El debate del Código Civil

 

LA NACIÓN.- No resulta sensato que se pretenda imponer con fórceps una reforma que debería sobrevivir a varias generaciones. A medida que avanza el análisis del proyecto de reforma y unificación de los Códigos Civil y Comercial que impulsa el Gobierno, aumentan el desconcierto y la alarma, más aún luego de las modificaciones y mutilaciones que le introdujo el Poder Ejecutivo. Agrava estas preocupaciones el mensaje con que la Presidenta envió la iniciativa al Congreso de la Nación por sus improcedentes instrucciones, que incluyen la imposición de estrictos límites y plazos para su tratamiento.

De alguna forma, la comparación con Napoleón y su Código Civil que hizo la primera mandataria en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso parece haberla imbuido del espíritu del emperador, olvidando que estamos en una república democrática. Debería recordar que preside uno de los tres poderes y no precisamente el que debe legislar.

Si la mayoría del Congreso acatara las instrucciones del mensaje del Poder Ejecutivo, que dispone hasta el plazo en que debería ser tratado legislativamente el proyecto, el Código podría ser considerado nulo por violar la autonomía y las facultades de uno de los poderes del Estado.

Y si ello ocurriera, y se recurriera ante la Corte Suprema para dirimir el conflicto, se añadiría un problema, al haber quedado el alto tribunal imprudentemente involucrado, dado que su presidente y su vicepresidente integraron la comisión de tres juristas encargados de presentar el anteproyecto de reforma.

Las observaciones no cesan pues, de convertirse en ley, el proyectado Código debería entrar en vigencia a los 180 días de su sanción, pretendiendo que en ese plazo absurdamente breve los magistrados, que trabajan todo el día, estudien lo que a un estudiante de abogacía le demanda varios años.

En cuanto a los contenidos, desde estas columnas ya hemos alertado sobre los despropósitos que se proyectan en cuestiones como el comienzo de la vida, el alquiler de vientres, la fecundación post mórtem y los denominados divorcios exprés. Pero si éstas podrían ser las áreas más conflictivas, no son las únicas susceptibles de reproches, pues se advierten discordancias entre las disposiciones, se incorporan principios conflictivos como los daños punitivos, que en otros países se estudian por años, y se distorsionan conceptos prístinos de la Constitución, como el derecho de la propiedad.

No basta mencionar insistentemente la Convención de los Derechos del Niño cuando en la práctica éstos son los grandes olvidados, por ignorarse su derecho a la identidad o a tener un padre varón y una madre mujer. Tampoco sirve proclamar que el proyecto adecua el Código a los postulados de la Constitución cuando forzadamente se receptan los nuevos derechos y garantías introducidos por la reforma de 1994, pero en desmedro del núcleo duro de derechos y garantías de la Constitución de 1853/60, degradando visiblemente el derecho de propiedad, al tiempo que no se respetan las autonomías provinciales, pues el proyecto consagra el centralismo y la invasión de las jurisdicciones y los derechos reservados por las provincias.

Si bien el PE ha suprimido las denominadas “acciones de clase”, clara disposición procesal no delegada por las provincias, se deduce que lo hizo más para proteger de reclamos al Estado que por pruritos constitucionales, como suprimió el capítulo de la responsabilidad de los funcionarios públicos.

Muchos de estos defectos y riesgos fueron señalados en la reciente jornada realizada en San Miguel de Tucumán por la Fundación Libertad y Progreso, ejemplo de asamblea que debería repetirse en todo el país, pues el Código Civil ha influido en la conformación de la sociedad argentina más que la propia Constitución.

Por el bien del país y de la obra que se intenta, deberían imponerse pausas de reflexión, debate, adecuación, correcciones y búsqueda de consensos, y modificarse todas aquellas disposiciones que pueden llevar a su declaración de inconstitucionalidad o de inaplicabilidad por los jueces.

No es sensato imponer con fórceps un nuevo Código que debería regir por décadas los destinos de nuestro país. Nada bueno puede surgir de un tratamiento similar al de una ley de carácter político de las que se dictan para gobernar el corto plazo o satisfacer apetencias, cálculos político-partidarios, o para exhibir obras de gobierno parecidas a tantos anuncios e inauguraciones truncos, como el tren bala o las inversiones chinas, de los que no quedan más que palabras.

El Código Civil, aunque es una ley, recibe, por razones históricas e institucionales, un tratamiento especial en la Constitución, que dispone enfáticamente su tratamiento por el Congreso. La iniciativa legislativa del PE encuentra aquí un límite. Es irrazonable que los representantes de las provincias no auditen este Código plagado de disposiciones procesales o arancelarias que son de su jurisdicción, o que expertos constitucionales no revisen la adecuación de sus normas a nuestra Ley Fundamental.

Negarse a someter el proyecto a opiniones de diversos orígenes y enfoques no sólo trasluce una actitud de soberbia, sino también una gran irresponsabilidad.

Como ninguna otra, ésta debe ser una ley para las generaciones futuras: bien elaborada sobrevivirá a varias, como el Código Civil francés o el de Vélez Sarsfield; mal pergeñada quedará como un oprobio para sus impulsores. Y es muy grave intentar producir ingeniería social para modelar a la sociedad argentina con devaluados modernismos o seudoprogresismos para satisfacer sólo a un sector de ella. No es así como se logrará una sociedad más libre, como la proclamada por la Presidenta.

*Publicado en La Nación, Buenos Aires.