Cómo curarse de la resaca del populismo: una perspectiva histórica

Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.

Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.

La sociedad argentina parece encontrarse en una situación similar a la de los protagonistas de la película “¿Qué pasó ayer?”, que se despiertan al día siguiente de una despedida de soltero desenfrenada con una fuerte resaca y sin recordar lo que pasó. En nuestro caso no se trata de una despedida de soltero sino de las fiestas recurrentes del populismo. Al igual que en el cine, tuvimos la versión original y varias “secuelas”. La primera fue entre 1946 y 1955 (con un breve hiato), la segunda entre 1973 y 1976, la tercera entre 1984 y 1988 y la última en 2007 y 2015.

En 1955, luego de la primera fiesta populista, Raúl Prebisch hizo un diagnóstico de la economía argentina y destacó que atravesaba la crisis “más aguda” de su historia. Según Prebisch, “se comprometió innecesariamente la eficiencia de la producción agropecuaria; no se siguió una política acertada y previsora de sustitución de importaciones; y no se ha dado a la explotación de petróleo nacional el fuerte estímulo que necesitaba… la intervención excesiva y desordenada del Estado ha perturbado seriamente el sistema económico en detrimento de su eficiencia… El Estado ha pervertido burocráticamente la actividad económica privada y alentado ciertas proclividades que perturban sobremanera el sano desenvolvimiento de la economía y la administración.” La economía argentina no podía seguir creciendo por “agotamiento de stocks (de infraestructura, de maquinaria y equipos, de reservas internacionales, de expectativas que subestiman la tasa de inflación, etc.) y estrangulamiento externo.” Palabras más palabras menos, lo mismo podría decirse del final de cada una las fiestas populistas que tuvimos desde entonces, incluyendo la que finalizó el 10 de diciembre de 2015.

La manifestación más visible de la resaca del populismo ha sido una tasa de inflación alta y persistente. Mientras que de 1900 a 1945, esta tasa promedió el 1,9% anual, de 1946 a 1955 el promedio se multiplicó por diez, llegando a 19,8%. A partir de entonces tomó una tendencia ascendente que tuvo su primer pico hiperinflacionario en marzo de 1976 (casi el 40% mensual) y luego otros dos en 1989 y 1990.

Los dos planes económicos implementados luego de la primera y segunda fiesta populista fracasaron (el de Prebisch, implementado por Eugenio Blanco, entre 1955 y 1958 y el de Martínez de Hoz entre 1976 y 1981). En ambos casos porque las autoridades no quisieron o no pudieron erradicar el principal legado del populismo (y causa fundamental de la alta inflación): el descontrol del gasto público. Luego de la tercera fiesta populista fue necesaria una hiperinflación para convencernos de la necesidad de poner las finanzas públicas en orden.

Aunque la tasa de inflación actual (22% en los últimos doce meses) parece baja en relación a nuestra historia, nos ubica entre los diez países con mayor inflación a nivel mundial, flanqueados por la República Democrática del Congo y Yemen. Al igual que en otros miembros de este infame top ten, en nuestro país la inflación es reflejo de un desorden monetario y fiscal. Y este desorden es causado por la incapacidad de la sociedad argentina de comprender de que no puede vivir más allá de sus propios recursos. El populismo es quien ha convencido a la mayoría del electorado de que esto es posible. Pero las leyes económicas inevitablemente se imponen.

Hasta Perón tuvo que reconocer esta única verdad. El primer “plan de estabilización” de nuestra historia fue diseñado por Alfredo Gómez Morales en 1952, cuando el país se encontraba frente a un fuerte brote inflacionario y una crisis externa producto del descontrol del gasto público (y el déficit fiscal) y la distorsión de los precios relativos provocados por las políticas redistributivas del régimen peronista.

Desde entonces, y contando el actual (si es que así se lo puede llamar), hemos tenido otros diez planes de estabilización: Prebisch (Blanco) en 1956, Alsogaray en 1959, Pinedo en 1962, Krieger Vasena en 1967, Rodrigo en 1975, Martínez de Hoz en 1976, Sourrouille en 1985, Erman González en 1990, Cavallo en 1991 y Lavagna en 2002. Es decir, en promedio, uno cada siete años (tres de ellos fueron abortados antes de que pudieran cumplir su primer aniversario). Los hubo heterodoxos y ortodoxos, gradualistas y de shock, con y sin maxi-devaluaciones, con y sin control de cambios.

¿En que se diferencia de ellos el plan de Macri? Fundamentalmente por su incapacidad de reducir de manera contundente la tasa de inflación (lo cual plantea si realmente es un plan anti-inflacionario o una expresión de deseos del gobierno). Esto se puede visualizar claramente en el siguiente gráfico, que compara la evolución de la tasa de inflación en relación a la herencia de la gestión actual con el promedio de los siete planes más duraderos:

Trayectoria de la tasa de inflación mensual el relación a su nivel inicial

Evolución económica y política

Esta trayectoria divergente se explica fundamentalmente por otra diferencia importante: en todos los planes anti-inflacionarios del pasado (con excepción del de Blanco, que fue un fracaso) hubo un ajuste fiscal que a dos años de su inicio había prácticamente eliminado el déficit primario. En el actual, el ajuste fiscal ha brillado por su ausencia. Según las estimaciones del FMI, siempre optimistas, el déficit primario en relación al PBI aumentó de 4,41% en 2015 a 4,96% en 2016 mientras que el gasto público se mantuvo en niveles similares (muchos analistas sostienen que aumentó).

La explicación es por todos conocida: el gobierno, quizás con razón, le da más importancia a un resultado electoral favorable que a la reducción de la inflación. Para lograr esta última pone todas sus esperanzas en una política monetaria restrictiva que ha elevado las tasas de interés. Pero con estos niveles de déficit fiscal y gasto público, esta política le ha puesto un freno a la actividad económica.

Por ahora, como otras veces en el pasado, la política prima por sobre la economía. A partir de octubre, el orden de prioridades deberá revertirse. Caso contrario, en el mejor de los casos seguiremos condenados a la estanflación y, en el peor, nos espera otra crisis. Todo indica que el gobierno es consciente de ello y prepara un verdadero plan anti-inflacionario para después de las elecciones. Esperemos que incorpore las enseñanzas de los últimos setenta años de historia económica.