Intentando justificar lo injustificable

Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.

Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.

“La corrupción no quita lo bueno del proyecto político”, argumentó hace unos días una periodista militante (concepto oximorónico si lo hay) en defensa de los doce años de kirchnerismo. Los intelectuales K (otro oxímoron) aplaudieron. El argumento es falaz por donde se lo mire y es necesario refutarlo.

En primer lugar, como demostraremos más abajo el kirchnerismo no puede existir sin corrupción. Ergo, defender al kirchnerismo es defender la corrupción. En segundo lugar, lo supuestamente bueno que hizo el kirchnerismo fueron iniciativas de otros partidos (por ejemplo, el matrimonio igualitario o la AUH) o migajas en comparación al volumen de corrupción. En tercer lugar porque estas migajas, disfrazadas de “justicia social” (otro oxímoron), son tan impagables como la corrupción y, al igual que ésta, consistieron en confiscar lo que es de algunos para dárselo a otros. Finalmente, como probó la tragedia de Once, la corrupción mata.

Como cualquier régimen populista, el kirchnerismo recibió su apoyo de tres grupos. El primero son los hambrientos de poder y los que se beneficiaron directamente con puestos bien rentados en el sector público (para los que, con pocas excepciones, no estaban capacitados), con subsidios, planes especiales o prebendas (por ejemplo, la pauta oficial a medios o periodistas adictos) o directamente con corrupción (basta leer los diarios). El segundo grupo son los resentidos, que encontraron en Néstor y Cristina Kirchner la encarnación de su deseo siempre insatisfecho de resarcimiento y castigo. El tercero y más numeroso son los idiotas útiles (o inútiles) que, muchas veces de buena fe, aplaudieron sus iniciativas y hoy intentan justificar su legado por cierta afinidad ideológica y cultural.

Con los dos primeros no hay nada que discutir, su posición se sustenta en el propio interés o en un sentimiento irracional. Para los últimos, si es que hay alguna esperanza de que se curen de su ceguera, conviene recordar algunas verdades. La primera es que un régimen populista como el que finalizó el 10 de diciembre de 2015 inevitablemente degenera en una cleptocracia (el gobierno de los corruptos), una kakistocracia (el gobierno de los peores) o una combinación de ambas.

Como señaló Friedrich Hayek en “El Camino de la Servidumbre” un gobierno en el que las principales decisiones de una economía termina siendo dominado por aquellas personas con menos escrúpulos y menos ética, aquellas que favorecen el poder sobre la persuasión, la fuerza sobre el diálogo y la cooperación (por ejemplo, Guillermo Moreno). Pretender que semejante gobierno sea manejado por gente decente es una utopía a la que siempre se aferran los idiotas útiles. La historia demuestra que los idealistas, si es que los hay, rápidamente se ven desplazados del poder. Numerosos experimentos han verificado lo cierto de la máxima de Lord Acton: cuanto mayor la concentración del poder, mayor la corrupción. Justamente eso es lo que busca el populismo. Y por esta razón es incompatible con una verdadera democracia.

La otra verdad ineludible es que el populismo es entrópico;  es como un tumor cancerígeno que por definición termina autodestruyéndose al matar a su portador. En su fase inicial necesita de ciertas dosis de capitalismo para desarrollarse. Los gobiernos populistas prosperan y se fortalecen en épocas de vacas gordas (o de “viento de cola”) pero inevitablemente, al violentar las leyes económicas, terminan en crisis (así ocurrió en 1951, 1975 y 2013-2015).

Y es entonces cuando surge su rasgo más peligroso. Cuando aparecen los nubarrones en el horizonte, se dispara una carrera contra el tiempo. Los líderes populistas saben que en una verdadera democracia, una crisis significa una derrota electoral. Y esto no sólo significa perder poder y fortuna sino también la posibilidad de terminar en prisión. Como señaló un destacado analista político, el entramado de corrupción que urdieron los Kirchner “es tan primitivo, tan rudimentario, que sólo resulta concebible en gente que imaginó controlar las palancas del Estado de por vida.”

Es por esta razón que, en su última fase, los regímenes populistas intenten enquistarse en el poder socavando la democracia y utilizando los recursos del estado para beneficio propio. En sociedades anómicas con instituciones débiles, donde siempre se confunde partido con gobierno y gobierno con estado, esta tarea es mucho más fácil. Sin un freno, el populismo inevitablemente degenera en el autoritarismo. Esto es lo que sucedió en Venezuela.

Afortunadamente, la sociedad argentina reaccionó a tiempo. Sin embargo, lo que comenzó el 10 de diciembre es sólo el principio del principio. El populismo se apoya en creencias que están muy arraigadas en vastos segmentos de la sociedad argentina. Sólo un círculo virtuoso de fortalecimiento institucional y crecimiento económico sostenido nos permitirá caer nuevamente en la tentación populista.