G20, consenso, coexistencia y nuevo debate

Por Pablo M. Leclercq

La palabra consenso ha sido, posiblemente, la más repetida en el G20, tanto en las sesiones oficiales, como en los comentarios de los periodistas y analistas. Es la regla de esta multilateral; nada que no se apruebe por consenso puede ser considerada allí como una decisión formal. Sin embargo la palabra más adecuada, humana o liberal, es coexistencia.  La primera significa igualar ideas, sentir igual. La segunda convivir en el disenso. Quizás uno de los puntos salientes de esta cumbre haya sido la de incorporar en el texto del documento final los temas de disenso firmado por todos; una forma de afirmar el rango de la coexistencia. La palabra, tanto más si escrita, crea nuevas realidades. ¿Estaremos entrando en una nueva manera de convivir en un mundo diverso, sin sistemas hegemónicos que quieran imponerse?, como lo son y lo han sido sistemas políticos tales como la democracia o el comunismo?,  estará llegando a su fin la idea de la verdad única, la de la creencia hegemónica que no se discute; la que se sostiene en la ideología más que en el dato refutable de la realidad, que acepta la fragilidad de la percepción humana como método de conocimiento a tientas de esa realidad?Acuerdos internacionales

El objetivo final debería ser la coexistencia pacífica, la de la tolerancia propia del liberalismo, que también es la del cristianismo y la música de fondo de las filosofías orientales.

En un artículo anterior me referí a la falsa dicotomía entre elitismo e igualdad. El elitismo es un galicismo que significa lo mejor en su género y en su tiempo; la igualdad debe ser entendida como la puerta de acceso al elitismo. No hay obrero que no aspire a ser burgués.

Hay un tercer concepto fundamental que es el de la legitimidad del poder.

Todos estos temas están en el índice de la historia de la filosofía política.

El paso de la foto a la película, que está en el corazón de la actual crisis de la democracia y del capitalismo global, visibiliza la paradoja de las dificultades provocadas por la solución transitoria o síntesis del ciclo; como  reminiscencias dialécticas del buen Frederic Hegel.

En efecto, los mayores ingresos personales y de su distribución, resultado de la aplicación de estos patrones y valores del capitalismo global, dando lugar a una explosión de las expectativas en mayor proporción que la del crecimiento de esos ingresos, son una de las principales causas de las crisis mencionadas. De aquí a concluir que el problema crucial de la legitimidad del poder es la sustentabilidad económica del sistema, hay un paso. La más evidente falacia de legitimidad política del sistema de poder nacido en 1943, vigente en los últimos setenta años, fue la falta de sustentabilidad económica.

Estos fenómenos significarán mayor impacto global con el ingreso de países como China o India cuya demografía amplifica los efectos negativos de la expansión de las expectativas sobre la estabilidad socio-política. Es difícil imaginar qué pasaría si los chinos votaran.  Si hay algo de irreversible en sus consecuencias  es un sistema electoral pluri- partidario antes de tiempo; el kayros de los griegos. Los franceses necesitaron más de un siglo y medio después de su Revolución de 1789 para estabilizar una república inestable, acosada por el estado de bienestar. Nos lo muestran las fotos de Paris ardiendo en los días del G20. Nosotros mismos, por políticamente incorrecto que luzca, experimentamos nuestro voto universal obligatorio de 1912 seguido por tres décadas tumultuosas y, a partir de 1943, por un periodo de decadencia inexplicable del que todavía no salimos.

La sustentabilidad económica de las naciones depende de dos circunstancias: una exógena o global y la otra de equilibrios macroeconómicos internos con una moneda que cumpla con su cometido.

El primero en el teatro de operaciones de los sistemas financiero y comercial global en el marco de un áspero debate, con riesgosas implicancias en el campo militar y de la paz mundial. La segunda en el terreno del manejo del negocio electoral propio de la democracia y su peligroso sesgo hacia el populismo, moderna forma de la demagogia.

La gran diferencia entre hoy y el mundo de las naciones nacido en la paz de Westfalia de hace más de cuatro siglos, es la tecnología, desplazando de la primacía al trabajo y al capital, como factores de producción. La educación de las personas, aliadas a la inteligencia artificial, representa una revolución más profunda que la de la agricultura y el sedentarismo; más aún, más profunda que la de la revolución industrial de fines del XVIII. Las transformaciones que se van a producir o se están produciendo en la configuración social de las naciones más avanzadas, pone en escorzo toda la tarea prospectiva a la estuvo acostumbrado el mundo académico del siglo XX.  Sería deseable que esa nueva configuración facilite en las sociedades las relaciones de cooperación por sobre las de confrontación, con el impacto que esto podría tener en los sistemas políticos. Es la hora del diálogo y la tarea crítica ajena al vocerío de la lucha política. En este terreno se dirime la primacía de las naciones del futuro en el mundo global, ¿se estará más cercana de la paz kantiana; es ésa la hipótesis optimista?

Aterrizando de la filosofía política global a la política nacional a secas, sería deseable  que esta cumbre sea un hito inaugural de una nueva política interna de nuestro pequeño país con el 0,3% del comercio global, el mismo que a principios del siglo XX llegó a ser el primer exportador per cápita del mundo. Volver a la vieja idea de la Argentina del apogeo en la que, partiendo de la nada, la política exterior fue el eje que amarró los noventa años de políticas de estado que nos hicieron grandes, respetadas desde Alberdi, Sarmiento y Urquiza  hasta Alvear, Ortiz y Pinedo.

Después vinieron los años del aislacionismo, los de la utilización de la política exterior como recurso interno de la política agonal, del nacionalismo xenófobo, el de la tercera posición y de los no alineados de espaldas al mundo del progreso. En síntesis, el país de la división, la grieta, la de las teorías conspirativas megalómanas y la decadencia.

Esta cumbre debería servir para mostrarles a los argentinos que el mundo debe ser visto como un recurso y no como una amenaza; que nos viene a traer oportunidades de trabajo y no a llevarse el agua, los minerales y las materias primas; que es en los pliegues de esos grandes flujos  comerciales donde el genio de nuestra iniciativa privada debe encontrar sus nichos de actividad; donde el rol del Estado esté en asegurar una macroeconomía equilibrada con una moneda que cumpla con sus tres condiciones claramente expresadas por Julio Olivera: bien de intercambio, unidad de cuenta y reserva de valor. La patria no está en ese instrumento sino en lo que ese instrumento, que no tiene nacionalidad, está en condiciones de hacer por la patria.

Ese es el caldo de cultivo indispensable donde fecundan esos nichos, y no en arbitrar entre la riqueza y la pobreza donde el Estado demostró su ineficiencia, ni en recomendarnos dónde invertir. Dadme una moneda fuerte y moveré la economía, parafrasearía Arquímedes.  La comprensión de esta idea puede volver a alinear a los intereses alrededor de que la primera y fundamental política de estado de largo plazo, eje del resto de las políticas de estado, es la inserción de la Argentina en el mundo con una moneda no repudiable. La manera de hacerlo debería ser la materia de discusión de los economistas. Esos intereses deberán abandonar sus pequeñas ventajas, hacer el sacrificio de resignarlas, aceptar las pérdidas transitorias que deberán soportar, dar el paso atrás que permitan los dos adelante.

Estamos frente a una oportunidad histórica de construir, alrededor de estas ideas fuerza que se visibilizaron en esta pedagógica  cumbre de la que fuimos anfitriones, el gran acuerdo de políticas de estado de largo plazo que nos saque de la decadencia de los últimos setenta años.

Nuestras opciones respecto del mundo  dejaron de ser la de la generación del 80 con el imperio británico ni la de los 70 años de aislacionismo; hoy nuestra opción es el mundo nuevo que se está edificando a  nuestro lado y que no dejamos de analizar con categorías perimidas; esta cumbre nos lleva a nuevos debates, en donde las viejas historias, ideologías y relatos locales son tan viejos que sólo podrán interesar a una galería de disparates vernáculos. Christine Lagarde hizo referencia al genio argentino. De ese genio, distribuido en todos los sectores, podrán surgir las nuevas elites del pensamiento;  la nueva generación del 37 que en su momento tuvo la genialidad de entender el mundo de la época. Son la elites y no las masas las que impulsan los cambios eficientes.