La libertad de cada uno es la libertad de todos

Lic. José Luis Jerez

El tópico central de este artículo es el de la libertad, y quiero sugerir en el mismo que sólo una mirada sensata, realista y razonable, que forme el juicio (no que lo adoctrine, lo que sería reforzar el prejuicio) puede orientarnos hacia una auténtica emancipación que redima a los hombres del estado prenatal en el que muchos se encuentran adormecidos frente al magnetismo y la ilusión de fenómenos multitudinarios en los que la imitación y la sugestión juegan un rol preponderante, como sucede, por ejemplo, con el populismo tribunero, de balcón, o bien, con el neopopulismo virtual de la política tardomoderna.

Cuando en filosofía se habla sobre el fenómeno de multitud, en donde los individuos se extravían olvidándose de sí mismos, se piensa en el “Impersonal”, una suerte de estructura “anónima” (bien entre comillas) que impone modos y modas, al tiempo que  permite ciertas “libertades sociales”, inhibiendo la libertad individual de las personas. Perdidos, los individuos, en esta multitud, se vuelven prisioneros en la caverna, en donde sólo ven sombras y oyen murmullos, creyendo que las cosas son reales porque así lo cree el grupo. En la caverna (en la multitud) la libertad individual se vuelve espinosa, y la sumisión, como la servidumbre al grupo se naturaliza como aceptable. Tal como lo diría Hannah Arendt, el hombre corriente (el de la multitud) se desenvuelve en conversaciones que están plagadas de estereotipos, de frases hechas, de una fuerte adhesión a lo convencional y de códigos de conducta estandarizados. El individuo que se ha olvidado de sí, y que ha entregado su voluntad y su libertad individual a una abstracta y poco definible voluntad general, ha hecho su mejor ofrenda, y entrega de fe ciega, a los gobernantes populistas. Ahora bien, eso que los filósofos han llamado el “Impersonal” no es tan impersonal como parece. Siempre hay alguien detrás: una elite de gobernantes que manejan los hilos de la multitud que siempre es pensada colectivamente.

Si lo que queremos es defender la libertad, lo primero que debemos proteger es su carácter indivisible. Esto es, si hay libertades políticas y sociales, también debe haber libertades económicas. Si alguna de estas libertades es llevada por delante, entonces no podemos seguir hablando de libertad, como sí de intervenciones, inhibiciones o restricciones. Lo segundo, es que cualquier discurso que intente persuadirnos en que debemos renunciar a ciertas libertades individuales en pos de la tan sacrosanta “libertad general”, debe ser rechazado. Y no por una antipática fobia a lo social, sino por el engaño que un discurso de este tipo acarrea consigo. El punto es por demás sencillo: si en un grupo de cien personas se garantiza la libertad de uno y cada uno de los individuos, sin cargas ni privilegios o concesiones de cualquier tipo, entonces el grupo también será libre. Por el contrario, si en pos de la libertad del grupo, algunos integrantes deben ceder parte de su libertad, entonces la libertad ha sido quebrada.

En resumen, reconocer el valor del individuo por sobre el grupo (en cualquiera de sus múltiples modos: pueblo, nación, colectividad, etc.) implica dar cuenta que sólo a este (al hombre de carne y hueso) le vale la defensa de sus derechos y su contraparte, la atribución de sus obligaciones, de su razón y de su libertad. Lo demás es pura retórica. Y, finalmente, contrario a la opinión de sentido común, que viene a decirnos que en la defensa de lo social, de lo colectivo, habita la solidaridad hacia los demás, hay que aclarar que es justamente al revés: es en la defensa de lo individual en donde habita el verdadero reconocimiento de los otros. Lo social niega al otro en cuanto tal, lo disuelve en las sombras de la caverna, es decir, de la multitud o la masa. En cambio, lo individual lo eleva, y lo reconoce como lo que verdaderamente es: él mismo. En este sentido, el otro es el encuentro, pero también, el límite. Y, lo real del otro no es el concepto (lenguaje) que lo sitúa o le da pertenencia en una sociedad o en un grupo, cualquiera sea este, que lo condiciona o determina, cuando no lo diluye. Tampoco lo es su pertenencia al “pueblo” (gesto viciado por los partidos populistas, que suprimen toda voluntad individual en aras de un “pueblo” bien diseñado; convirtiendo al disidente en imagen del “antipueblo”), sino que por el contrario, lo real del otro es su propia existencia, que piensa, siente, se emociona, que actúa, y por tanto, que puede elevar su libertad individual –sin interferencia e inhibiciones– hasta su autorrealización, siendo esta la verdadera posibilidad de transformación de sí y de la realidad.