El Constitucionalismo Popular

Adrián Ravier

Licenciado en Economía (UBA, 2002), Master en Economía y Administración de Empresas (ESEADE, 2004) y Doctor en Economía Aplicada por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid (URJC, 2009).

Profesor Titular Regular de Introducción a la Economía en la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la Universidad Nacional de La Pampa (UNLPam).

Contribuye en el blog Punto de Vista Económico y en Libertad y Progreso.

 

Marcelo Koering, Director de la Escuela Nacional de Gobierno, propuso hace unos días en El Cronista (20/06/12) la creación de un movimiento por una nueva constitución emancipadora. Entiende que el marco jurídico actual está basado en los lineamientos del consenso de Washington y que el modelo iniciado en 2003 requiere de una nueva constitución. Para ser más precisos, a su entender “cada proyecto nacional requiere de un régimen constitucional que lo exprese, que consolide los derechos conquistados y a la vez proyecte el país en que quiere vivir.”

El constitucionalismo popular que hoy se plantea, desde agrupaciones y organizaciones políticas, sociales y sindicales, es un paso más para hacer la ley en beneficio propio. Se busca ajustar o amoldar la reforma constitucional a las prácticas del actual gobierno en el modelo económico vigente. De lo que se trata realmente, es de legitimar aquello que hoy es inconstitucional: la expropiación de las pensiones, la nacionalización de YPF bajo un procedimiento inadecuado, la prohibición de comprar divisas en el mercado y de ahorrar o gastar los ingresos ganados en base al esfuerzo propio en lo que uno desee, una posible nueva reelección, entre tantas otras.

En definitiva, el constitucionalismo popular, termina contraponiéndose a muchos de los avances de las ciencias políticas, o incluso a lo que hoy se conoce como el análisis económico de la política o “Public Choice”, aniquilando el sentido de que las naciones cuenten con una constitución.

Tomando una selección de textos fundamentales de las ciencias políticas, podemos recordar que Thomas Hobbes justificaba en 1651 la existencia del estado explicando que en su ausencia prevalece el “estado de naturaleza” o de guerra de “todos contra todos”, ahuyentando los incentivos para la creación de una industria, “ya que su futuro es incierto”. En tal estado, la vida sería “solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”.

John Locke, en sus ensayos sobre el gobierno civil de 1690, compartía con Hobbes la necesidad de abandonar tal estado de naturaleza, sin embargo, entendió que éste justificaba las monarquías absolutas, carentes de cualquier límite al poder. Locke entendía que “los hombres se unen en comunidades políticas y se ponen bajo el gobierno de ellas para preservar su propiedad”, pero deben crear una ley conocida, fija, promulgada, recibida y autorizada por común consentimiento para resolver controversias. Locke, incluso advertía la necesidad de que el gobierno se rija por normas del legislativo y no por decreto, dictados repentinos y resoluciones arbitrarias.

Montesquieu continuó la tradición de “controlar al Leviatán”, mediante la división de poderes. En sus escritos sobre el espíritu de las leyes de 1748 explicaba que “todo hombre investido de autoridad abusa de ella”, y agregaba que “cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad.” Montesquieu también comprendió la necesidad de la democracia, e insistió que “todos los ciudadanos de los distintos distritos deben tener derecho a la emisión de voto para elegir su diputado.”

Hamilton, Madison y Jay agregaron en “El Federalista” de 1787 y 1788 la necesidad de una constitución, respetando además cierto federalismo. La constitución federal no abolía a los gobiernos de los estados provinciales, sino que los convertía en parte constituyente de la soberanía nacional, manteniendo autonomía y permitiéndoles estar representados directamente en el Senado. “Los poderes delegados al gobierno federal por la constitución propuesta son pocos y definidos”, lo que implicó un chaleco de fuerza para el abuso del poder.

La división de poderes, la democracia, el federalismo, planteados en una constitución permitió que las industrias de muchas naciones florecieran, mientras el poder se encontró limitado. Juan Bautista Alberdi fue quien tomó precisamente esta tradición de controlar el abuso del poder absoluto y plasmó el resultado de dichos debates en sus Bases y Puntos de Partida para la Organización Política de la República Argentina de 1852, lo que un año más tarde dio origen a la Constitución Nacional original de 1853. Sobre dichas bases se fomentó la inmigración y surgió el modelo agro-exportador que enriqueció al país por varias décadas.

El poder, sin embargo, buscó romper con las cadenas del liberalismo clásico, y muy pronto comenzaron las reformas constitucionales. Ya en 1850 Frédéric Bastiat escribió un corto ensayo titulado “La Ley”, donde explicaba que ésta no siempre es legítima. La Ley muchas veces puede desviarse de su misión verdadera, es decir, en lugar de garantizar los derechos de propiedad, violarlos. En tal caso, cada clase querrá hacer la ley, sea para defenderse de la expoliación, sea para organizarla en provecho propio.

La Argentina no fue la excepción, y desde entonces cada gobierno elegido por el pueblo se sintió legitimado para hacer sus propias normas, o simplemente ignorar las existentes. A las reformas constitucionales de 1860 (que permitió la incorporación de Buenos Aires a la unidad nacional), le siguieron otras en 1866, 1898, 1949, 1957 y 1994. La democracia, la división de poderes, el federalismo, plasmados en la constitución, recibieron cierta atención y cumplimiento hasta la década de 1930, pero desde entonces han sido letra muerta.

Buscar