Alberto Benegas Lynch (h)
Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
Por Alberto Benegas Lynch (h)
DIARIO DE AMÉRICA.- Lo primero para entender el significado de los impuestos es comprender que el aparato estatal está al servicio de la gente y que, por ende, los burócratas son meros empleados de los habitantes del país de que se trate. Esta subordinación de los agentes estatales a quienes residen en una nación se concreta en la obligación de los primeros a proteger y garantizar los derechos de los segundos, derechos que son anteriores y superiores a la misma existencia de los gobiernos.
Mientras progresa el debate sobre externalidades, bienes públicos y el dilema del prisionero, aparece necesario el impuesto que como su nombre lo indica es consecuencia del uso de la fuerza al efecto de cumplir con la misión específica anteriormente señalada. Subrayamos esto último, no se trata de que el Leviatán se arrogue facultades y avance sobre las libertades individuales. Este es el mayor de los peligros, por ello en la larga tradición constitucional se han puesto vallas y límites diversos al poder.
Hoy en día se han violado normas elementales y el monopolio de la violencia que denominamos gobierno se ha vuelto en general tan adiposo que atropella a quienes teóricamente lo contrataron para su protección y, en lugar de ello, el mandatario ha mutado en mandante. Como se ha dicho en el contexto de la tradición estadounidense, tal vez haya sido un error denominar “gobierno” a la entidad encargada de velar por el derecho del mismo modo que al guardián de la propiedad de una empresa no se lo denomina “gerente general”. Cada uno debe gobernarse -es decir, mandarse a si mismo- y, en esta etapa del proceso de evolución cultural (nunca se llega a una instancia final), las personas delegan esa protección en el agente fiscal.
De todos modos, es de especial interés destacar que cuando los aparatos estatales se arrogan facultades y atribuciones impropias para estrangular libertades (incluso con el apoyo de mayorías circunstanciales), forma parte de la mejor tradición liberal ejercer el derecho a la resistencia, en este caso, recurrir a la rebelión fiscal, cuyo origen se remonta a la independencia norteamericana que dio pie al experimento más extraordinario en lo que va de la historia de la humanidad. Más aun, se justifica dicha rebelión fiscal cuando no solo los gobiernos invaden áreas que no les corresponde sino cuando no prestan los mínimos servicios para los que fueron contratados, léase una pésima atención a la seguridad y la justicia, campos que habitualmente incumplen los políticos en funciones. En esta línea argumental, en todos lados se observan campañas electorales en las que nuevos candidatos prometen cambios en cuanto a la eliminación de la recurrente corrupción y poner manos a la obra respecto a la prestación de los servicios de seguridad y justicia siempre deteriorados en mayor o menor grado.
No solo hay dobles y triples imposiciones, sino que nadie entiende cuanto debe pagar debido a que las legislaciones tributarias son incomprensibles y fabricadas para que surja esa curiosa especialización de los “expertos fiscales”. Si los impuestos resultaran claros y fueran pocos, aquellos especialistas podrían liberarse para dedicarse a actividades útiles.
Hemos sugerido antes sustituir todos los impuestos por dos tributos: uno del valor agregado que no solo cubre la base más amplia posible sino que el sistema implícito de impuestos a cargo e impuestos a favor reduce la necesidad de controles. Por otra parte, es conveniente complementar el anterior con un gravamen territorial al efecto de que paguen quienes no viven en el país en el que tienen propiedades, las que también requieren la debida protección. Hoy en día, en lugar de aplicar el principio de territorialidad, es decir, cobrar impuestos a quienes requieren los servicios de protección en la jurisdicción del gobierno en cuestión, se aplica el principio de nacionalidad al efecto de perseguir al contribuyente donde quiera se encuentre aunque el perseguidor no le proporcione servicio alguno en el exterior. En verdad, este último principio es el de voracidad fiscal.
Ambos impuestos, el del valor agregado y el territorial no deben ser progresivos. Como es sabido, la progresividad significa que la alícuota progresa a media que progresa el objeto imponible. A diferencia de los gravámenes proporcionales, el progresivo obstruye la necesaria movilidad social, altera las posiciones patrimoniales relativas ya que contraría las indicaciones del consumidor en el mercado con sus compras y abstenciones de hacerlo y se traduce en manifiesta regresividad puesto que los contribuyentes de jure al disminuir sus inversiones reducen salarios e ingresos en términos reales de los más necesitados.
Es en verdad llamativo que muchos de los gobiernos que asumen, en el mejor de los casos centran su atención en la caja para lo que suelen incrementar más aun los impuestos, al tiempo que continúan comprometiendo patrimonios de futuras generaciones a través de la deuda pública, sea interna o externa y mantienen o aumentan el deterioro del signo monetario vía procesos inflacionarios que es otra forma de tributación. Y todo ello para financiar un gasto siempre creciente.
Antes dela PrimeraGuerraMundial el gasto estatal sobre el producto oscilaba entre el dos y el ocho por ciento. En la actualidad el Leviatán consume desde el cuarenta hasta el setenta por ciento de la renta disponible. En cuanto a la presión tributaria, Agustín Monteverde ha producido un notable trabajo referido al caso argentino que resulta muy ilustrativo respecto a lo que venimos comentando. A continuación lo que transcribo proviene de ideas y procedimientos consignados en el mencionado ensayo.
Entre otras muchas cosas, dice Monteverde que para calcular el peso de los impuestos naturalmente deben incluirse todos, sean nacionales, provinciales y municipales y también los que llevan otros nombres como “tasas”, “contribuciones”, “retenciones”, “aportes previsionales”, “seguridad social”, “obras sociales” y demás subterfugios que suelen enmascarar tributos. También subraya el autor que, a estos efectos, no debe inflarse el producto agregando cálculos de lo que se produce en el mercado informal o “en negro” ajeno a buena parte de los barquinazos del “blanco” y, en este contexto, tampoco debe incluirse en el producto bruto interno los impuestos (como cálculo de los “servicios” prestados) ya que no tiene sentido relacionar impuestos con los mismos impuestos en el numerador y en el denominador de la ratio correspondiente.
Monteverde concluye que, en el momento de su estudio, la presión fiscal argentina era nada menos que el 58, 9 %, pero de viva voz manifestó que estaba actualizando el trabajo y que el nuevo resultado arrojaba el escalofriante guarismo de 63 % sin incluir el impuesto inflacionario, todo en el marco de los degradados “servicios” que son del dominio público que constituyen una afrenta al sentido común y un despiadado ataque al fruto del trabajo ajeno.
Aunque no lo tengo a mano, recuerdo un sesudo y muy bien documentado artículo de hace tiempo de Roberto Cachanosky en el que llegaba a la conclusión que la presión impositiva argentina era del 60%, y ahora Agustín Etchebarne, centrando su atención en un trabajador que en suelo argentino percibe 5.000 pesos mensuales, resulta que el gobierno le arranca el 53% de su propiedad. En todo caso, cualquiera de los ensayos serios en la materia revelan un abuso superlativo al contribuyente que muy lejos de servirlo lo exprime cual limonero y no se extermina el árbol solo porque el fisco se queda sin renta…¡vaya consideración a quienes teóricamente contratan empleados para que los protejan en sus derechos!