Cambiemos, no somos naranjas

LA NACIÓN – Gobierno asumió con un poder político acotado y el desastre heredado era fenomenal. El costo de reordenar la economía implicaba profundizar la recesión que se había iniciado a mediados de 2015. Era difícil pedir que, en ese contexto, se hiciera un gran recorte del desmadre de gasto público recibido. ¿Dónde iban a conseguir empleo aquellos que lo perdieran?

Es cierto que, si no se cuenta con financiamiento, el ajuste que el sector público no hace lo termina haciendo el sector privado, asfixiado por altísimos impuestos. Pero al cerrar el juicio con los holdouts y salir del cepo, el crédito se volvió disponible. Está bien endeudarse para mitigar el costo social de la transición; el problema es volverse adicto y usarlo para mantener un gasto público excesivo. Ese error ya nos llevó a más de un default.

En 2015, la presión tributaria, el peso del Estado sobre el trabajo de los contribuyentes, era récord histórico para la Argentina y se ubicaba entre las más altas de mundo. Recientemente, el Banco Mundial informó que estamos entre los 12 países, entre 190, que más exprimen a sus empresas. Cabe reconocer que el Gobierno inició su mandato aliviando algunas cargas impositivas excesivas y, por ello, siempre consideré que no era justo evaluar, en un año de transición como éste, el compromiso con la austeridad fiscal necesaria para bajar la presión tributaria en el tiempo.

Para hacerlo era conveniente esperar a que presentaran el presupuesto de 2017 y ver si, dentro del gradualismo anunciado, se veía una tendencia a la merma de la carga impositiva. Pues bien, tanto la propuesta de la Nación como las de la gran mayoría de las provincias (incluidas la ciudad y la provincia de Buenos Aires) anticipan que volverá a verse incrementada la pesada carga fiscal que tiene que arrastrar nuestro sector productivo a la hora de producir riqueza.

Lo mismo pasa en el mundo con los empresarios e inversores. Les ofrecen condiciones ventajosas para atraerlos y que produzcan eficientemente; mientras, acá observan cómo vuelven a aumentar la presión tributaria sobre la economía y escuchan que se propone aumentar la alícuota máxima del impuesto a las ganancias. Luego, se quejan de los empresarios porque no “llueven” inversiones. Con suerte, será una garúa si no mostramos una verdadera vocación de cambio.

También, argumentan que cada aumento de impuestos o tasas, significa individualmente poca plata. Olvidan que ésa es la forma en que se despluma a un ganso sin que lo note, sacándole las plumas de a una. El problema es que los “gansos” de los contribuyentes nos estamos dando cuenta de que estamos casi pelados. Alguien que cumple con sus impuestos en la Argentina, trabaja para el Estado hasta julio o agosto -según la estimación que se tome- y sólo el resto del tiempo lo hace para sí. Es absurdo, uno trabaja para su familia y no para que (mal) gasten los políticos de turno. Hay que bajar la carga impositiva sobre la economía y, en la medida que logremos sumar más contribuyentes, aprovechar para disminuirla más sobre los que ya pagan.

Argumentar que ahora se prioriza la inversión en infraestructura (lo cual es bueno) o que mayor austeridad abortaría la reactivación es olvidar que el crecimiento lo genera el sector privado y volver al mito de que el Estado es el motor de la economía.

Cada peso de impuestos que éste último gasta se detrae de la riqueza que produce el primero y de su posibilidad de gasto o inversión. Cada dólar que toma de crédito el Gobierno resta más de un dólar de préstamos para la producción, porque aumenta el riesgo país y reduce el financiamiento para el conjunto. Así, el crecimiento nunca se transformará en desarrollo sustentable. No somos naranjas para que los políticos nos expriman. Es hora de que nos asumamos ciudadanos y le reclamemos al Gobierno: “Cambiemos”, porque esta película ya la vimos y termina mal.