La reforma agraria perjudica a los más pobres

Presidente del Consejo Académico en

Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.

 

LA NACIÓNHay temas, se piensa, que no es necesario reiterar, pero en el caso argentino la monotonía aparece como lo más atractivo, por lo que debe volverse a la carga aunque resulte tediosa la repetición. En este caso se trata de la reforma agraria, una política de los años cuarenta, una antigüedad fracasada que vuelve a irrumpir como si fuera una novedad y curiosamente con apoyos de quienes aparentan seriedad.

Lo primero es tener en cuenta que toda política que implique derroche afecta a todos, pero de modo muy especial a los más necesitados, puesto que inevitablemente contrae salarios e ingresos en términos reales. Estos dependen del volumen de inversiones que naturalmente hacen de apoyo logístico para aumentar el rendimiento del trabajo. Esta es la única explicación por la que el nivel de vida resulta más atractivo en unos países respecto de otros: los marcos institucionales que respetan derechos a los efectos de incentivar las tasas de capitalización. En el extremo, no es lo mismo arar con las uñas que hacerlo con un tractor, no es lo mismo intentar la pesca a cascotazos que con una red de pescar.

Como es sabido, en el planeta Tierra hay muchos recursos que se encuentran inexplotados: marítimos, mineros, forestales y extensiones territoriales varias. Esto es así porque los factores de producción son escasos y no puede explotarse todo simultáneamente. Deben establecerse prioridades. Y solo hay dos maneras de decidir qué explotar y qué dejar inexplorado: libre y voluntariamente la gente a través del plebiscito diario del mercado con sus compras y abstenciones de comprar, o los megalómanos instalados y respaldados en los aparatos estatales que recurren a la violencia. En este contexto, los respectivos patrimonios no son irrevocables, van aumentando o disminuyendo según se atiendan o desatiendan las demandas de sus congéneres. Los comerciantes (agricultores en este caso) que dan en la tecla con los requerimientos del prójimo obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos. Este cuadro de situación es abiertamente opuesto a quienes la juegan de comerciantes pero se alían con el poder político para succionar a sus semejantes sobre la base de privilegios y prebendas de diversa naturaleza.

Por supuesto que allí donde ha habido irregularidades en el establecimiento de títulos de propiedad es la Justicia la que debe proceder al efecto de enmendar la irregularidad, pero dar rienda suelta al capricho de políticos y sus secuaces para arrebatar propiedades legítimamente establecidas no solo constituye un arbitrariedad mayúscula, sino que, como queda dicho, perjudica a todos, pero muy especialmente a los más necesitados, por las razones antes apuntadas.

Es increíble que a esta altura de los acontecimientos se insista en reformas agrarias luego de comprobar las catástrofes monumentales de esos experimentos liderados por la Unión Soviética, Camboya, Uganda, Cuba, Corea del Norte, Venezuela y demás experiencias aterradoras que condujeron y conducen a las hambrunas más espeluznantes.

Curiosamente, muchos de los partidarios de esta medida expropiatoria niegan el derecho de propiedad, sin embargo se apresuran a registrarla a nombre de los usurpadores. Esto va especial aunque no exclusivamente para los mal llamados “pueblos originarios”, que, como es sabido, son en verdad inmigrantes originarios, ya que todos los humanos provenimos del continente africano y los que han llegado primero a las regiones americanas lo han hecho por el Estrecho de Bering cuando las aguas estaban bajas.

Tal vez en el medio argentino los mayores exponentes de esta política confiscatoria sean el papa Francisco, que ha exhibido nuevamente su palmario desconocimiento del significado de la institución de la propiedad privada en su última encíclica, a la que ya me he referido en detalle, y su amigo Juan Grabois, que entre otras acciones ha coordinado avasallamientos en sonados e inauditos casos recientes, en medio de reiteradas declaraciones sobre la necesidad de la aludida reforma agraria. Y no me estoy circunscribiendo a los fantoches cultivadores de supuestas huertas que solo pueden enterrar perejiles bajo la sombra de eucaliptus que matan con la sombra y la succión de agua y nutrientes.

Con total desconocimiento de la realidad social, se dice que todos los humanos tienen derecho sobre la Tierra por el solo hecho de haber nacido. Si ese fuera el caso, si todos tuvieran derecho sobre la Tierra, si fuera de todos en verdad no sería de nadie y necesariamente mal utilizada, puesto que los incentivos de administrar lo propio resultan completamente distintos de aquellos de lo que teóricamente pertenece a todos, tal como revela reiteradamente la experiencia cotidiana. El fin y el propósito de la sociedad abierta se basan en el respeto recíproco, por lo que cada uno sigue su camino sin lesionar derechos de terceros.

En este plano de análisis hay quienes siguen a Henry George, sosteniendo que las cargas fiscales deben concentrarse en la propiedad de la tierra, ya que argumentan que el valor de esta crece con el tiempo cuando se incrementa la población “sin que tenga mérito alguno el propietario”, lo cual -la tesis de la “renta inmerecida”- desconoce que esto se aplica a todos nuestros ingresos que son fruto de las tasas de capitalización que generan otros; también con el lenguaje que de hecho existía antes de nuestro nacimiento, lo mismo con las diversas instituciones y demás externalidades positivas. La renta de la tierra y nuestros ingresos son consecuencia principal del modo en que se asignan recursos y la productividad en línea con las preferencias de terceros que si el titular desatiende no podrá retener el bien.

Los fundamentos del derecho de propiedad se han ido solidificando a través del tiempo con innumerables contribuciones, originalmente con los trabajos notables de John Locke, quien fundamenta el origen de la propiedad que parte del derecho de cada cual sobre sí mismo y se extiende a lo que obtiene lícitamente, el derecho a la vida supone el de mantenerlo sin lesionar derechos de terceros. Esto fue afinado por Robert Nozick y, sobre todo, Israel Kirzner, con una mirada que introduce el ingrediente del descubrimiento de un valor por parte del propietario original expresado por medio de signos por el que les resulte claro a terceros quién descubrió ese valor del cual se apropia sin que haya tenido propietarios anteriores.

También se suele patrocinar la reforma agraria sobre la base de la denominada sobrepoblación y el supuesto deterioro del derecho de propiedad como institución que no serviría para alimentar a muchos que serían excluidos del mercado. A contracorriente de esta conclusión, Thomas Sowell apunta que la sobrepoblación malthusiana no es tal e ilustra su contrafáctico al señalar que en los setenta (cuando publicó su estudio) toda la población del planeta hubiera cabido solo en el estado de Texas con 670 metros cuadrados por familia tipo de cuatro personas y que Manhattan tiene la misma densidad poblacional que Calcuta y lo mismo va para Somalia respecto de Estados Unidos. Estas conclusiones son al efecto de destacar que el problema no es la población, sino la calidad de los marcos institucionales, precisamente debido a la insuficiencia de asignación de derechos de propiedad demolidos por la reforma agraria.