El desatino del impuesto a las “ganancias inesperadas”

EDITORIAL DE LA NACIÓN – Quienes invierten sus ahorros para producir, comerciar o ejercer una profesión no lo hacen para perder, sino con la expectativa de una renta satisfactoria sobre el capital invertido. Quienes toman esas iniciativas corren riesgos que la sociedad debe valorar y nunca sumarles penalizaciones. Cualquiera puede poner su dinero a interés con muy bajo riesgo, sin necesidad de ningún esfuerzo ni posibilidad de perder, pero de esa forma no contribuiría al crecimiento del país como lo hacen quienes crean y toman riesgo.

Se sabe que, en economía, el futuro es siempre incierto. Está sujeto a acontecimientos aleatorios que pueden jugar tanto a favor como en contra de los resultados empresarios. En la vida real esos altibajos se suelen compensar. Hay ganancias inesperadas que son compensadas en otros momentos por pérdidas también inesperadas. En los sistemas impositivos en general, tiende a desconocerse esa circunstancia. Se gravan las ganancias con inmediatez, a diferencia de las compensaciones por los quebrantos.

La Argentina ya posee un régimen impositivo extremadamente pesado y con un sesgo antiinversor. Según un estudio del Banco Mundial, nuestro país ocupa el segundo lugar, después de las islas Comores, en presión impositiva sobre las empresas. En promedio, los impuestos absorben el 106% de las ganancias empresarias, o sea que trabajan para el Estado. En este contexto, es que surge el proyectado impuesto sobre las “ganancias inesperadas”. Nada se dice de las pérdidas inesperadas. El nuevo tributo sería llovido sobre mojado. Como señalamos ayer, ya se paga el impuesto a las ganancias sin reparar en si son esperadas o inesperadas.

Cabe preguntarse cuánta arbitrariedad habrá para definir cuál ganancia será “inesperada”. Si se lo hace según su monto, se atentará contra las empresas grandes por el simple hecho de serlo

El actual gobierno ha tenido la habilidad, o, si se quiere, el cinismo, de presentar sus proyectos de nuevos impuestos disfrazándolos con algún fin altruista para la recaudación obtenida. Así lo hizo con el impuesto a la riqueza y ahora pretendió en este caso ganar apoyo popular diciendo que destinaría el producido a crear un bono-subsidio a jubilados y sectores carenciados. El viejo y consabido disfraz de Robin Hood. Posteriormente, el ministro Martín Guzmán, tal vez advertido del cinismo, afirmó que en realidad el bono sería pagado “por la inflación”. Sabemos que esa no es una forma de pago, sino de trasladar el costo a quienes dependen de ingresos fijos. Un Robin Hood que también les saca a los pobres.

Es más que probable que este proyecto no pase el tamiz de la constitucionalidad. Pero además contradice toda lógica si lo que se pretende es que se potencie la inversión para salir de la decadencia permanente de nuestro país respecto del resto del mundo. Ya son héroes quienes invierten en una economía con más de un 6% de inflación mensual, un riesgo país superior a 1600 puntos básicos e impuestos confiscatorios como para continuar castigándolos.

Cabe preguntarse cuánta arbitrariedad habrá para definir cuál ganancia será “inesperada”. Si se lo hace según su monto, se atentará contra las empresas grandes por el simple hecho de serlo. Si la referencia fuera el fuerte aumento de los precios del mercado externo, tendría que considerarse también el costo de los insumos que suelen acompañar el movimiento de los productos finales. Por ejemplo, los aumentos en los granos se han visto compensados por los fuertes incrementos en los precios de fertilizantes, combustibles y fletes.

Cualquiera sea el método, este desatinado impuesto será arbitrario, abusivo, distorsivo y desalentador de futuras inversiones. El carácter retroactivo de su aplicación agravaría el hecho y quedaría marcado a fuego en la memoria de los empresarios y analistas cuando tengan que evaluar los riesgos de permanecer en la Argentina.