Alberto Benegas Lynch (h)
Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
LA NACIÓN – Michel Montaigne fue un hombre del Renacimiento, es decir, de la ruptura con el espíritu medieval de aplastamiento a las libertades individuales para subrayar la renovación y fortalecimiento de los valores de la antigüedad clásica en cuanto a la importancia de la persona frente al poder, en otras palabras, al renacer del humanismo. Estudió derecho en Touluse y sus posteriores actividades de juez, consejero, alcalde y parlamentario lo involucraron en trifulcas religiosas y cortesanas que alternaba con sus lecturas y escritos de sus célebres Ensayos que pudo recién finiquitar y publicar en 1588, luego de su retiro.
Fue amigo de Etienne de la Boétie quien escribió en su muy difundido libro titulado Discurso de la servidumbre voluntaria: “Son pues los propios pueblos los que se dejan, o mejor dicho, se hacen encadenar ya que con sólo dejar de servir romperían sus cadenas.” Sin embargo, buena parte de lo que estampó con su notable pluma Montaigne se concentró principalmente en provechosos consejos en el contexto de la vida interior del hombre y desafortunadamente cuando se sale de ese territorio como en el tan citado capítulo 22 de la antedicha obra concluye que en las relaciones sociales “no se saca provecho alguno sin perjuicio para otro.” Esto en la moderna teoría de los juegos se denomina suma cero y fue por lo que Ludwig von Mises en su tratado de economía de 1949 bautizó como “el dogma Montaigne”.
Con razón Michel Montaigne confiesa en ese texto: “Mis conceptos y mi juicio avanzan a tientas, bamboleantes, tropezando y vacilando” una situación que a todos nos envuelve puesto que como ha explicado Karl Popper el conocimiento tiene la característica de la provisionalidad sujeta a refutaciones. Nunca se llega a un punto final, estamos inmersos en un proceso evolutivo de prueba y error.
En otros términos, en el caso que nos ocupa el autor ha dado pie para lo que probablemente sea la equivocación mayor de nuestra época: considerar que la pobreza de unos es debida a la riqueza de otros. A que en toda transacción lo que uno gana es porque otro lo pierde. Está muy instalada la peregrina idea de que lo que a uno le falta es porque a otro le sobra, pero en el mercado libre toda transacción libre y voluntaria inexorablemente significa que ambas partes ganan, por ello es que en los diferentes comercios las dos partes se agradecen luego de la transacción.
Tal vez la razón central de esta visión esté alimentada por el resentimiento y la envidia, a saber, el mirar al exitoso en el mercado libre con desconfianza y enojo. De allí la contradicción de alabar la pobreza por un lado y por otro condenarla (aunque en última instancia todos somos pobres o ricos según con quién nos comparemos).
Para seguir con la terminología de la teoría de los juegos, en el mercado abierto y competitivo la situación es de suma positiva. En cambio, cuando tiene lugar la violencia, sea gubernamental, directa o indirecta a través de aceptar la intimidación sindical o al otorgar mercados cautivos a empresarios prebendarios, hay suma cero, es decir, lo que gana uno lo pierde otro del mismo modo que ocurre cuando se asalta un banco, para no decir nada de los reiterados saqueos de ciertos políticos en funciones.
Es muy frecuente el sostener que si unos tienen “demasiado” no queda para otros. Esto es un completo error. La riqueza no es algo estático. Los recursos naturales de hace siglos eran iguales o mayores aun que los actuales y, sin embargo, en la actualidad la gente en general vive mejor respecto de la época de Montaigne en la que la condición natural eran las hambrunas, las pestes y la miseria (incluso los reyes morían por una infección de muelas). Esta mejora se debe a marcos institucionales que respetan derechos de propiedad, que al destapar la olla de la energía creadora hacen que se multiplique y extienda la riqueza y que el obrero de un país civilizado pueda vivir mejor con posibilidades tales como calefacción, automóvil, agua potable y medios de comunicación y, por cierto, más tiempo de existencia que un príncipe de la antigüedad.
En física se ha visto desde la formulación precaria de Lucrecio pasando por Newton, Lavoisier y Einstein que nada se pierde y todo se transforma. La cuantía de la masa de materia, incluyendo la energía es la misma en el universo pero lo relevante para el aumento de la riqueza no es el incremento de lo material sino su valor. Puede ser que artefactos tales como un teléfono antiguo contengan más materia que un celular moderno pero el servicio de este último y su precio son sustancialmente distintos.
La creación de riqueza es creación de valor en el contexto de un proceso dinámico. En la medida en que el empresario ofrece en el mercado bienes y servicios que la gente prefiere, incrementará su patrimonio y en la medida en que no acierte lo disminuirá. Dejando de lado la lotería, solo hay dos maneras de enriquecerse: sirviendo a los demás o robando a los demás. El primer método es el de la sociedad abierta y los mercados libres, el segundo es el de los regímenes socialistas e intervencionistas en los que el favor oficial establece los patrimonios de los allegados y amigos y condena al resto a la miseria.
Los menos eficientes deben su prosperidad a las tasas de capitalización que generan los más productivos, eventualmente como una consecuencia no buscada pero inexorable pues esa es la razón y la causa de la suba de salarios. Solo por eso es que los ingresos de Alemania son más elevados que los de Uganda, no es porque los alemanes sean más generosos y los ugandeses más avaros, es por la diferente inversión per capita.
No es reclamando que se lesione el derecho de quienes crearon riqueza lícitamente la forma de prosperar, sino contribuyendo a crear el propio patrimonio sirviendo a otros. Hoy resulta en verdad triste el espectáculo que ofrecen debates de candidatos a cargos electivos que reinciden en errores gruesos de tiempo inmemorial que han empobrecido a los pueblos.
Entre nosotros Juan Bautista Alberdi insistía en preguntarse y responderse: “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra.” Y los postulados de los Padres Fundadores en Estados Unidos consideraban fundamental el derecho de propiedad, de responsabilidad individual y de desconfianza del poder gubernamental. James Madison –el padre de la Constitución que los argentinos en su momento tomamos como modelo– escribió en 1792: “El gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad de todo tipo […] Éste es el fin del gobierno, solo un gobierno es justo cuando imparcialmente asegura a todo hombre lo que es suyo”
Cuando los aparatos estatales se inmiscuyen en la propiedad interviniendo en los precios inexorablemente se desdibujan las únicas señales con que cuentan los operadores económicos para asignar los siempre escasos factores productivos y, por tanto, el consiguiente derroche contrae los salarios e ingresos en términos reales.
En otras palabras, el dogma Montaigne ha nublado la visión para adoptar medidas liberalizadoras no solo en el contexto interno del país en cuestión sino también referidas a las falacias tejidas en torno al comercio exterior con lo que se bloquea el mercado cambiario y consecuentemente se distorsionan las importaciones y las exportaciones.