Los méritos, los ricos, los vivos y los tontos

Consejero Académico en Fundación Libertad y Progreso

Consejero Académico de Libertad y Progreso. Investigador de anti corrupción y estafas

LA NACIÓN – “En un barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es solo plata y no amores”. Esa fue la leyenda que encontró la policía cuando consiguió entrar en el banco de la localidad de San Isidro que sufrió, en sus cajas de seguridad, lo que se denominó “el robo del siglo”, un desvalijamiento general del que este mes se cumplieron quince años.

Así parece estar el presidente Alberto Fernández, sin armas ni rencores en un gobierno de ricos, y no precisamente por sus amores; al menos de acuerdo con sus declaraciones de hace no mucho tiempo respecto de lo que fue el verdadero robo del siglo.

Un gobierno de ricos que gobierna para los ricos, que son ellos mismos. Son los “ricachones” que no molestan a Juan Grabois ni a Luis D’Elía, los que tienen la plata que ellos no odian.

Al autor de la frase “esto con Néstor no pasaba”, famosa de tan repetida en los canales a los que acudía el exjefe de Gabinete del matrimonio virreinal, se le encargó esta vez el trabajo sucio.

La primera encomienda de esa lista de deseos es la impunidad de todos los encausados por corrupción, para lo cual no debe ahorrar en gastos, incluyendo -si se pudiera- el desplazamiento o la neutralización de los jueces de la Corte Suprema que ellos mismos designaron después de haber desplazado de un plumazo a los miembros de la anterior.

La tarea no puede ser cumplida de cualquier manera, sutilmente o en silencio, por ejemplo. El odio de los mandantes exige, además de la venganza contra los enemigos, la humillación de los que alguna vez desertaron de sus filas. Por eso el Presidente debe contradecir, de manera burda y ostensible, todas y cada una las declaraciones públicas con las que poco tiempo atrás había censurado las principales acciones del gobierno del que acababa de salir. Un día el memorando con Irán pasaría a ser una solución para la Justicia; más tarde resultaría que el fiscal Alberto Nisman se había suicidado; en otra oportunidad el gremialista Hugo Moyano se convertiría en un dirigente ejemplar a quien injustamente casi nadie reconoce; otra vez, la ciudad donde vivió a gusto durante años en su barrio más costoso lo avergonzaría a causa de su opulencia, y, como siempre, los culpables serían los medios de comunicación, por los cuales poco antes había hecho un verdadero rally para sentenciar que las acciones de su exjefa eran deplorables.

La desmentida debe ser burda, sin escrúpulos, sin que quede una salida o una duda que permita salvar el honor de la palabra. Ese es el estilo del kirchnerismo. Difícilmente podía ignorarlo quien lo había visto desde adentro.

En un cuento titulado “El ilustre amor”, Manuel Mujica Lainez fantasea la historia de una mujer soltera y subestimada hasta por su familia, quien nunca había salido de su casa, pero se ganó el respeto de todos por llorar desconsoladamente en medio del sepelio del virrey Melo, a quien no conocía.

El titular del Poder Ejecutivo imagina que obtendrá la indulgencia de los camporistas por llorar por la suerte de la vicepresidenta, a quien sí conoce. Y esto con el perdón de Pedro Melo de Portugal, quien hizo un buen gobierno en el virreinato del Río de la Plata, ya que además de su empeño en asegurar las fronteras, fue uno de los que impulsaron el empedrado de Buenos Aires, donde hasta hoy está sepultado. ¿Habrá comenzado entonces la opulencia de la ciudad? Con opulencia y todo, un día llegó la peste (el Covid-19, en este caso) y, con ella, la oportunidad de fortalecer la imagen presidencial. O al menos ese era el sueño.

Pero a alguien se le ocurrió que, junto con la libertad de los sospechosos de siempre, había que impulsar la de miles de detenidos por las más diversas causas, incluidos los delitos contra la integridad física y sexual de las personas. De ese modo, la vergüenza sería completa y el enojo, mayúsculo. ¿En qué oídos sonó más fuerte el ruido de las cacerolas?

En política, quien actúa sobreactúa. Y así es como también se dispuso la expropiación de una empresa de cereales. ¿Quién no podría imaginar que la mayoría silenciosa no vería en aquellas acciones el aprovechamiento de su propio encierro? Ya no hubo fecha patria que no convocara a los ciudadanos a las calles a pedir un poco de dignidad.

“Me equivoqué, creí que iban a salir a festejar”, se excusó el Presidente cuando revocó su propia medida, como si ese fuera un argumento para impulsar una expropiación. Pero la gente efectivamente había salido a festejar; a festejar la autonomía de su voluntad frente a la explotación fraudulenta del encierro.

Y sobre el final de un año negro, la negociación con la muerte. La explotación de un funeral multitudinario en la Casa de Gobierno, la muchedumbre descontrolada y apretujada en el lugar menos adecuado para semejante convocatoria y el absurdo espectáculo de un presidente empuñando un megáfono para dar directivas previsiblemente inútiles.

Después, el aborto, una ley que ni siquiera la expresidenta quiso que se sancionara cuando gobernaba (es decir, cuando gobernaba como tal), pero que el actual mandatario quiso colgarse como una cucarda verde y demostrar que les ganaba en progresismo a sus mentores, entre otros motivos que probablemente nunca queden a la vista. Todo en tiempo navideño y poco después de haber recibido ayuda del Vaticano para la negociación con el FMI. Un modelo de gratitud que sin duda le será reconocido al primer mandatario hasta por el más pequeño de los monaguillos.

Tras ello, las oscuras negociaciones con vacunas de dudosas pruebas, las aceleradas gestiones para otorgarles prioridad y el tono ridículamente épico infundido a los viajes de transporte de los frascos. Si esas vacunas llegaran eventualmente a provocar un daño a la salud de un número significativo de personas, no serán los más amigos de los antiguos países del este en el gobierno quienes quedarán expuestos.

Hoy parece que transcurrió una eternidad desde que el candidato Alberto Fernández pudo atraer en su campaña a una parte de la clase media con el risueño lema: “Volveremos para ser mejores”. Y sí, hay gente que siempre puede mejorar en ciertos hábitos. Y como el hábito no hace al monje, esta vez nadie va a arrojar bolsos en un convento.

La directiva vicepresidencial es hoy asfixiar al sistema de salud privado. Cuando la clase media dependa hasta en su vida del Gobierno, el escenario estará casi preparado para correr a los actores de reparto y representar la tragedia venezolana.

Mientras tanto, en un esfuerzo por demostrar su ortodoxia setentista, el Presidente habló contra el mérito. Micrófono en mano, ante un auditorio, proclamó que no creía que fuera el mérito lo que nos hace crecer, “porque el más tonto de los ricos tiene muchas más posibilidades que el más inteligente de los pobres”, sentenció.

¿Será así? Si esto es cierto, el ejemplo no parece ser Lázaro Báez, quien progresó rápidamente desde su posición de empleado bancario hasta contar con 1412 propiedades, en buena medida gracias a su amistad con Néstor Kirchner, el presidente “con quien esto no pasaba”, como el propio señor Alberto Fernández decía cuando todavía no se le había ocurrido que podían volver para ser mejores.

Sin embargo, algún fundamento debió tener para lanzar ese apotegma. Habrá que darle crédito. Por algo llegó a presidente.