La izquierda, la derecha y la cultura de la cancelación

Consejero Académico en Fundación Libertad y Progreso

Consejero Académico de Libertad y Progreso. Investigador de anti corrupción y estafas

LA NACIÓN – En este mundo, la izquierda se define a sí misma y define a la derecha. Y no solo la define: ha conseguido convertir la palabra “derecha” en un insulto, a costa de repetirla incesantemente con ese sentido.

Imaginemos que, a partir de cierto día, miles de personas repitieran la palabra “periodista” sin un calificativo adicional, pero con una intención claramente agraviante, hasta que todos los que escribimos en un diario nos avergonzáramos de nuestra actividad. Ese mecanismo parece absurdo –y realmente lo es– cuando lo exhibimos en ejemplos como este, pero se trata precisamente de lo que ha ocurrido con la derecha.

Tanto se ha utilizado el término “derecha” en un tono despectivo que la mayoría termina respondiendo: “¡No soy de derecha!” o, con frecuencia, que “izquierda y derecha son categorías anticuadas”.

¿Realmente se trata de una clasificación anticuada? Si existe una izquierda, y respecto de sus características parece haber bastante acuerdo, no resulta irracional que un pensamiento opuesto sea denominado “derecha”.

Lo que es la izquierda lo sabemos todos: una corriente política que propicia una alta intervención del gobierno –al que tuvo éxito en denominar “Estado”, a fin de darle más prestigio– y una mayor homogeneización de la sociedad en todos los órdenes, no solo el económico, con excepción de una casta política que siempre queda afuera y a salvo de ese proceso de regimentación.

Sobre lo que posiblemente no exista acuerdo es acerca del motor anímico que impulsa esas ideologías, que no es otro que el resentimiento, al que la izquierda disfraza de preocupación por los pobres, solidaridad y búsqueda de una mayor igualdad.

La realidad es que esos ideales son valiosos cuando los practica cada uno individualmente a costa de sí mismo y de su propio patrimonio; no con el pellejo y el dinero ajenos. Pero la izquierda consiguió, como los sastres estafadores del rey desnudo, vestirse a sí misma de solidaria, aunque muchos de sus adherentes no se hayan desprendido jamás de una moneda en favor de un pobre.

Tanta fuerza hizo la izquierda para desprestigiar a sus oponentes que consiguió contrarrestar una tendencia muy arraigada en el lenguaje, que le asigna al lado derecho un sentido positivo. Todos sabemos lo que significa: “Lo hizo por derecha” o “lo hizo por izquierda”, en alusión a una acción ejecutada legalmente y otra llevada a cabo irregularmente, clandestinamente. También otras expresiones populares, como: “En eso, te doy la derecha”, que en la jerga es lo mismo que decir “te doy la razón”. Y esto sin contar las imágenes bíblicas sobre los que están a la derecha y los que están a la izquierda el Día del Juicio, o costumbres protocolares milenarias que asignan, hasta hoy, el lugar de la derecha del anfitrión al invitado más importante.

A pesar de esa ancestral valoración del lado derecho en el lenguaje, la izquierda, ese gran aparato de marketing para el enriquecimiento personal, ha logrado identificar ese flanco de los seres humanos con un lugar oscuro. Y no solo eso, sino que además arroja a la derecha todo aquello que no le sirve. De esto se quejó hasta Jean Arel, un nacionalista preconciliar francés que escribió con el pseudónimo de Jean Madiran, al señalar que la izquierda “representa a Hitler, demagogo socialista y revolucionario, como a un hombre de derecha” y que “echa a la derecha al exsocialista Pierre Laval y al exsocialista Mussolini”. El hecho de que esos personajes hayan perseguido a la izquierda (y no solo a la izquierda) no los sitúa a la derecha. En todo caso, se trata de confrontaciones entre corrientes estatistas con distintas visiones del mundo, aunque no demasiado.

Existe una clara incoherencia en los parámetros que se utilizan para evaluar las posiciones en el espectro político. Si el liberalismo –en el sentido en el que lo entendemos en el mundo latino– está a la derecha del socialismo porque demanda una menor intervención del gobierno (o del “Estado”), no se comprende por qué al fascismo, que al contrario del liberalismo es estatista, se lo identifica con la “ultraderecha”. Sobre este aspecto, la izquierda suele argumentar que coloca al fascismo en la ultraderecha por su grado de violencia, pero entonces se están comparando manzanas con naranjas. Se utilizan dos parámetros diferentes para medir las posiciones en una línea recta.

Para completar la inconsistencia, la violencia tampoco es un parámetro para distinguir izquierdas y derechas, de lo cual puede dar testimonio el conjunto de pueblos y naciones que sufrieron las confrontaciones sangrientas del siglo XX, el más brutal de la historia. Y también los que actualmente padecen al socialismo del siglo XXI, como el pueblo venezolano, el nicaragüense y, en la serie de terror que va por su séptima temporada, el cubano.

No ha bastado sin embargo ese terror para que la izquierda perdiera su inmerecido prestigio, su carta de indemnidad, el manto de olvido que cubre sus crímenes. Hemos visto a personajes famosos relatar con satisfacción sus entrevistas con Fidel Castro ante la sonrisa complaciente de sus interlocutores, a pesar de los fusilamientos, de las torturas, de los encarcelamientos políticos, de los encierros de opositores en nichos similares a los de un cementerio durante días, con los cuales el tirano dominaba a su pueblo. Hemos visto a asesinos o miembros de grupos terroristas como panelistas de programas de televisión. A la izquierda se le perdona todo; a la derecha, ni siquiera una palabra equivocada.

Todavía se oculta a las víctimas del terrorismo guerrillero de los 70. Tuvimos un anticipo temprano de lo que hoy conocemos como la cultura de la cancelación.

Hoy ya no es posible encubrir los crímenes de un payaso asesino encaramado en el poder de Venezuela. A diferencia del pueblo cubano, cercado durante décadas, los venezolanos produjeron una diáspora y llevaron a toda América Latina la narración de sus atrocidades. No hubo más remedio que levantar, tardíamente, algunas voces. No cuenta la de apoyo del gobierno argentino, sin tono, afónica y ridícula, carente de entidad propia y semejante a la caricatura de un mal momento. Pero la cultura de la cancelación está vigente. No depende de un gobierno y por eso, precisamente, se la considera una cultura. Reside en la autocensura, en la absurda vergüenza de ser identificado con lo que se denomina la derecha y, sobre todo, en la falta de convocatoria y en el silencio con el que se margina a quienes contradigan los nuevos parámetros culturales de la revolución: indigenismo, feminismo censor y virulento, lenguaje inclusivo, ataque a toda certidumbre que preserve al ser humano de la alienación.

¿Izquierdas y derechas? Puede ser. En todo caso, no hay que temer a las palabras, sobre todo si se han resistido a desaparecer. Pero mejor podríamos hablar de la cultura del resentimiento y de la cultura del esfuerzo. Después de todo, esa confrontación está en el comienzo de la historia, en el relato de Caín y Abel, quien depositó el esfuerzo de su trabajo en su amor a Dios y a la familia, pero fue asesinado por su hermano. Miguel de Unamuno mostró, en su obra literaria, cómo el mundo moderno busca culpar a Abel. Sin embargo, ahora se dieron cuenta de que mejor que la quijada de burro es el silencio.