Peronismo y pandemia. El análisis de The Economist sobre la situación argentina

LA NACIÓN – Hasta hace poco los asesores del presidente argentino, Alberto Fernández, citaban el viejo dicho de que las crisis traen oportunidades. Habiendo llegado al cargo en diciembre, Fernández, enfrenta dos calamidades, de las que nadie puede culparlo: una recesión profunda, heredada de su predecesor, Mauricio Macri, y la pandemia por coronavirus.

En lo que va de su Gobierno, los argentinos consideran que el presidente ha estado a la altura de la situación. Cuando asumió elevó los impuestos, congeló las jubilaciones y los salarios para estabilizar las finanzas públicas. Desde que surgió el brote de coronavirus en el país cerró las fronteras, empresas y la mayor parte del transporte por decreto el pasado 12 de marzo. La gente que viola la cuarentena, lo hace a expensas de pagar multas económicas y hasta quedar detenido. En otras palabras, Fernández actuó temprano.

La cuarentena, hasta ahora está dando buenos resultados en el país. Al 23 de abril, la Argentina tenía 3288 casos confirmados por coronavirus y 159 muertos. Muchos menos que en España, que tiene aproximadamente la misma cantidad de habitantes (aunque esto puede ser una subestimación).

Por las decisiones que tomó tanto él como su gabinete, el nivel de aprobación de Fernández está por las nubes: una reciente encuesta de Poliarquía lo ubica con el 81%. “Antes no pensaba en él como un líder. Ahora sí”, dice Gabriel Mas, un trabajador agrícola.

Tanto Fernández como el país que encabeza, están entrando en una fase peligrosa: la presión para atenuar la cuarentena está creciendo antes de que la pandemia llegue a su pico. El Gobierno está haciendo una jugada para sostener la economía que puede terminar debilitándola aún más. Si tuviera éxito, se consolidaría su presidencia e iluminaría el futuro de su movimiento político, el peronismo. Sin embargo, el fracaso podría ser desastroso para ambos. “¿Será el creador de una nueva hegemonía política o el autor de caos social si provoca un desastre económico?”, preguntaba Jorge Fontevecchia, un zar de los medios, en una columna periodística.

En los últimos días, el ministro de Economía, Martín Guzmán, exigió a los acreedores aceptar nuevos títulos para reemplazar bonos por valor de US$65.000 millones, casi un 40% de la deuda en moneda extranjera. Esto no es un rayo en cielo sereno. Macri había buscado alargar los plazos de pago. Al nombrar a Guzmán, especialista en negociación de la deuda, Fernández dejó en claro que daría mayor prioridad a restaurar el crecimiento que a pagar a los acreedores.

La pandemia aumentó considerablemente lo urgente. Con los ingresos aplastados por la recesión, el Gobierno va camino de un déficit primario, es decir, antes del pago de intereses, de al menos el 4% del PBI este año. En tanto, el Banco Central está emitiendo dinero para mantener al Gobierno andando, lo que trae el riesgo de aumentar la inflación, que ya está en el 50%. En los próximos dos años los vencimientos de pagos de la Argentina de deuda en moneda extranjera son casi tanto como sus reservas en divisas de menos de US$44.000 millones. “La Argentina no puede pagar (a los acreedores). A ninguno, en este momento”, dice Guzmán. Y hasta ahora los tenedores de bonos no se compadecen. La demanda de la Argentina “no representa el producto de negociaciones en buena fe”, se quejó un grupo que tiene alrededor del 16% de la deuda.

El clima en la Casa Rosada, el palacio presidencial, es severo. La Argentina podría estar camino de su noveno default. “Entre la pandemia y la deuda, ahora quizás el default, parece un doble perjuicio”, dice un asesor presidencial. Las consecuencias de un default serían terribles.

El PBI presionado por el bloqueo de la cuarentena, se reduciría a más del 5,7% pronosticado por el FMI para este año y el peso se hundiría y elevaría aún más la inflación. El desempleo y la pobreza también se irían por las nubes, pese a que existe una gran una historia de defaults en el país. “Incluso nosotros podemos no advertir lo que se viene: un hundimiento económico y conmoción social, junto con la pandemia”, alerta Sergio Berensztein, un analista político.

El Gobierno también quiere darle el máximo de alivio a los tenedores de bonos sin provocar un desastre. Guzmán busca un modesto “recorte” de 5,4% sobre el capital (lo que ahorraría al Gobierno US$3600 millones) y un recorte dramático del 62% del pago de intereses. Estos pagos comenzarían siendo bajos, a tan sólo el 0,5% y tarde, comenzando en 2023, cuando hay una elección. Llegarían a un pico en 2029 a menos del 5%. Bajo este plan, el Gobierno se ahorraría US$37.900 millones en su cuenta de intereses.

La ausencia siquiera de un pago simbólico hasta mayo de 2023, endurecerá la resistencia de los acreedores. Sin perspectivas del ingreso de dinero, podrían pasarse los próximos tres años haciendo lobby y litigios en busca de un mejor acuerdo. Hasta ahora s e quejan de que el Gobierno ha tardado en dar a conocer su estrategia para el pago de la deuda que quedaría. Y los planes que dieron a conocer hasta ahora, no dan cuenta de los efectos del coronavirus. “Si usted es un acreedor al que le dicen que espere tres años, necesita conocer el plan”, dice una fuente cercana tanto a los inversores como al Gobierno.

Hay poco tiempo para resolver la pelea. El equipo de Fernández puso un límite de 20 días a las negociaciones. Pero el verdadero plazo es hasta el 22 de mayo, el fin de un periodo de gracia de 30 días por un pago de US$500 millones incumplidos. “Hay reconocimiento de que es mucho más probable que haya default a que no”, señala el asesor presidencial.

Los experimentados de negociaciones pasadas mantienen las esperanzas de un acuerdo. La oferta argentina preserva gran parte del valor nominal de la deuda. Puede haber margen de maniobra en el cronograma de repago. Por ejemplo, el precio de los bonos existentes del Argentina se elevó después de que hiciera su propuesta, señal de que la oferta es más atractiva de lo que esperaban los inversores. Los negociadores oficiales están “llevando las cosas al borde del precipicio, como deben, para recordar a todos que el default es un desastre para todos”, dice un ex ministro de finanzas.

Fernández también se coloca al borde del abismo en su batalla con la pandemia. “La cuarentena, el distanciamiento social, se extenderá más allá de abril”, asegura Pedro Cahn, un epidemiólogo del Gobierno. Incluso así “tendremos que esperar muchos más casos y muchas más muertes”, añade.

Los trabajadores de hospitales privados dicen que las cifras bajas de casos y fatalidades por coronavirus, reflejan que se están haciendo pocos testeos y temen “pérdidas dramáticas de vida” cuando el virus llegue a su pico, que puede ocurrir a comienzos de junio, en los barrios pobres que rodean a Buenos Aires y otras ciudades.

El presidente Fernández está tratando de proteger a los argentinos pobres de las consecuencias de la cuarentena, en parte, con los impuestos a los ricos. A través del Gobierno se están haciendo ayudas a la población, mediante el pago de bonificaciones a los trabajadores informales, personas que trabajan en la salud, la Policía y personal de supermercados. También se implementó un nuevo congelamiento a los precios de los alimentos y provisiones médicas.

En los próximos días, el Congreso podría convocar a las cámaras para votar un impuesto a los activos de argentinos en el mundo. El impuesto “patriótico matará a la gallina que pone los huevos para la futura recuperación”, considera Aldo Abram, un economista.

La recesión preexistente hace que el balance entre la salud pública y el crecimiento económico sea aún más doloroso que para la mayoría de los países.

En lo que va de la cuarentena administrada, Fernández permitió que se reabran organizaciones de 11 sectores, incluyendo industrias de exportación y refugios para víctimas de violencia doméstica. También es probable que evite una rápida vuelta a la normalidad como la que propone el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, que le resta importancia al coronavirus. El presidente Fernández sabe que la pandemia es más despiadada que los acreedores de la Argentina.

Fuente: The Economist. Traducción de Gabriel Zadunaisky