Alberto Medina Méndez
Presidente del Club de la Libertad de Corrientes.
Desde hace unas cuantas décadas esta idea de un “pacto social” merodea la política. Los que la mencionan imaginan, en realidad, un gran acuerdo de corporaciones que bajo un perverso sistema de representatividad lograría que todos estuvieran satisfechos, fundamentalmente en materia económica.
Quienes deliran con este tipo de ensayos sociológicos tienen una mirada fascista porque asumen con absoluta irresponsabilidad que la sociedad se puede clasificar en grupos de intereses homogéneos y que entonces todo se puede resolverse mediante una simple negociación.
Ese patético modo de ejercer la política, que lamentablemente cuenta con muchos adeptos, supone que participarán de esa mesa los trabajadores a través de los sindicatos, las organizaciones de empresarios y obviamente el gobierno, con todos sus estamentos, agregando también a las instituciones religiosas y sociales, y adicionalmente a las provincias y a los municipios.
Vaya coincidencia. Todos los sectores que auspician este tipo de alquimias se sienten automáticamente convocados a ese gran desafió, y obviamente esperan ser protagonistas de esa vital instancia, asumiendo que disponen de muchos méritos para ocupar ese sitial y tomar decisiones por los demás.
Por políticamente incorrecto que resulte, hay que decir que esta forma de concebir la vida en comunidad, legitimando las decisiones de las cúpulas de una cofradía es eminentemente impráctica y profundamente inmoral.
Los sindicatos no defienden los intereses de todos los trabajadores, sino solo a los de sus agremiados. Aun en el caso de las centrales sindicales, que agrupan a muchos sectores del trabajo, su heterogeneidad geográfica y laboral, les impide sintetizar la totalidad de las voluntades.
Por poderoso que parezca un gremio, lo cierto es que muchos trabajadores no están afiliados, algunos por una voluntad explícita de no querer ser de la partida y otros porque ni siquiera tienen un empleo registrado y por lo tanto no se rigen por las reglas de los convenios colectivos.
En el empresariado sucede algo bastante similar. Por trascendente que resulte una entidad, la misma solo abarca a una fracción de la actividad emprendedora. Las organizaciones de los industriales, productores primarios y también de servicios estarán incluidas, pero no existe institución alguna que pueda contener efectivamente a todos los actores.
Ese tan mentado “pacto social”, no es ni más ni menos que una simplificación que no encaja en la realidad. No existe mecanismo alguno que permita resumir tantas ideas de la sociedad bajo un formato sectorial.
Cada una de estas corporaciones, intentará tironear para su lado, protegiendo sus inquietudes, inclinando la balanza según su conveniencia y asumiendo una dinámica peligrosa que induce a repartir tajadas de una torta fija, en vez de pensar en cómo hacerla crecer para que todos ganen.
La lógica de quienes estimulan este tipo de intrincados contratos sociales, es que los personajes se repartirán el botín, todos estarán conformes con lo logrado y por esa razón cumplirán con lo prometido.
La ingenuidad de los intelectuales que pergeñan estos engendros es que los sindicatos conseguirán mejoras y no reclamaran nada por algún tiempo. Los empresarios establecerán precios moderados y producirán más a cambio de pautas salariales sensatas mientras el gobierno no les aumente impuestos y mantenga aranceles impidiendo el ingreso de competidores externos.
En ese contexto todos actuarán buscando sacar partido de ese esquema, pero existe una imperdonable omisión que deja afuera a los ciudadanos que no participan al no disponer de una institución seria que los defienda.
Alguien dirá que los políticos deben interpretar a la gente. Pues no parece necesario ahondar demasiado en esta cuestión aportando argumentos adicionales para demostrar que esto no se verifica en el presente.
Los que defienden la idea de este tipo de componenda tienen una concepción fascista de la política. Para ellos la gente gobierna a través de las corporaciones de la que forman parte en un sistema indirecto de castas.
Muchos han demonizado al mercado. No lo han hecho inocentemente. Detestan la presencia de múltiples decisores, aman la utopía de las certezas y odian la incertidumbre que emana de las decisiones individuales.
Es cierto que algunos le tienen una fobia ideológica al mercado. Su sola mención los crispa y les genera un espontaneo e instintivo rechazo. Pero otros solo no logran comprender como funciona a diario ese complejo mundo en el que cada individuo vota con sus determinaciones personales.
El único gran pacto eficiente, sustentable y factible al que puede aspirar una sociedad es el que nace de la combinación pacífica de esas decisiones individuales en el que se conjugan las siempre cambiantes preferencias de cada persona defendiendo sus propias e intransferibles percepciones.
Es probable que algún distraído pueda seguir soñando con lo improbable y sostenga que los sindicatos, el gobierno, los credos, y el empresariado pueden lograr un acuerdo que represente a todos los ciudadanos.
Los que conforman esos grupos de presión saben que eso no es cierto, pero están dispuestos a aprovechar esta infantil perspectiva para sacar el máximo provecho sectorial posible gracias al poder que provee esa visión.
Los hechos no se modifican por mero voluntarismo y las variables económicas no obedecen a las negociaciones espurias. Ignorar a la gente solo consigue esconder los problemas, postergarlos, pero jamás logra resolverlos. Si eso fuera posible ya habría ocurrido hace tiempo y la historia reciente dice exactamente lo contrario. Por mucho que moleste a tantos el mercado sigue siendo el único modo de lograr un pacto social genuino.