Alberto Benegas Lynch (h)
Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
EL PAÍS – No es fácil escribir sobre el tema de esta nota dadas las trifulcas que se suceden en nuestro atribulado mundo agudizadas por la pandemia, pero resulta saludable e higiénico abrir un paréntesis para intentar una perspectiva diferente.
El sentido del humor es esencialísimo para la vida, no solo por lo dicho sino por respeto a uno mismo que demanda la debida humildad y también por razones de salud ya que reduce el nivel de hormonas vinculadas al stress, mejora la digestión, aumenta el volumen respiratorio, mejora la circulación de la sangre y potencia los factores inmunológicos. Pero el motivo central es que mejora la calidad de vida con alegría y contrarresta los problemas que a todos nos circundan.
Se dice que hay dos puntos clave para evitar el stress: primero no preocuparse por nimiedades y segundo, tener en la mira que, bien visto, todo es una nimiedad. Esto está bien como chiste pero el sentido del humor no significa para nada frivolidad, es decir aquel que se toma todo con superficialidad y descarta y desestima los temas graves. Es un irresponsable que resulta incómodo para encarar temas que por su naturaleza requieren análisis prudentes y atentos. Tampoco el sentido del humor alude a lo hiriente y agresivo, ni las referencias a temas que no son susceptibles de risa.
Es de interés el experimento de contar en reuniones sociales las estupideces en las que uno incurre, no solo para liberar tensiones sino para observar la reacción de los demás que en general son de dos tipos. Unos se manifiestan sorprendidos en el sentido de que como puede ser que se comentan determinados errores garrafales. Son los amargos de la reunión, los que miran desde arriba los acontecimientos como si ellos fueran incapaces de una equivocación. Es bueno tenerlos en cuenta para no mantener una conversación seria con ellos. Los hay también que se ríen a sus anchas del tropiezo y relatan acontecimientos similares que les han sucedido a ellos. Con estos puede conjeturarse una conversación fértil.
En cuanto a la humildad de la que, como queda dicho, el humor es una manifestación (y muy especialmente bienhechora si incluye la capacidad de reírse de uno mismo), lo cual no debe ser confundido con la falsa humildad que oculta una gran soberbia. “La humildad, siempre que no sea ostentosa” ha sentenciado bien Borges.
Cultivar el sentido del humor no significa que se sea alegremente optimista, más aun el pesimista del presente es en verdad un optimista del futuro porque ve posibilidades de mejorar en un contexto en el que atribuye potencialidades de excelencia para lograr metas. El optimista del presente, en cambio, es un pesimista del futuro porque estima que no es posible mejorar y, por ende, se conforma con lo que sucede. Se puede ser realista y al mismo tiempo tener muy buen sentido del humor.
Platón sostenía en La República que “los guardianes del Estado” debían controlar que la gente no se ría puesto que eso derivaría en desorden (lo mismo sostuvo Calvino). De esta tradición proceden las prohibiciones de mofarse de gobernantes autoritarios. Nada más contundente para gobernantes que se burlen de ellos, por ejemplo, en nuestra época probablemente lo más filoso haya sido la producción cinematográfica El gran dictador de Charles Chaplin para ridiculizar a la bestia de Hitler. Y más recientemente, los chistes en torno a los discursos de Nicolás Maduro con respecto al supuesto consejo bíblico de “la multiplicación de los penes” o aludir a “los millones y millonas” y equivalentes en boca de otros megalómanos. El ridículo es lo que más afecta a las empedernidas burocracias porque consideran que están más allá “del llano” y del error. Los gobernantes suelen adoptar actitudes de estar haciendo cosas sublimes pero lo que no tienen en cuenta es que “entre lo supuestamente sublime y lo ridículo hay solo un paso”.
Muchos han sido los estudios detallados sobre aspectos filosóficos del humor -comenzando por Henri Bergson- pero pocas cosas son más cómicas -tragicómicas- que observar funcionarios gubernamentales con rostros adustos y gestos graves portando gráficos (a veces mentirosos), pontificando acerca de cómo debe el aparato estatal administrar la vida y los bolsillos ajenos, con resultados calamitosos pero adjudicando las culpas a “la especulación”, a “golpes de mercado” y otras gansadas que, según ellos, oscurecen el panorama a pesar de la supuesta sapiencia de las mentalidades estatistas.
Respecto al final de nuestros días, Woody Allen en un arranque de humor negro escribió: “Me gustaría morir como mi padre que se quedó dormido al volante y no como los otros que iban gritando en el automóvil” o también “morirse es igual que dormir pero sin levantarse para hacer pis”.
Cierro este apunte sobre el humor con cuatro chistes (y no tan chistes) de mi profesión como doctor en economía:
“¿Qué tienen que hacer esos hombres con trajes grises en este desfile militar? Son economistas, no sabe el daño de que son capaces”.
“Un economista es quien se hace rico explicando porqué otros son pobres”.
“La economía es el único ejemplo en el que pueden obtenerse premios Nobel por decir cosas opuestas entre si en el mismo acto” (como fue el caso de Hayek y Myrdal).
“¿Porqué Dios creó a los economistas? Porque de esa manera los pronosticadores de meteorología no quedan tan mal parados”.