Creciente déficit fiscal

[L]as cuentas del gobierno nacional cerraron el mes de marzo con un déficit financiero cercano a los 6000 millones de pesos. Esta cifra es la que resulta de una medición correcta si las transferencias del Banco Central, la Anses y el PAMI se consideran como instrumentos de financiamiento del déficit y no como un recurso corriente. Este resultado negativo es superior al de los meses precedentes sin que haya una explicación específica que lo justifique. Se advierte simplemente una tendencia sostenida a un aumento del gasto proporcionalmente mayor al de los ingresos tributarios. Si se extrapola a 12 meses el resultado de marzo, se llega a 72.000 millones de pesos, lo que equivaldría a un 4 por ciento del producto bruto interno.

Por su lado, el conjunto de gobiernos provinciales expone un desequilibrio también creciente. La consultora Economía y Regiones proyecta para 2012 un déficit financiero para las provincias de 19.200 millones de pesos, algo más que un punto del PBI. En definitiva, el resultado financiero negativo del sector público argentino ya se ubica en el entorno de cinco por ciento del PBI, un nivel que no se había alcanzado desde 1990, antes de la convertibilidad.

Estamos en zona de alto riesgo, con tendencia a agravarse, a pesar de que los niveles de recaudación en relación con el PBI son también inéditamente elevados. Lo que ocurre es que el gasto se ha desbordado, superando los niveles históricos en más de diez puntos adicionales del PBI.

El gobierno argentino ha perdido el acceso al crédito. Ya no lo puede obtener en condiciones razonables y está actuando con mucha eficacia para no recobrarlo. Un déficit de esta magnitud en un país de menor riesgo sería transitoriamente digerible y tal vez fuera genuinamente financiable. Por el contrario, no es sostenible en la Argentina que no tiene otra forma de cubrirlo que no sea con el Banco Central o con las cajas públicas residuales.

La confiscación de YPF, además de crear una obligación adicional de pago que será reclamada en tribunales internacionales, no aportará caja a no ser que se renuncie a hacer inversiones o que prácticamente se enajenen sus yacimientos.

En el corto plazo el único camino para reducir el déficit es el recorte de los subsidios a la energía y al transporte, subiendo las tarifas. En el mediano y largo plazo deberá trabajarse en la racionalización administrativa y en una gradual reducción de los planes sociales, limitándolos a quienes verdaderamente los necesitan. Debiera también aumentarse la edad jubilatoria de acuerdo con el cambio en las expectativas de vida. Por cierto, estos no son cometidos ni social ni políticamente atractivos, ni tampoco fáciles para un gobierno que desistió de continuar con la eliminación de subsidios a poco que descubrió su costo en popularidad y su impacto recesivo.

El buen manejo fiscal suele colisionar con la política. El aumento del gasto aporta popularidad mientras que el de los impuestos la quita. Usualmente llega la hora de tener que reducir el déficit cuando la economía muestra señales recesivas. Aparecen voces fundamentadas que dicen que ese no es el momento de hacer ajustes porque acentúan la recesión. La encerrona es clásica y las consecuencias para gobiernos populistas que hacen caso de esas voces, también son conocidas.

Los ajustes no se hacen o se demoran para luego producirse de hecho, en un marco de descontrol que puede llevar a la hiperrecesión o a la hiperinflación. Es por lo tanto imprescindible que el gobierno nacional, las provincias y los municipios tomen conciencia de la peligrosa evolución de la situación fiscal y que actúen seria y eficazmente antes de que la realidad actúe por ellos.

*Publicado en La Nación, Buenos Aires.