Carlos Alberto Montaner
Miembro del Consejo Académico, Libertad y Progreso
¿Por qué casi 60 millones de norteamericanos votaron por Donald Trump y lo convirtieron en el próximo presidente de Estados Unidos? Eso hay que explicarlo.
Se trata de un multimillonario, habilísimo negociante que jamás ha sido acusado de filantropía, presunto evasor de impuestos, irrespetuoso con las mujeres, a las que atrapa por la entrepierna sin pedirles permiso, y con los discapacitados, de los que se burla, o con los hispanos, o con todo el que se le opone o detesta. Un tipo carente de filtros que dispara desde la cintura sin medir las consecuencias de sus palabras.
Estas son las ocho razones principales, y ninguna tiene que ver con los emails negligentes de Hillary Clinton o con las mentiras que le atribuyen. Las personas no suelen votar por esas causas, de la misma manera que a Trump no lo rechazó algo más de la mitad del electorado por las señoras que lo acusaron de haberlas manoseado. Esas son racionalizaciones del voto, justificaciones cerebrales, pero no las razones ocultas, casi todas vinculadas a cuestiones emocionales o a intereses personales.
Primero, votaron por él porque es un macho alfa, como los etólogos clasifican a los líderes de la manada. Trump nació para mandar. Rezuma autoridad. Camina y gesticula como un jefe. Ese don de mando, como se le llamaba antes, se convierte en un sentimiento de seguridad entre los ciudadanos de a pie. Si Estados Unidos no fuera una democracia, lo llamarían Duce, Führer o Gran Timonel. Pertenece a la estirpe de los grandes caudillos.
Segundo, porque era un personaje famoso procedente de la tele y vivimos en “la civilización del espectáculo”, como tituló Mario Vargas Llosa su notable ensayo. Nada atrae más la atención del americano medio que los habitantes destacados de la “caja tonta”.
Tercero, porque es un magnífico comunicador que genera titulares. “Hablen de mí, aunque sea mal, pero hablen”. Está intuitivamente dotado para nutrir a la prensa con la observación aguda, la frase escandalosa o el comentario desafiante. Novecientos periódicos lo atacaron y solo uno lo defendió. No importa. Lo único que contaba era la celebridad.
Cuarto, porque advirtió que su mejor vivero de electores era la clase trabajadora menos ilustrada de las zonas rurales, frustrada y venida a menos durante el paso de la era industrial a la del conocimiento. Trump le prestó la voz y los llenó de ilusiones.
Quinto, porque supo crear un relato nacionalista de víctimas y victimarios, en el que sus electores eran honrados trabajadores que padecían los atropellos marginadores de la globalización.
Unas veces los chinos eran los victimarios que utilizaban una moneda artificialmente devaluada en la que vendían barato el fruto de su trabajo. Otras, eran los pérfidos mexicanos, que no sólo enviaban a Estados Unidos a su peor gente, violadores y delincuentes, sino que se aprovechaban de la ingenuidad norteamericana para estafar a sus trabajadores en los Tratados de Libre Comercio. Trump, el maestro en el arte de negociar, anularía o reemplazaría esos acuerdos.
Sexto, porque Trump, a sus setenta años, a sus tres mujeres sucesivas y a su familia glamorosa, era la quintaesencia del patriarca exitoso en una sociedad (como casi todas), que no ha superado esa fase de la evolución de la especie.
Es verdad que las mujeres americanas votan y son elegidas desde 1920 (cincuenta años después de que los varones negros pudieron hacerlo), pero a estas alturas del partido, casi un siglo más tarde, ninguna mujer ha llegado a la Casa Blanca y apenas un 5% dirige las grandes empresas del país. Con tetas no hay jefatura.
Séptimo, porque el machismo y el sexismo, derivados del patriarcado, les exigen a las mujeres un comportamiento diferente al de los hombres. ¿Qué le hubiera sucedido a Hillary si hubiese exhibido una biografía genital como la de Bill o la de Donald? ¿O si hubiera discutido el tamaño y la profundidad de su vagina, como hizo Trump con relación a su glorioso pene? La hubiesen fusilado al alba.
Octavo, porque los demócratas llevaban ocho años en el gobierno y eso genera fatiga en una parte sustancial del electorado. Obama llegó al poder prometiendo un cambio, mientras Hillary asoció su campaña a la continuidad. Eso no es atractivo. Es verdad que Obama se despedirá de la Casa Blanca con un 54% de simpatía, pero, simultáneamente, un 70% de la sociedad tiene una visión pesimista del futuro y ya se sabe que ese estado anímico conduce a la oposición y a la melancolía. Trump prometía un cambio. Era un salto hacia el pasado, pero era un cambio.