Ha publicado artículos en diarios de Estados Unidos y de América Latina y ha aparecido en las cadenas televisivas.
Es miembro de la Mont Pèlerin Society y del Council on Foreign Relations.
Recibió su BA en Northwestern University y su Maestría en la Escuela de Estudios Internacionales de Johns Hopkins University.
Trabajó en asuntos interamericanos en el Center for Strategic and International Studies y en Caribbean/Latin American Action.
Esta semana marca 40 años desde el inicio de la revolución islámica en Irán. Marca también tres décadas desde que el ayatola Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie a través de una fatwa por escribir Los versos satánicos. Según el ayatola –que buscaba reforzar su imagen en el mundo musulmán tras ocho años de una guerra inútil y sangrienta con Iraq–, su edicto religioso se justificaba porque la novela de Rushdie era blasfema.
Desde entonces, la blasfemia ha servido de inspiración al extremismo islámico para amenazar la libertad de expresión en Occidente. Los dos ejemplos más sensacionales son el asalto terrorista a la revista francesa “Charlie Hebdo” en el 2015 y, años antes, la reacción violenta a la publicación de caricaturas del profeta musulmán en un periódico danés.
Ante estos ataques, queda claro que los valores fundamentales europeos de tolerancia y libertad de expresión se han debilitado. Cuando se trata de temas delicados del islam, por ejemplo, los medios frecuentemente practican cierta autocensura. La seguridad de los periodistas, sin duda, juega un rol en esa decisión y eso es entendible. Pero también lo juega la idea de que se deben evitar expresiones que puedan ofender a la religión, pues estas no se diferencian mucho del discurso de odio (la publicación de las caricaturas del profeta fue controversial entre europeos precisamente por esa razón). En ambos casos, sufre la libertad de expresión.
No solo se trata de autocensura. El año pasado la Corte Europea de Derechos Humanos falló a favor de una ley austríaca que criminaliza denigrar la religión. Se trataba del caso de una señora que declaró públicamente que el profeta Mohamed era pedófilo. Al ser multada, apeló a la Corte Europea argumentando que la ley violaba su libertad de expresión. Luego de que la señora perdiera su caso, los expertos Jacob Mchangama y Sarah McLaughlin observaron que “las instituciones europeas de alta jerarquía son tan propensas a hacer cumplir leyes contra blasfemias y ofensas religiosas como así también a revertirlas”.
El fallo de la corte supuestamente protege a la minoría musulmana en Europa que está expuesta a la intolerancia. Pero contradice el derecho internacional respecto a los derechos humanos y la incompatibilidad de la libertad de expresión con las prohibiciones a la blasfemia. Es lamentable, ya que actualmente el 20% de los países europeos prohíbe la blasfemia u ofensas a la religión.
Censurar ciertas categorías de expresión no suele lograr lo que busca, señala Flemming Rose. Prohibir la blasfemia, por ejemplo, puede legitimar actos violentos por parte de los supuestamente agredidos. También observa que lleva a incoherencias. Muchos de quienes antes defendían la publicación de las caricaturas del profeta luego defendieron una propuesta de ley para no procesar visas a líderes religiosos críticos de la democracia, entre otras cosas. Por otro lado, quienes se oponían a la publicación de las caricaturas luego defendían a los líderes religiosos extranjeros cuyas expresiones de odio hacia Occidente no debía descalificarles de recibir visas.
Los valores fundamentales liberales europeos de la tolerancia se están debilitando a nombre de la política identitaria. Si algo nos enseñan los 30 años desde la fatwa a Rushdie, es que nadie es dueño de la verdad y que, en una sociedad libre, todo debe ser criticable.
O como dice Jonathan Rauch: “Una sociedad que haya adoptado principios escépticos aceptará que las críticas sinceras son siempre legítimas. En otras palabras, si cualquier creencia puede ser incorrecta, entonces nadie podría reclamar de forma legítima haber puesto fin a una discusión –nunca–. En otras palabras: nadie tiene la última palabra”.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 12 de febrero de 2019.