Por Cástor López
Estamos nuevamente, como hace alrededor de 2 décadas, ante una ya inevitable y muy grave caída de nuestro PIB; que resultará incluso superior a la ocurrida entonces. Por, cuanto menos, 2 importantes diferencias. La 1a, se han unido a nuestras históricas y conocidas cíclicas causas endogenas (los continuos y elevados déficit fiscales financiados con excesos de emisión monetaria y/o de deuda pública) los negativos efectos económicos de una extensa cuarentena, auto activada como una casi única respuesta sanitaria a la pandemia del virus covid-19, a cuyos resultados los conoceremos solamente una vez superada la muy penosa contingencia biológica. La 2a, no nos espera, como en el 2003, un ciclo económico externo muy favorable de altos precios relativos de nuestros productos exportables de alimentos agropecuarios, de energía o de minería.
Son las pocas certezas que disponemos; no resultan agradables pero son relativamente valiosas en los actuales contextos globales de elevadas y numerosas incertidumbres que se enfrentan. En ese marco, llama la atención y preocupa en extremo que el principal mensaje político continúe siendo únicamente el de ir por “más equidad”. Sin reparar que fue con ese exclusivo y elogiable objetivo, con el que llegamos a donde hoy estamos. Nuestra distribución del ingreso nacional continúa siendo similar, sino incluso peor según el riguroso índice de Gini, a la que disponíamos en 1983. Más aún, los ejercicios realizados de la estimación de la equidad antes de los impuestos y del gasto público y de la que se obtiene después de aplicados ambos, resultan muy semejantes, demostrando la grave inconsistencia de las políticas practicadas con el objetivo planteado.
Pero además, estas políticas públicas fallidas en términos de la equidad declamada, han resultado simultáneamente muy onerosas, como era de esperar, en los términos de la eficiencia necesaria para otro de los grandes objetivos permanentes de una nación: su crecimiento económico. Histórica y equivocadamente se ha asumido que en nuestro país “el crecimiento económico está siempre dado”. Y así, se ha naturalizado, como un muy redituable activo político, a los continuos incrementos del gasto público en la asistencia estatal, siempre con “filtraciones”, a una también creciente población en situación de pobreza. La cual, a su vez, penosamente dependiente y atrapada en ella, le daba el sustento electoral necesario a ese falaz mensaje político, el mismo que hoy interpela dramáticamente a los resultados de nuestra democracia, ya con casi 4 décadas de ejercicio.
Ese mensaje político proviene de la equivocada hipótesis que una “inagotable riqueza argentina” reposa en nuestras feraces tierras, en una especie irreal de “infinitos yacimientos de alimentos, de energía o mineros”; todos extraibles sin la necesidad del financiamiento de las inversiones previas de alto riesgo, de la incorporación de trabajo y de la preservación de la continuidad en el largo plazo de las imprescindibles condiciones de competitividad internacional, por sus características de exportables. Para la mayoría de la clase política doméstica solo se trata de “tareas extractivas”, de una “muy elevada renta económica”, a la que es necesario gravar, hasta los límites legales mismos de la confiscación, para únicamente repartir, haciendo trizas a todos los incentivos a ahorrar, a invertir, a trabajar, a producir, a comercializar y a exportar. Solamente el consumo interno, y solo en el presente, es el válido.
Resulta muy triste recordar que ingresamos, en un contexto político y económico muy complejo, a nuestro más extenso periodo continuo de régimen democrático de nuestra historia institucional, con un desempleo del orden del 5% de la población económicamente activa y una pobreza de alrededor del 11% de la población total. A nuestro primer tramo 1983-1989 lo recorrimos con una tasa promedio anual per capita de decrecimiento económico del -2%. Desembocamos en una traumática hiperinflación, que llevó la pobreza a un 42%. Transitamos luego el periodo 1992-1998 a una tasa media de crecimiento económico anual por habitante de poco más del +4%, pero solo pudimos reducir la pobreza a un 20%. Una nueva recesión y una abrupta caída de -12% del PIB en el 2001, incremento nuevamente la pobreza, esta vez al 54% de la población y nos retrotrajo el PIB por habitante al mismo nivel de más de 10 años atrás.
Una “serendipia”: el encontrar lo que no buscábamos, pero que necesitábamos, fue el referido ciclo exógeno de precios muy favorables de nuestras exportaciones, que nos llevó a un periodo 2003-2009 de crecimiento económico anual promedio por habitante superior al +6%, pero transformando a todo ingreso extraordinario en inmediato consumo corriente. Con el que nuevamente disminuimos a la pobreza, pero ahora solamente a alrededor del 30% de la población; confirmando que, luego de cada nueva crisis, con cada recuperación económica alcanzamos nuevos “pisos” de pobreza, ya estructural, pero siempre cada vez más altos que los anteriores. Desde el 2010 transitamos la última década con una elevada volatilidad del PIB, sin un crecimiento económico neto y con nuestro actual PIB por habitante muy próximo a resultar inferior al registrado unos 10 años atrás.
Nuestros problemas ya no son los de nuestra región. Disponemos del mismo PIB por habitante de cuando ingresamos al siglo XXI, mientras que Peru lo duplicó, Chile y Uruguay lo incrementaron en un +70% y Brasil en un +30% desde entonces. La persistencia en el error nos llevó a la situación que se conoce como “la trampa de estancamiento económico”: un muy elevado gasto público que destina 3/4 partes a sueldos, jubilaciones y subsidios, dejando al estado sin margen para ser un agente de reactivación económica y, simultáneamente, un sector privado agobiado por una alta presión fiscal, con más de 1/3 de los numerosos impuestos absolutamente distorsivos, que desalientan al ahorro, a la inversión, al empleo, a la producción, a las ventas y al comercio exterior, lo que lo deja sin una renta suficiente para constituirse como un “motor” de reactivación.
Así, se ha generado un estado solo “gerenciador de la pobreza”, con el que a lo único que podemos aspirar es a la penosa ilusión de hacer sustentable a nuestro subdesarrollo. Desde 1983 nuestra inversión disminuyó del 25% al 15% del PIB: 10 puntos porcentuales que se trasladaron al consumo. También cayó la inversión externa. De ser el país receptor del 20% de la inversión extranjera en Latinoamérica pasamos a recibir menos del 4%. Además, cerramos a la economía, nuestro comercio exterior resulta inferior al 30% del PIB, mientras que en Uruguay significa el 40% y en Chile el 50%. Disponemos de acuerdos comerciales solo con menos del 10% del PIB mundial, en tanto Chile lo tiene con el 85% y Colombia con el 70% del PIB global.
En nuestra democracia no supimos construir lo que resulta cada vez más relevante: los consensos básicos mínimos acerca del significado del progreso económico y de la prosperidad compartida; sin destruir los valores que se deben preservar y sin desarrollar la suficiente confianza interna mutua necesaria. Además de la capacidad de trabajar en equipos y de volver a tener las necesarias ansias de protagonizar un liderazgo regional. Incluso renegamos de todos y de cada uno de esos objetivos, con la penosa y consistente consecuencia de un estado de mediocridad que ya nos abruma, pero que simultáneamente, parece apasionarnos. Pese a todo ello, la esperanza de un re encauzamiento hacia un sendero de progreso económico debe continuar viva y latente.