El déficit de racionalidad económica de los argentinos

Muchos sectores cuestionan la falta de inversiones, pero no impulsan la reducción de impuestos basada en una baja aún mayor del gasto público.

La ciencia económica comprende leyes e interpretaciones que guardan una lógica y deben convalidarse con la realidad y la experiencia. Puede haber distintas opiniones sobre cómo conviene impulsar el crecimiento o cómo reducir la inflación, pero no debería haber discrepancias acerca de cuáles son los factores determinantes de esos fenómenos. Las vertientes ideológicas, sean el mercado o el colectivismo, difieren en su filosofía y en su propuesta de organización social, y por lo tanto en las políticas económicas que les son consecuentes. Pero no se distancian en la explicación de las causales.

Son minoría en nuestro país quienes adhieren al marxismo y sus derivaciones. Sin embargo, en materia económica parecen predominar las ideas estatistas y antimercado. Está también muy extendida la consideración de que los bancos y los servicios financieros son agentes parásitos del mal. Por lo visto, sin un mínimo de formación económica cuesta entender cómo funciona el sistema económico y el porqué de la necesidad de los mecanismos financieros que hagan posible el comercio, la producción y el traslado del ahorro hacia la inversión. Quienes dicen que se debe implementar un sistema de producción y no uno “especulativo” o financiero desconocen cuestiones básicas de la economía. Peor incluso, hay quienes conociéndolas utilizan la muletilla de atacar a los bancos porque eso produce rédito electoral. Otro error difundido es desconocer que la inflación tiene origen en causas monetarias o en desequilibrios macroeconómicos y creer que es motivada por los comerciantes y productores que remarcan caprichosa y aviesamente los precios.

En los ambientes académicos, la comprensión racional de los fenómenos ha ido desplazando los sesgos interpretativos prejuiciados por motivos ideológicos. En cambio, en los segmentos sociales con escasa o nula formación económica prevalecen los errores impulsados por posiciones ideológicas o por simples sentimientos. En estos segmentos es común imaginar conspiraciones en sustitución de la falta de un diagnóstico técnico. Muchos políticos avisados explotan estos errores apelando a la arenga convocante que indica que la culpa de los problemas económicos la tienen las ganancias abusivas del “capital concentrado”. Los gobiernos populistas que llevan sus países a la crisis o a la decadencia económica suelen simplificar su interpretación de las causas en esas erróneas pero convocantes consignas.

El kirchnerismo fue un ejemplo extremo de estos comportamientos, con el agravante de que esa falsa preocupación por lo social fue acompañada con la mayor corrupción que hayamos conocido. El peronismo, con toda su heterogeneidad, ha apelado desde su creación a esas malas interpretaciones de la ciencia económica, llevando a nuestro país a la decadencia relativa en el concierto internacional. Además, impulsó en el mismo sentido a una mayor proporción del resto del espectro político. Ha logrado diferenciarnos de otros países donde las socialdemocracias y hasta los socialismos respetan la racionalidad económica. Chile es el ejemplo más cercano. El fenómeno peronista empujó al radicalismo en los cuarenta a la Convención de Avellaneda, produciendo un viraje hacia las consignas ideológicas impregnadas de estatismo. Quienes atacan la economía de mercado deberían saber que ese es el sistema compatible con una democracia liberal. También deberían tomar nota del fracaso económico del colectivismo y las experiencias de su dura destrucción de las libertades cívicas.

El gobierno de Cambiemos sufre las inhibiciones de estas confusiones. La herencia que recibió fue de tal gravedad que exigía, además de ser reconocida, aplicar medidas correctivas que fueran a la esencia de los problemas: reducir el gasto público, eliminar los escollos para invertir, mejorar la competitividad, desregular. Después de suprimir el cepo cambiario, salir del default y retornar a los mercados, el presidente Macri pareció quedar neutralizado por considerar la racionalidad económica contradictoria con sus deberes frente a la sociedad. No investigó si a la larga el gradualismo terminaría generando una situación de alto riesgo y que afectaría más a los que menos tienen. No analizó la forma de aplicar amortiguadores sociales a las imprescindibles políticas racionales que debían corregir el enorme problema fiscal que había heredado. Predominaron a su alrededor las posiciones generalmente conocidas como “heterodoxas”, entendidas en esos ámbitos como opuestas a las supuestamente elitistas y destructivas políticas “neoliberales”. No solo su circulo cercano tomó esa posición. También lo hizo buena parte del periodismo. Las medidas correctivas que la mayoría de los economistas postulaban se acompañaban en las columnas periodísticas con los adjetivos “salvaje”, “economicista” o “antisocial”. Muchos medios abundan hoy en la consideración positiva de aquellos que sostienen políticas activas intervencionistas y proteccionistas, y quitan importancia al déficit fiscal. Hasta se llegan a considerar una tilinguería las posiciones liberales. Es así como se cuestiona la falta de inversiones, pero no se impulsa la reducción de los impuestos basada en una disminución aún mayor del gasto público. Poco o nada se dice de la necesidad de una reforma laboral en profundidad, como las realizadas en Chile y en Brasil. Se encomia la habilidad política de quienes negociaron los acuerdos con los gobiernos provinciales, sin percibir que fueron generosos en la distribución de recursos y poco exigentes en la corrección del desborde fiscal provincial de los últimos 15 años. Se aprecia el incremento de los subsidios a grupos sociales, lo que ha acentuado el asistencialismo sin tener en cuenta el drama de un Estado quebrado y que gran parte de esos fondos alimentan el activismo político de grupos agitadores.

Claramente, nos inclinamos a pensar que el déficit de racionalidad económica es casi tan pernicioso como el fiscal.

EDITORIAL DE LA NACIÓN, 18/09/18