Después de ver las “fallas de la política” vemos cómo, al menos, reducirlas: límites al poder

Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Doctor en Administración por la Universidad Católica de La Plata y Profesor Titular de Economía de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA. Sus investigaciones han sido recogidas internacionalmente y ha publicado libros y artículos científicos y de divulgación. Se ha desempeñado como Rector de ESEADE y como consultor para la University of Manchester, Konrad Adenauer Stiftung, OEA, BID y G7Group, Inc. Ha recibido premios y becas, entre las que se destacan la Eisenhower Exchange Fellowship y el Freedom Project de la John Templeton Foundation.

Dados los problemas de incentivos e información que afronta la política y el abuso que implica el monopolio de la coerción en manos del Estado, evidente sobre todo en gobiernos totalitarios, es necesario limitar ese poder y tratar de que su estructura institucional disponga de incentivos para perseguir el bien común, o al menos minimizar el daño potencial si implementa políticas que llevan a peligrosas crisis futuras o que benefician a grupos específicos de la sociedad.
Un elemento importante para alcanzar este objetivo son los valores e ideas que predominan en una sociedad en un determinado momento histórico. En el capítulo siguiente veremos el papel que estos cumplen en el cambio institucional; aquí señalaremos que son el determinante último de la existencia o ausencia de limitaciones del poder. Ninguna constitución o norma detendrá la concentración y abuso del poder, si los miembros de la sociedad lo toleran y no se oponen al mismo. Se atribuye al escritor y político irlandés Edmund Burke la frase “para que triunfe el mal, solo hace falta que los buenos no hagan nada”. Y cuando vimos los incentivos que tenemos para estar informados en la política, es probable que no hagamos nada, porque ni siquiera nos informamos sobre el abuso que se pueda estar cometiendo, o porque creemos que no lo es, o porque no nos importa.
Esas ideas y valores determinan también, en última instancia, el tipo de normas constitucionales que una sociedad tendrá, y estas pueden proteger las libertades individuales mejor o peor, al mismo tiempo que pueden ser más fácilmente modificadas o no. Trataremos en este capítulo sobre cuáles pueden ser esas normas y con qué facilidad se modificarán, todo un dilema del sistema político.
Las principales cuestiones que trataremos en él son:
¿Cómo evitar el abuso de poder en favor del gobernante o de ciertos grupos específicos?
¿Se puede evitar ese abuso o al menos minimizar sus potenciales daños?
¿Qué papel cumplen los valores e ideas predominantes en una sociedad?
¿Sirven las normas constitucionales para controlar los abusos?
¿Qué tipo de normas permitirían establecer esos límites?
¿Es mejor que se modifiquen fácilmente o todo lo contrario?
Tal vez debamos dejar la definición de “Estado” para aquella corporación abstracta que tiene una legalidad jurídica propia, al margen de los individuos que temporalmente la dirijan (Van Creveld 1999). Durante todo el trascurso de la historia ha habido gobiernos, o más bien gobernantes. Las tribus y las ciudades-Estado no parecen haber tenido mayores limitaciones al poder. En la mayoría de los casos no existía una separación nítida entre el Gobierno y el gobernante, especialmente considerando los recursos, el dictado de las normas, la defensa y la justicia. Grecia y Roma fueron los que más lejos llegaron a la hora de establecer una clara diferenciación entre uno y otro.
Mediante la conquista de otras similares, estas tribus o reinados extendieron su radio de acción hasta convertirse en imperios, como el asirio, el babilónico, el persa, el árabe, el mongol u otomano. En algunos casos, tales imperios llegaron a ocupar vastas extensiones geográficas y a tener un elevado número de habitantes, alcanzando en el caso del imperio chino hasta unos ciento cincuenta millones. En ellos el escaso control del poder existente provendría de un poder militar dividido, con soberanos locales o poderes religiosos, y en algunos casos con cierto grado de descentralización. Si bien la mera creación de un imperio implica un cierto grado de centralización en la toma de decisiones, en muchos casos no llegaron a ejercer realmente un control centralizado de las áreas bajo su mandato, por lo que, aparte de la obligación de tributar, la administración del gobierno quedaba en manos de autoridades locales. Esto se debería a varias causas, según van Creveld (1999, p. 49): por un lado, la heterogeneidad de los pueblos conquistados complicaba su administración, resultaba costosa y esto tendía a reducir su poder, por lo que en muchos casos el poder imperial se habrá reducido a un proceso de negociación con los poderes regionales; por otro, las dificultades prácticas de trasladar los recursos tributarios en metálico, y particularmente en el caso de su pago en especie, favorecía su permanencia en el lugar de origen y su utilización en la cobertura de gastos locales; esto es, promoviendo una descentralización fiscal de hecho. En verdad, para prevenir el abuso de los funcionarios locales, los imperios desarrollaron creativos mecanismos de control, como la doble administración en Egipto (unos funcionarios recaudaban los impuestos y otros los auditaban), o los inspectores itinerantes, que actuaron bajo diversas denominaciones en Roma y China.
La excesiva centralización de los imperios y el aumento del gasto centralizado no es ajeno a esto: llevó en muchos casos a su desintegración, y a la consiguiente descentralización y dispersión del poder. El feudalismo, un periodo de alto fraccionamiento del poder, no fue sino el resultado del colapso del imperio carolingio, un intento a su vez, aunque de poca duración, de centralizar el poder después del desmembramiento del imperio romano, ante las invasiones de los bárbaros. El absolutismo, por otra parte, fue un claro proceso de centralización, en este caso no solo en el gobierno central, sino en la figura misma del rey.
Los principales instrumentos de limitación del poder se desarrollaron dentro del concepto de “república” o “democracia limitada”. El advenimiento de la república supuso una clara limitación al poder del soberano déspota, siendo los ciudadanos los que acordaron la conformación de un Estado y delegaran parte del poder al gobernante, reteniendo para sí todo lo que no se hubiera delegado, en particular la capacidad de removerlo. Esa limitación no solamente es necesaria para salvaguardar la libertad, sino también para generar un marco de normas suficientemente estable que permita la mejor coordinación de las acciones individuales . Con el tiempo, como el soberano es el “pueblo”, no se sentiría inspirado para imponerse límites a sí mismo, y por ende a sus representantes, y así esos límites se diluirían. El objetivo de alcanzar el “bien común” no puede tener limitaciones respecto a ningún derecho o valor individual. Por consiguiente, según esa visión, el fin justifica los medios.
Surge entonces el gran dilema del Estado democrático moderno: ¿Cómo otorgar al Estado suficiente poder para que garantice nuestros derechos, y al mismo tiempo limitarlo para que no abuse de tal poder?