Economista especializado en Desarrollo Económico, Marketing Estratégico y Mercados Internacionales. Profesor en la Universidad de Belgrano. Miembro de la Red Liberal de América Latina (RELIAL) y Miembro del Instituto de Ética y Economía Política de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
PERFIL – El debate sobre las causas de la declinación argentina es interminable. Una hipótesis posible es que las instituciones que regulan la toma de decisiones son cruciales, para generar los incentivos adecuados para que un país crezca y se desarrolle de manera equilibrada. Hay dos tipos de decisiones que tomamos diariamente. Las que son libres y voluntarias, pero que requieren que se respete la vida, la libertad y la propiedad privada de las personas, son las que llamamos instituciones del mercado. Luego están aquellas que son reguladas por el Estado a través de normas o leyes que son reforzadas por el poder de coacción o amenaza de coacción estatal, por ejemplo, impuestos, contribuciones y normas de todo tipo.
La Constitución de 1853 estableció un sistema de gobierno con pesos y contrapesos que permitieron mayormente restringir la coacción del Estado a normas que aseguraban las libertades de los individuos. Es decir, la actividad del Estado, las leyes y regulaciones estaban en general dirigidas a garantizar la vida, la libertad y la propiedad de cada individuo, asegurando la igualdad de todos los habitantes de la Argentina, sin distinguir entre extranjeros o nativos, y sin ningún tipo de prerrogativas de sangre, títulos de nobleza o privilegios. Las nuevas ideas de los revolucionarios de 1810 avanzaron a los tumbos hasta que quedó firme la Constitución en 1860. A partir de allí, tuvo un vertiginoso éxito, en especial desde la crisis de 1890 hasta la Primera Guerra Mundial. El libre comercio nos colocó entre los primeros lugares del mundo con un agro inigualable y una industria incipiente, pero pujante y un envidiable nivel de educación y progreso de la población.
Pero las instituciones comenzaron a deteriorarse de manera un tanto temprana. Tal vez, todo empezó con la reforma en la educación de Ramos Mejía, que sustituyó la pedagogía de “educar al soberano” en sus derechos, por la de educar al habitante sobre la soberanía nacional y la argentinidad. Esto permitió ir mitigando las ideas de la libertad. La Corte Suprema pareció ir en sintonía olvidando su rol de custodio de la Constitución y comenzó a admitir todo tipo de leyes que restringen las libertades individuales emitidas por el Congreso Nacional. En 1922 respaldó a la ley que congelaba el precio de los alquileres, y avanzaba sobre el derecho de propiedad. En 1927 estableció la Doctrina de Facto, por la cual se aceptaron impuestos inconstitucionales y más tarde aceptó el gobierno surgido por el golpe de Estado de 1930. Ya durante la crisis de esa década se agregó la Doctrina de la Emergencia y desde entonces, la Argentina anda de facto y en emergencia y la Constitución pasó a ser un documento muerto. Perón la reemplaza por completo y, si bien es restablecida luego por la Revolución Libertadora, se le agrega el famoso art. 14 bis, con derechos de la Carta del Lavoro, violando el reaseguro contra el socialismo que había explicado Alberdi en su Sistema Económico y Rentístico. Se agrava más el asunto con la Reforma de 1994, donde por un pacto espurio entre Menem y Alfonsín, se la modifica con el solo objeto de favorecer a la clase política por apetitos personales. La Constitución pierde el interés por la igualdad y se reinstalan las prerrogativas de sangre y los privilegios para los “pueblos originarios”, entre otros desatinos.
Hasta aquí es materia de un debate interminable, pero Martín Krause, consejero académico de Libertad y Progreso, elaboró un índice que intenta resumir la calidad de las instituciones. Se compone de dos subíndices, el primero hace un promedio simple de cuatro indicadores, que miden las instituciones políticas; y el segundo es un promedio simple de otros cuatro indicadores que miden las instituciones de mercado: Rule of law (respeto a la ley) (elaborado por el Banco Mundial); Voz y rendición de cuentas (también del Banco Mundial), hasta 2017 se usó Libertad de Prensa (de Freedom House) que fue discontinuado; Libertad de prensa (de Reporters Sans Fronteres); Percepción de la corrupción (de Transparencia Internacional), Libertad Económica (de Heritage Foundation), Libertad Económica (de Fraser Institute); Haciendo Negocios, del Banco Mundial, Índice de Competitividad Global del Banco Mundial (discontinuado en 2020); Índice de Competitividad Global del Índice International de Derechos de Propiedad (IPRI).
El promedio simple de todos estos indicadores son una manera fácil y representativa que nos permite ver si estamos mejorando o empeorando. El resultado nos permite mostrar la tremenda declinación institucional de la Argentina. Nos encontramos en la segunda mitad de la tabla en el puesto 116 sobre 184 países relevados. Si abrimos los indicadores veremos que luego de estar entre los primeros diez niveles mundiales en el mejor momento de la década del 90, caímos en instituciones políticas al puesto 76 (hay 75 países en mejor posición), aunque todavía tenemos una democracia electoral. Mucho peor estamos en las instituciones de mercado dado que la intervención estatal es exagerada, las 70 mil regulaciones impiden o complican la libre cooperación entre las personas y los impuestos y contribuciones son completamente exagerados, por eso no extraña que nos encontramos en el puesto 142. No estamos entre los países libres, ni moderadamente libres, ni siquiera entre los “moderadamente reprimidos”; Argentina se encuentra en el lote de los países más reprimidos del globo.
En libertades económicas nos encontramos en el puesto 27 entre 32 países de América. Las principales deficiencias se encuentran en la inseguridad sobre el derecho de propiedad; el elevado nivel de gasto público ineficiente y la indisciplina fiscal que hace temer reiteradas y creativas confiscaciones; la carencia de libertad de moneda que es usada como mecanismo de saqueo al sector productivo; los permanentes impuestos transitorios que se aprueban en una emergencia que no cesa; los controles de precios; las leyes de alquileres y de góndolas; un mercado laboral afectado por exceso de regulaciones y juicios. Y finalmente las restricciones al libre comercio internacional en la forma de un arancel externo promedio del 12,2% (frente al 2% de EE.UU. o el 1,5% de Canadá) y más de 145 restricciones paraarancelarias.
Este diagnóstico tiene que ser parte esencial del debate político para comprender la necesidad de las profundas reformas estructurales que deberá llevar a cabo el próximo gobierno. El premio de hacer reformas como las que encararon hace cuatro décadas países como Irlanda o Nueva Zelanda, sería multiplicar por cuatro nuestros salarios promedio de la economía, y reducir sustancialmente la pobreza. Valdrá la pena enfrentar todos los obstáculos que se presenten.