¿Por qué el presidencialismo solo funciona en EE.UU.?

Por Carlos Manfroni para LA NACIÓN

Todo parecía indicar que funcionaría. Habíamos adoptado la forma de la primera democracia del mundo moderno, bajo la cual trece colonias pujantes se unieron y progresaron hasta llevar a su nación a convertirse en la principal potencia del planeta. Y lo nuestro funcionó por un tiempo. o eso suponíamos. Lo creíamos, como acostumbramos a creer demasiadas cosas cuando la economía nos muestra su mejor cara o, al menos, se la muestra al número suficiente de personas con capacidad para determinar las decisiones.

¿Y por qué no? Un régimen federal con una presidencia fuerte, a medida de nosotros, siempre tan enamorados de un poder concentrado contra el que después invariablemente terminamos maldiciendo; un Congreso con dos cámaras que nos garantiza la apariencia de representación y un Poder Judicial con libertad e independencia; tanta libertad e independencia como para ser capaz, en nuestro caso, de decidir algo en un asunto y lo contrario en una causa idéntica.

A esta altura y desde hace tiempo parece difícil negar que algo salió mal. Y no solo aquí, sino en la mayoría de los países de América Latina, donde una y otra vez se alternaron gobiernos demagogos y revolucionarios con dictaduras militares, corrupción, pobreza, expoliación a los sectores productivos, proyectos disparatados

¿Qué podría haber fallado? Porque a esta altura y desde hace tiempo parece difícil negar que algo salió mal. Y no solo aquí, sino en la mayoría de los países de América Latina, donde una y otra vez se alternaron gobiernos demagogos y revolucionarios con dictaduras militares, corrupción, pobreza, expoliación a los sectores productivos, proyectos disparatados; todo ante la pasividad de sociedades que contemplan el saqueo como un triste y aburrido espectáculo.

Una constitución es el esqueleto, pero la identidad por la cual nos reconocemos está en la carne que reviste los huesos y el espíritu de cada uno de quienes formamos una nación.

La historia y la experiencia indican que el cuerpo de nuestras instituciones creció de una manera diferente. En nuestros países contamos con una rama ejecutiva poderosa, con presidentes que pueden decidir hasta los detalles del funcionamiento del gobierno. En los Estados Unidos, un presidente tiene, proporcionalmente, mucho menos margen interno. La mayor parte de los asuntos domésticos están manejados por decenas de agencias independientes cuyos directores son nombrados con acuerdo del Senado por cinco años, reelegibles por otros cinco, y no pueden ser removidos salvo en caso de mala conducta demostrada y mediante un procedimiento complejo.

Hay agencias para controlar la ética en el gobierno, cuidar la calidad de los alimentos, regular la aeronavegación, auditar la calidad de los medicamentos, impulsar la navegación espacial, preservar el medio ambiente, patrullar las fronteras, manejar la inteligencia exterior, perseguir los crímenes federales, luchar contra el narcotráfico, brindar seguridad a las embajadas, proteger a los funcionarios denunciantes de actos de corrupción, regular los sistemas de comunicación, vigilar la transparencia de las elecciones. Hay más de sesenta agencias en la órbita del Ejecutivo. La mayoría emite resoluciones sin intervención del presidente; pero también cada una tiene asignado un inspector general que reporta al Congreso. El mandato de cinco años de sus directores trasciende necesariamente el período presidencial y el manejo de esos cuerpos prescinde de la política.

Stephen Potts, director de la Oficina de Ética Gubernamental en los 90, había sido designado por el republicano George Bush (padre) y nombrado para un nuevo período por el demócrata Bill Clinton.

Los diputados, por su lado, no son elegidos en una lista sábana, esa larga nómina aglutinada por un partido. Todo el territorio está dividido en pequeños distritos, cada uno de los cuales vota por su diputado. Ese sistema relativiza la influencia del partido sobre el representante del distrito y obliga al político a responder a sus electores antes que a su fuerza. Por eso se ven a veces diputados demócratas votando con los republicanos y republicanos votando con los demócratas. Reciben cartas, mails, observan las redes sociales, hacen encuestas y suelen conocer lo que sus electores quieren.

En 1996, Newt Gingrich era presidente de la Cámara de Representantes y jefe del bloque Republicano. Fue penalizado por una falta ética insignificante para nuestros parámetros: pronunció unas frases con contenido proselitista durante un curso que estaba patrocinado por una fundación libre de impuestos. La cámara le aplicó una multa de 300.000 dólares en una votación de 395 votos contra 28. Los republicanos tenían mayoría, pero si se hubieran solidarizado con su jefe habrían corrido el riesgo de no ser reelegidos por su público. Otro senador lo ayudó a pagar la multa, porque Gingrich no contaba con ese dinero. Tampoco el partido lo subsidió.

Pensilvania, por ejemplo, es un estado predominantemente demócrata, pero en materia de armas suele votar contra el control, junto con los republicanos, porque su pueblo así se lo demanda.

En cuanto a los jueces, están limitados fundamentalmente por la jurisprudencia; obligados a dictar sus sentencias en el mismo sentido en que lo haya hecho otro juez de la misma jurisdicción en un caso similar. Los abogados estudian los fallos antes que la ley y los jueces deben elaborar muy equilibradamente sus decisiones, porque cuando sientan un precedente original se están obligando a sí mismos y a otros por años. Es el caso de quien troza una torta y no es el que reparte. Debe cortar las porciones tan parejas como sea posible, porque de lo contrario podría tocarle en suerte comer la más chica. Así se asegura la equidad.

Por otro lado, cualquier ciudadano puede litigar para recuperar lo que el gobierno haya pagado en exceso por corrupción y, si tiene éxito, recibe una participación de los fondos recobrados.

El espíritu del habitante medio de los Estados Unidos está impregnado de desconfianza hacia el poder político; una desconfianza tal que obligó a James Madison a insertar en la Constitución la segunda enmienda, que reconoce a los ciudadanos el derecho a tener y portar armas, algo extraño para la mayoría de los países que, a diferencia de Estados Unidos, se fundaron y expandieron con el armamento de los gobiernos.

En 2002, el Proyecto Argentina, elaborado en el Centro de Estudios Americanos por un grupo de personalidades de diferentes sectores que se reunieron aquí durante numerosas jornadas para hacer una propuesta frente a la grave crisis que atravesaba el país, recomendó adoptar el sistema parlamentario. Quienes en el grupo alentaron esa salida tuvieron en mente la confrontación que se produce en el presidencialismo porque el ganador de las elecciones obtiene el dominio completo del Poder Ejecutivo y el perdedor carece de toda injerencia en la administración.

Debido a que en el parlamentarismo los legisladores de diferentes partidos pueden ocupar distintos ministerios, existe una distribución más equilibrada del poder y una mayor disposición al consenso aunque, por eso mismo, una dificultad importante para el control.

Aristóteles enseñó que es el alma la que da forma, identidad al cuerpo y no al revés. Los ciudadanos de los Estados Unidos no son republicanos porque tienen un gobierno descentralizado; tienen una democracia controlada gracias a su espíritu intolerante respecto de cualquier amenaza a sus libertades.

Fue durante la república -y no con un emperador- cuando Roma adquirió su grandeza.