Es verdad, el IPC no es inflación

-Publicado en Ámbito Financiero-

Un alto funcionario del INDEC destacó que el Índice de Precios al Consumidor (IPC) es distinto de la inflación, el costo de vida o el valor del «changuito». Afirmación que todos apoyaríamos, sobre todo si estaba hablando del ficticio índice que elabora el organismo oficial. Sin embargo, más allá de esta ironía, cabe reconocer que tiene razón.

En primer lugar, la medición del IPC está basada en una canasta de consumos promedio que resulta de un relevamiento realizado en algún período de tiempo. Por lo tanto, su evolución difícilmente refleje el aumento del costo de vida de cada argentino, cuya composición de gasto solamente por casualidad podría ser igual. Por otro lado, el IPC tampoco es el costo de llenar un changuito, ya que el primero incluye otros gastos, como los servicios. Sin embargo, la «sensación» de aumento de costo de vida percibida por la gente en el carrito del supermercado es muy similar al verdadero incremento que experimentan los sectores más pobres. Vale la pena aclararlo para poder reflexionar sobre la racionalidad de la afirmación del ministro Boudou, acerca de que la inflación perjudica principalmente a los más ricos.

Podemos ir más lejos aún. La suba del IPC, bien medido, no es inflación, sino que solamente nos brinda una idea de hacia adónde está yendo esta última y no porque, como dicen los economistas, sea «la suba generalizada de los precios», ya que esta última definición no tiene sentido. Implica decir que, sin motivo aparente, millones de consumidores y miles de productores de todos los bienes y servicios se volvieron locos o se complotaron para que los valores de éstos suban. Un absurdo.

La respuesta surge rápidamente cuando uno se pregunta qué tienen en común todos los mercados que puede estar andando mal y provocando esa suba generalizada de precios: la unidad de medida, en nuestro caso, el peso. Muchos economistas parecen haber olvidado que la moneda es un bien, como cualquier otro. Es decir que la gente lo demanda porque le es útil, como unidad de medida, reserva de valor (permite atesorarla para realizar una compra futura) y medio de pago. Del lado de la oferta, tenemos un único productor, monopolista, que es el Banco Central.

Entendido esto, podemos aplicar el principio básico de la economía, la teoría de la oferta y la demanda. Si el productor ofrece (emite) más bienes (pesos) de lo que la gente demanda, su precio tiene que bajar. El problema es que la moneda nacional es la unidad de cuenta de todos los bienes y servicios de la economía. Si nos imaginamos un metro que se achica, veremos que todo lo que midamos con él tenderá a aumentar, aunque realmente siga teniendo el mismo tamaño. A nadie se le ocurriría decir que el problema es la suba generalizada de las medidas de todo lo que me rodea, ya que la causa es la reducción del metro que se está utilizando. Conclusión: inflación es la disminución del precio del peso y lo que apreciamos es una suba generalizada de todo lo que valoramos con él.

El único responsable de la inflación es el Banco Central, que determina el precio de la moneda nacional, dada la demanda de la gente. Si vemos que los precios suben en forma generalizada, sabemos que el BCRA está depreciando la moneda para cobrarnos el impuesto inflacionario que necesita para comprar divisas, transferir recursos al Gobierno para que gaste o para incentivar el crédito interno.

Otra confusión generalizada es que, al sostener el tipo de cambio, se mantiene el valor del peso. Esto sólo sería cierto si la moneda de referencia, generalmente el dólar, mantuviera su precio. Sin embargo, desde 2002, y con muy breves descansos (por ejemplo, la crisis de 2008), la Reserva Federal ha estado depreciando su unidad monetaria. Por lo tanto, cuando el Banco Central evita que su valor en pesos caiga, lo que está haciendo es bajar, en la misma medida, el precio de nuestra moneda. Esto lo logra comprando divisas con emisión y, por ende, con el impuesto inflacionario, generado por el exceso de oferta de pesos sobre la demanda.

Ahora podemos evaluar por qué, si en Brasil el tipo de cambio ha caído más del 30% desde la reversión de la crisis en el segundo trimestre de 2009 y, en la Argentina, subió más del 20%, es nuestro país el que se queja de la inundación de importaciones brasileñas. La inflación de nuestro vecino ronda el 6,5%, y la argentina se ubica alrededor del 23%. Es decir que el impuesto inflacionario en nuestro país es muy superior al que abonan los vecinos, por lo que no debería extrañarnos que nuestros productores (ya que no solamente lo pagan los consumidores) sientan una tremenda carga que reduce su competitividad.

Es cierto, subir el tipo de cambio mejoraría la situación de los empresarios que producen bienes que sustituyen importaciones o se pueden exportar. Sin embargo, para lograrlo, el Banco Central debería comprar más divisas y, para ello, cobrar un mayor impuesto inflacionario. Lo malo es que el resto de los argentinos no solamente deberá afrontar el aumento de la carga «inflacionaria» que le corresponde, sino lo que dejen de pagar los empresarios beneficiados. No parece una solución muy justa.

La solución es bajar la inflación y la única forma es que el Banco Central modere el ritmo de emisión de pesos para: a) incentivar artificialmente el crédito interno; b) financiar el gasto público, dejando que el Estado enfrente con sus propios ingresos el pago de sus pasivos; y c) comprar divisas, aunque esto traslade al mercado local parte de la merma internacional del valor del dólar. Lástima que los economistas siempre complicamos las cosas y que, además, no hay peor sordo que el que no quiere oír.

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