Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
EL CRONISTA – Francamente me resulta cada vez más difícil absorber la cantinela de políticos en campaña y en funciones al reiterar que su deseo es “solucionarle los problemas a la gente”. Dejando de lado que desconocen en todos sus aspectos la Teoría de la Elección Pública del premio Nobel en Economía James Buchanan que consigna los fines de los políticos, no se percatan de que precisamente los problemas que todos enfrentan en la vida no es de su incumbencia. Su misión más relevante es proteger los derechos de las personas.
Ese es el sentido de los aparatos estatales en una sociedad abierta. Cuando el gobierno se inmiscuye en las vidas y haciendas de la gente comienzan los problemas. Esa fue la idea de Ronald Reagan cuando asumió la presidencia en Estados Unidos al señalar que “el Gobierno no es la solución, el Gobierno es el problema”.
Cuando se dice que el Estado debe hacer tal o cual cosa fuera de sus misiones específicas, debe tenerse en cuenta que el Estado es el vecino. Ningún gobernante pone jamás de su peculio. El deseo irrefrenable de megalómanos empedernidos de manejar el fruto del trabajo ajeno conduce a tensiones inevitables. Los impuestos insoportables, el gasto público sideral, el déficit fiscal persistente, el endeudamiento creciente y la indomable inflación son los resultados inevitables del engrosamiento del Leviatán y el populismo que carcome el nivel de vida de todos, especialmente de los más débiles.
Tal vez todo haya comenzado hace tiempo con Rousseau con su idea de la Voluntad General. Así este autor sostuvo en “El contrato social” que “puesto que el gobierno soberano está formado por los individuos que lo componen no puede tener intereses contrarios a ellos”. Esto lo completa con lo dicho en su propuesta de reforma constitucional de Córcega: “En una palabra, pretendo que la propiedad del Estado sea lo más grande y poderosa posible y que la de los ciudadanos lo más débil que sea posible”.
Pero esta línea argumental se da de bruces con toda la tradición constitucional de una sociedad abierta desde Cicerón en adelante, donde se explicita la imperiosa necesidad de limitar los poderes del gobierno en un sistema republicano. Giovanni Sartori sostiene que la democracia se traduce en un aspecto meramente formal que son las votaciones y un aspecto de fondo que es el respeto a los derechos individuales.
El derecho no es una declaración en cualquier sentido, su contrapartida constituye una obligación y cuando se proclama la facultad de que unos dispongan coactivamente del bolsillo de otros se trata de un pseudoderecho, puesto que lesiona las facultades de terceros.
Entre nosotros, Juan González Calderón ilustra la idea al apuntar que los demócratas que se circunscriben a los números de los procesos electorales, ni de números entienden puesto que operan en base a las siguientes ecuaciones falsas: el cincuenta por ciento más el uno por ciento es igual al cien por cien y el cincuenta por ciento menos el uno por ciento es igual a cero.