Un análisis de la “posverdad” más allá de la indignación

Nelson Aguilera

Magister en Estudios Internacionales UTDT (Universidad Torcuato Di Tella) y colaborador de Libertad y Progreso.

Es muy probable que la eclosión del término “posverdad” constituya la novedad más sobresaliente de la terminología sociológica contemporánea. Elegida palabra del año 2016 por el Diccionario de Oxford, la “posverdad” ha tenido el mérito de introducirse en el debate público con una fuerza inusitada. En efecto, la palabra remite a aquellas situaciones en las que los elementos subjetivos y emocionales pesan tanto o más que los hechos objetivos a la hora de determinar los criterios sobre qué es verdadero y qué es falso. Desde luego, quien tuviera la oportunidad de apreciar los frágiles resortes de los que depende la capacidad cognoscitiva de los seres humanos admitiría sin vacilar que la progresiva erosión de las fronteras entre la verdad y la mentira nos hace más vulnerables frente a la manipulación espuria. No obstante, valdría la pena detener el juicio sobre este punto y sugerir una reflexión introductoria que obligara a tratar de describir los procesos históricos que permitieron el surgimiento del fenómeno en cuestión.

Ciertamente, no sería exagerado afirmar que la discusión sobre la naturaleza de la verdad ocupa un lugar privilegiado en la trama identitaria de Occidente. La pregunta por el principio que garantiza el orden del universo encontró en la experiencia temprana de la antigüedad griega una respuesta esencialmente mítica, basada en la presunción de que la tradición era parte del ingenio de la naturaleza para asegurar la regeneración de la vida. Cuando el logos (racional) consiguió desplazar al mythos como unidad de pensamiento, la filosofía se fijó la misión de salir en búsqueda de las esencias con el objetivo consciente de liberarse de la arbitrariedad del pasado. En ese camino -y especialmente a partir de las enseñanzas platónicas-, la edificación de una verdad inmodificable, estable y permanente fue estructurada como la forma de inmunización más efectiva contra los peligros y las deficiencias que se atribuían a la idea de una verdad mutable, aunque los aforismos de Heráclito acerca de la intrínseca mutabilidad del logos lograrían transformarse de todas formas en hitos de referencia para los debates históricos posteriores.

La época medieval procuró resguardar la dimensión moral de una verdad obradora de prodigios y digna de ser amada. Con la intención de adaptar el legado griego a los esquemas conceptuales de la revelación bíblica, los filósofos cristianos propusieron que las nociones clásicas referidas a la inmortalidad del alma, el conocimiento de lo eterno y el bien en si debían ser compatibilizadas con el mundo espiritual allanado por la gracia divina.

Ya en los umbrales de la época moderna, la contracción de los horizontes morales produjo una doble transformación en la concepción sobre la verdad. Por un lado, el rechazo al idealismo y la exhortación a rebajar las aspiraciones normativas hicieron estremecer los cimientos teocéntricos de la filosofía medieval. Asimismo, el llamado a abandonar la actitud de mera contemplación ante la naturaleza y proceder a su conquista abrieron el camino para el desarrollo de elaboraciones metafísicas que hacían énfasis en la función instrumental del pensamiento. Al adquirir un fundamento practico, la verdad fue configurada sobre una nueva base conceptual, particularmente sensible a las pasiones civilizatorias nacidas al calor de la era de los grandes descubrimientos.

Con el advenimiento de la Ilustración, los esfuerzos por interpretar la realidad a la luz de la Razón promovieron la aparición de teorizaciones ambiciosas que pretendieron emplazar la verdad sobre narrativas trans-históricas capaces de brindar cobertura lógica a las vicisitudes de la existencia humana. Fruto de aquellas ínfulas totalizadoras, las aventuras ideológicas que habrían de prosperar en los siglos subsiguientes pudieron hallar su refugio intelectual bajo la soberana protección de la racionalidad moderna.

Fueron principalmente las diatribas nietzscheanas en contra de la idea de progreso indefinido las que imprimieron un tono más encendido a la disputa cultural alrededor de los criterios de verdad. En lo sucesivo, el proceso de revisión crítica de los saberes del hombre moderno marcó el ritmo de la introspección filosófica durante el siglo XX.

Habiendo recorrido varios siglos de maduración intelectual, cabría preguntarse si la “posverdad” representa un esbozo de singularidad frente al paisaje de ruinas de la historia o es apenas una sublimación ambigua del malestar en la cultura propio de toda época. En Orden Mundial. Reflexiones sobre el carácter de los países y el curso de la historia (Debate, 2014), Henry Kissinger nos invita a explorar una primera vía. A través de un exhaustivo repaso por la historia moderna en el que se intenta echar luz sobre los distintos factores que acompañaron el proceso de formación del orden internacional contemporáneo, el autor subraya la influencia seminal de los avances tecnológicos en las modalidades de interacción política. Puesta en consideración con otras variables, se observa que la tecnología no solo impacta en las eficiencias institucionales y armamentísticas determinando el curso de los conflictos, sino que ejerce también un rol fundamental en la mentalidad histórica de los individuos influyendo en la conducta de las sociedades modernas. Partiendo de esa premisa básica, Kissinger destaca que, entre las profundas transformaciones generadas por la tecnología informática, las alteraciones cognitivas al nivel de la conciencia humana se revelan como la consecuencia más importante para la vida en sociedad. En ese sentido -y sin negar las indiscutibles ventajas del uso de las nuevas tecnologías en términos económicos-, el autor señala que la interacción constante con el mundo virtual de los aparatos en red deteriora nuestra capacidad para adquirir conocimiento de forma autónoma debido a que la posibilidad de obtener información al instante nos predispone a concebir la verdad en términos facticos antes que conceptuales. De este modo, la disponibilidad inmediata de todo tipo de información nos estimula a pensar que la forma de solucionar problemas concretos se corresponde más a la búsqueda eficiente en un registro de big data que al proceso tradicional de reflexión metódica.

Por otro lado -y siguiendo el argumento de Kissinger-, parece ser evidente que internet atenta contra la memoria histórica de los seres humanos, induciéndolos a olvidar cosas que creen que podrán conseguir en internet y a que se concentren más bien en recordar aquellos datos que se sospecha que no estarán disponibles. Como resultado de este proceso, la tecnología informática se convierte en un instrumento mediador entre la realidad y el hombre, cuya concepción de la verdad acaba siendo moldeada por las funciones de personalización de contenidos. Inmersos en un espacio aparentemente anónimo en el que los resultados de una búsqueda se ordenan de acuerdo a los registros de antecedentes y preferencias, los individuos son expuestos a una realidad deconstruida a partir de sus propios gustos e intereses. La reificación de la subjetividad propiciada por la revolución informática termina por aniquilar el carácter universal de una verdad ya debilitada por siglos de invectivas teóricas contra los absolutismos de todo tipo.

Quizás sería atinado reconocer entonces que la “posverdad” es en realidad un producto lógico de la evolución intelectual y material de Occidente y que los conflictos normativos que se generan en torno a ella, lejos de constituir una novedad histórica, parecen reeditar viejas antinomias de raigambre filosófica. En un mundo históricamente atravesado por grandes cambios, la verdad ha sido el reflejo de angustias cíclicas que se desvanecen temporalmente para luego reaparecer en otra fisonomía. Solamente viéndolo de esa forma estaríamos en condiciones de comprender que la verdad es tan errática como el ser humano mismo y que, en cuanto tal, suele erigirse en el vehículo intelectual de los traumas, las aspiraciones y las posibilidades comunicacionales de una época, incluida la nuestra. En suma, una asimilación semejante arribaría de buen grado a la conclusión de que la “posverdad” nos coloca ante el desafío moral de tener que impedir que la construcción de legitimidades discursivas degenere (o siga degenerándose) en una lucha pueril entre ficciones más o menos persuasivas. Pero, al mismo tiempo, nos recordaría que la verdad es el eterno secreto de la naturaleza, cuya armónica integridad rechaza con cordial elegancia el lenguaje altanero de la ciencia y la filosofía y se deja seducir únicamente por las pulsiones creativas del arte y la poesía.

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