunicación, la sociedad ha entrado en una neurosis colectiva que la clase política sabe aprovechar con un “todo vale” que pulveriza nuestras libertades constitucionales en aras de un confinamiento masivo, que podría volverse eterno y muy contraproducente.