Revolucionarios Eran los de Antes

Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Doctor en Administración por la Universidad Católica de La Plata y Profesor Titular de Economía de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA. Sus investigaciones han sido recogidas internacionalmente y ha publicado libros y artículos científicos y de divulgación. Se ha desempeñado como Rector de ESEADE y como consultor para la University of Manchester, Konrad Adenauer Stiftung, OEA, BID y G7Group, Inc. Ha recibido premios y becas, entre las que se destacan la Eisenhower Exchange Fellowship y el Freedom Project de la John Templeton Foundation.

Las rebeliones estudiantiles en Chile llamaron la atención por su extensión y por su violencia, teniendo en cuenta que ese país había llegado a convertirse en un modelo de buena conducta cívica, con políticas consensuadas entre el gobierno y la oposición, tanto en el actual gobierno como en los anteriores. La rebelión puso en el candelero y la cima de la fama a una joven de 23 años, Camila Vallejo, militante de la Juventud Comunista y presidenta de la Federación de Estudiantes. Los principales reclamos se envuelven bajo la bandera de la educación pública gratuita.

Esta misma consigna se destacaba en forma prominente en la remera de René Pérez Joglar, líder de Calle 13, durante la ceremonia en la cual el grupo musical puertorriqueño se llevó la mayoría de los premios Grammy Latinos.

Es curioso, los jóvenes revolucionarios de hoy levantan banderas que llevaron a la práctica los liberales del siglo XIX. Todos sabemos que el gran impulsor de la educación pública en la Argentina fue Domingo Faustino Sarmiento. Luego, la primera ley de “educación universal, obligatoria, gratuita y laica” (Nº 1420) se sancionó durante la presidencia de Julio Roca. El Día del Maestro, aún hoy, se celebra el 11 de septiembre, aniversario de la muerte de Sarmiento.

Canta René en el tema “Canta Pueblo”, parte del álbum Entre los que quieran , que recibió un Grammy al álbum del año: “Yo uso al enemigo, a mí nadie me controla. Les tiro duro a los gringos y me auspicia Coca-Cola. De la canasta de frutas soy la única podrida. Adidas no me usa, yo estoy usando Adidas./ Mientras bregue diferente, por la salida entro. Me infiltro en el sistema y exploto desde adentro. Todo lo que les digo es como el Aikido. Uso a mi favor la fuerza del enemigo”.

Y mientras todos los jóvenes saltan al ritmo de la canción en sus zapatillas y jeans de marca, con el puño cerrado en alto, se sienten parte de la revolución. Al final del recital, todos a comer a McDonald’s.

Los revolucionarios de unas décadas atrás se planteaban cambiar el mundo (con intenciones para bien, aunque con resultados para mal) y estaban dispuestos a dar la vida por una utopía, además, internacionalista. Las agrupaciones en las universidades en los años 70 discutían si la insurrección armada incluiría a los campesinos o a los pequeñoburgueses; los de ahora piden más apuntes o mayores facilidades para aprobar las materias. ¿Qué explica esto?

Se plantearán aquí dos respuestas posibles, aunque sin ninguna intención de que prueben algo en forma definitiva.

En Chile, más que un movimiento revolucionario, parece ser que luego de tantos años de crecimiento que han llevado al país a los primeros lugares en PBI per cápita de América latina, y al primer lugar en el Indice de Desarrollo Humano (desplazando a la Argentina luego de muchos años), la clase media se ha vuelto muy numerosa y ahora siente que tiene el derecho político de demandar una redistribución en su favor: quieren subsidios.

La educación superior en Chile, tanto la pública como la privada, se paga, pero los alumnos que no pueden obtienen préstamos para cubrir esos pagos. La lógica del sistema no es difícil de entender: los universitarios que se gradúen pasarán a ser el 20% de mayores ingresos del país; el préstamo los endeuda ahora, pero como van a generar altos ingresos una vez graduados, los devolverán entonces. Pero claro, la deuda ahora, en el corto plazo, parece muy gravosa. Según un informe reciente de la OCDE, las familias chilenas financian el 79,3% del costo de la educación superior, un porcentaje muy superior al del resto de los países desarrollados que integran esta institución. Sin embargo, la estadística es engañosa porque incluye como gasto privado a las becas y créditos subsidiados que entrega el Estado. Es decir, el Estado chileno les entrega el dinero a las familias, quienes luego eligen dónde estudiarán sus hijos, no a las universidades. Esas ayudas estudiantiles representan el 60% del gasto público en educación superior, y han crecido a un ritmo del 20% anual en el período 2005-2010.

La reacción, sin embargo, no es pedir plazos más largos para devolver los préstamos, sino demandar educación estatal gratuita y condenar al lucro del sector privado en la educación. Hay que tener en cuenta que a partir de la apertura al sector privado, la educación universitaria de Chile ha desarrollado algunas de las mejores universidades de la región.

La diferencia entre plantear la educación pública gratuita ahora y lo que se planteó en el siglo XIX es que más de un siglo y medio de experiencia ha permitido aprender, algo que parece que estos nuevos líderes no han hecho. Los continuadores de aquellos liberales no plantean ya esa consigna porque han percibido el deterioro de la educación que resulta de una educación pública copada por los sindicatos, sin competencia y con sucesivas reformas. Los liberales de ahora entienden aquel esfuerzo sarmientino, pero proponen superarlo dadas las fallas evidentes.

La primera es el siempre presente intento de manipulación de los contenidos, dada la revisión histórica del momento, y el constante sometimiento de los alumnos a reformas curriculares y organizativas que los convierten a todos en conejillos de Indias del gobierno de turno. La segunda tiene que ver con el nivel de la educación. Comenta Raquel San Martín: “Según los datos del Operativo Nacional de Evaluación [ONE 2007], que el Ministerio de Educación tomó en ese año, pero que sólo difundió ahora, dos años después, los alumnos de escuelas privadas que alcanzan un nivel alto en lengua y matemática duplican y casi triplican, según el grado, a los de las escuelas estatales” (La Nacion, 29/9/2009).

Y todo esto deja de ser barato. Por ejemplo, la educación pública universitaria en la Argentina es tan costosa que le cuesta mucho más al Estado un graduado de lo que hubiera costado pagarle toda la carrera en una universidad privada, incluso entre las mejores del exterior. Si se divide el presupuesto universitario por la cantidad de graduados que habrá en 2012, la cifra es de 52.386 dólares. Si se la divide, en cambio, por los inscriptos, la suma es de 3083 dólares. Son evidentes los efectos de una política permisiva para el ingreso que permite un influjo masivo que luego deserta en una alta proporción.

En cuanto a la educación primaria, los fracasos de la educación pública para los pobres están, realmente, bien documentados. Un informe del organismo británico de ayuda al exterior, Oxfam, señala que “no se puede dudar del atroz estándar de la provisión de educación pública en todo el mundo en desarrollo”.

No sólo los liberales han entendido esto. Incluso los suecos, el “modelo” del socialismo democrático y progresista, han introducido un sistema de vales a partir del cual son los padres de los alumnos quienes deciden a qué colegio enviar a sus hijos y pueden elegir tanto colegios públicos como privados (horror) con fines de lucro. Están vigentes desde 1993, cuando se estableció que todos los gobiernos locales debían financiar las escuelas que eligieran los padres, sujetos a limitaciones de espacio, asignando un presupuesto por alumno del 85% del costo de las escuelas públicas. En caso de exceso de demanda, en las escuelas públicas se da prioridad a los alumnos vecinos y en las escuelas privadas es por orden de inscripción; con la excepción de Estocolmo, donde en las escuelas secundarias se admite sobre la base del desempeño. En 2004, el 10,3% de los alumnos secundarios y el 6,2% de los alumnos primarios cursaban en escuelas privadas.

En Holanda, el programa de vales comenzó en 1917 y actualmente abarca a un 76% de todos los alumnos primarios y secundarios. La mayoría de las escuelas privadas son religiosas, pero también las hay que no lo son.

En Irlanda, casi todas las escuelas son parroquiales y reciben financiamiento del Estado, por lo que podríamos clasificarlas como escuelas “chárter”, pero como pueden cobrar adicionalmente a los fondos que reciben y si no atraen alumnos terminan siendo cerradas y sus maestros trasladados a otras escuelas, entonces se asemeja a un sistema de vales por el que cual el presupuesto sigue al alumno.

En Hong Kong se introdujo un sistema de vales en 2007, ya bajo la soberanía china, para todos los niños de 3 a 6 años, en edad preescolar. El total de vales es de unos 1700 dólares anuales, de los cuales una parte va para pagar la cuota y otra para la formación de los docentes, aunque está limitado a instituciones sin fines de lucro.

La segunda explicación de por qué estos revolucionarios de hoy plantean consignas del liberalismo del siglo XIX es que luego de la caída del Muro de Berlín como resultado de una rebelión masiva y pacífica, no de cruentos militares, y la adopción del capitalismo por parte de China (al que llaman “socialismo de mercado”), no quedan muchas banderas para levantar. Todos los experimentos de generar sociedades perfectas terminaron en las peores dictaduras y el abyecto enriquecimiento de unos pocos. ¿Qué se puede decir ahora? ¿Acaso que la próxima vez será diferente? ¿O que Camila Vallejo y René Pérez Joglar parecen buenas personas?

Lo cierto es que no hay una nueva utopía, y a falta de ellas se trata de levantar todo tipo de quejas hasta que una de ellas prenda, dado el comprensible desencanto de los ciudadanos con tanto gobierno inútil que anda por ahí. Pero, en definitiva, incluso si la rebelión, hoy por la educación, mañana por un crimen, o por la caída de las bolsas, tuviera éxito, simplemente catapultaría algún nuevo líder, pero sin ninguna visión concreta. Estos revolucionarios de hoy parecen levantar una bandera con aquella frase del tema de Sumo: “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”.

Tal vez se les pudiera ofrecer una nueva utopía por la cual reclamar revoluciones. Provendría de una fuente poco usual: el filósofo Robert Nozick, profesor de Harvard fallecido en 2002. En su libro Anarquía, Estado y Utopía plantea en realidad una “meta-utopía”. Un mundo de pequeñas jurisdicciones, que sólo se comprometerían a respetar el derecho de “salida” de cualquier persona. Estas elegirían en qué tipo de jurisdicción quieren vivir trasladándose entre ellas, algo que sería más sencillo cuando son pequeñas.

Así, por ejemplo, todos los que quieran sólo educación estatal elegirían una jurisdicción de ese tipo. Claro que, no podrían financiarla con los aportes de otros, pero podrían cobrarse impuestos entre sí y darse toda la educación “gratuita” que quisieran. También podrían marchar por sus propias calles e incendiar sus propios autos. Otros se ubicarían en jurisdicciones donde toda la educación sería privada, otros en aquéllas donde hay una mezcla. También habría opciones en cuanto a los contenidos y los métodos de enseñanza.

El único problema con esa propuesta es que quien tiene una utopía cree que es tan buena como para imponerla a los demás. En este caso tendría que renunciar a ese objetivo. Pero tal vez es hora de dejar de intentar imponer el mejor mundo para todos y dejar que cada uno elija el que le parezca mejor.

*Martin Krause es miembro del Consejo Academico de LyP, este articulo fue publicado en La Nacion.