Edgardo Zablotsky
Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
INFOBAE – Días atrás, el presidente Mauricio Macri, en su discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, realizó un claro diagnóstico: “La educación pública tiene severos problemas de calidad y hoy no garantiza la igualdad de oportunidades”. Nadie puede dudar lo acertado de esta foto. El Presidente expresó: “Para insertar a la Argentina en el siglo XXI todo empieza con la educación, ahí es donde se gesta el futuro del futuro. Por eso, hace unas semanas, en Jujuy, el ministro [Esteban] Bullrich, junto a todos los ministros de Educación de las provincias, fijaron un acuerdo llamado Declaración de Purmamarca que traza los ejes de la revolución educativa que queremos afianzar”.
¿Cuáles son dichos ejes? Como sintetiza Infobae en su edición del 12 de febrero pasado, acompañando la transcripción completa del documento firmado en Purmamarca: “Entre los puntos salientes se encuentra la obligatoriedad del nivel inicial a partir de los tres años de edad; el desafío de incorporar progresivamente la jornada extendida a través de actividades escolares, artísticas y deportivas; y el compromiso de crear el Instituto de Evaluación de la Calidad y Equidad Educativa, cuyo propósito será promover los procesos de evaluación a nivel nacional y obtener datos precisos que permitan mejorar el aprendizaje de los estudiantes”.
Es claro que cada uno de estos ejes habría de mejorar nuestra realidad educativa, no tengo duda alguna de ello. Pero de ninguna manera constituyen la revolución educativa que nuestro país requiere, sino una evolución hacia una mejor educación, adecuada para un país que enfrenta una situación mucho menos crítica que la que sufrimos.
El diccionario de la Real Academia Española define el término revolución como ‘un cambio rápido y profundo en cualquier cosa’. Las medidas propuestas no producirán un cambio rápido y profundo en nuestra realidad educativa, sino una mejora demasiado gradual para, en palabras de nuestro Presidente, “insertar a la Argentina en el siglo XXI”.
¿Qué entiendo por una revolución educativa? Muchos son los posibles ejemplos. Enfrentar la deserción en el secundario y en la universidad con realismo, no sólo con buenas intenciones. Admitir que millones de jóvenes que no estudian ni trabajan son recuperables, si buscamos esquemas educativos que contemplen sus necesidades y realidades de vida. Reincorporar a la sociedad productiva a millones de personas que subsisten basándose en planes sociales, mediante su educación y el entrenamiento profesional. Devolverles a los padres el poder que nunca debieron perder sobre la educación de sus hijos, ¿quiénes sino ellos deberían ser los más estrictos fiscalizadores de una educación de excelencia? Enfrentar a los sindicatos docentes, los más férreos defensores del statu quo; sin hacerlo, ninguna revolución educativa es imaginable. Proveer educación de calidad a los niños de las familias económicamente más desfavorecidas, demostrando que todo niño puede aprender (pero para ello es necesario terminar con la doble moral argentina).
Desarrollar cada uno de estos ejemplos constituye una nota en sí mismo. Por ello, cerraré esta breve columna ilustrando el último de ellos, dada la facilidad de hacerlo y el hecho de que, mediante una adecuada difusión, habría de contar con el apoyo social indispensable para contrarrestar la oposición de los sindicatos docentes.
En Uruguay existe una legislación que facilita el funcionamiento de escuelas privadas, pero gratuitas, en barrios profundamente carenciados. Esta permite el financiamiento de escuelas como el liceo de la Iglesia Católica Jubilar y el liceo laico Impulso. Ambos, centros educativos gratuitos de gestión privada que se financian con aportes de empresas o particulares, no reciben ninguna subvención del Estado y brindan educación secundaria a adolescentes que viven por debajo de la línea de pobreza, que alcanzan rendimientos académicos comparables con las mejores escuelas del país.
Su financiamiento es factible, como señala la página web del liceo Impulso, pues, dada la legislación impositiva, “las empresas donan cien pesos y el costo real para ellas es de 18,75, porque el 75% de lo que donan lo pueden aplicar directamente a impuestos y el otro 25% es un gasto deducible de la renta”.
A modo de anécdota, el principal diario de Montevideo, El País, señala: “Uno de los primeros aportantes del liceo Jubilar fue el papa Francisco, cuando era cardenal y arzobispo de Buenos Aires”.
¿Cuál es el costo político de una legislación de estas características? ¿A quién perjudicaría? La evidencia uruguaya nos provee la respuesta, la oposición del sindicato docente es abierta y la disputa en el Congreso, intensa.
Pero cabe preguntarse, como a mediados del año pasado lo hizo el arzobispo de Montevideo, cardenal Daniel Sturla, en una entrevista televisiva en defensa de este tipo de instituciones: “¿Dónde mandarían a estudiar a sus hijos los políticos?”. Cuando el periodista le respondió que seguramente a escuelas privadas, el cardenal se preguntó: “Si fuera así, ¿por qué no les dan a los pobres lo que les dan ellos a sus hijos?”.
La ilustración es contundente, una legislación como la del país vecino facilitaría la educación de aquellos niños que menos tienen y, por ende, más necesitan. ¿Qué mejor ejemplo de justicia social?
Una legislación como la uruguaya podría constituirse en el puntapié inicial para una verdadera revolución educativa en la cual el Estado y la sociedad civil se complementen para cambiar una realidad educativa que ensombrece el futuro de nuestro país, en un mundo en el cual el capital humano tiene cada vez mayor importancia.
Una revolución educativa es factible e indispensable, pero para ello es necesario que la sociedad internalice la emergencia educativa que enfrentamos, mucho peor que la emergencia energética o la de cualquier otra área que el Gobierno considere adecuado declarar en estado de emergencia.
Una revolución educativa es factible e indispensable, pero la Declaración de Purmamarca constituye un paso gradual hacia una mejor educación en un país normal. La Argentina hoy no lo es y por ello la declaración es insuficiente para dar inicio a la revolución educativa que deseo que se encuentre en los sueños del Presidente y que podría constituir el comienzo de una Argentina muy distinta a la que hoy nos toca vivir.