El Gobierno prometió una revolución educativa. ¿Qué resultados obtuvo?

Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.

INFOBAE – En marzo de 2016 el presidente Mauricio Macri, en su primer discurso de apertura del Congreso, realizó un claro diagnóstico: “La educación pública tiene severos problemas de calidad y hoy no garantiza la igualdad de oportunidades”. Nadie podía dudar lo acertado de la foto. Por eso, el por entonces ministro de Educación, Esteban Bullrich, junto a sus colegas de todas las provincias, firmaron la Declaración de Purmamarca que trazó los ejes de la denominada revolución educativa que el Gobierno proponía llevar a cabo.

Han pasado más de tres años y en educación el Gobierno ha demostrado tener buenas intenciones, pero en concreto ha hecho poco. Es más, el diccionario de la Real Academia Española define el término revolución como ‘un cambio rápido y profundo en cualquier cosa’. Las medidas propuestas en la Declaración de Purmamarca, en el mejor de los casos, no hubiesen producido semejante cambio, sino una mejora demasiado gradual para la gravedad de la crisis.Exámenes en escuelas públicas

¿Qué entiendo por una verdadera revolución educativa? Permítanme acudir a una cita de hace casi 15 años de Mario Vargas Llosa: “¿Cuántos de los lectores de este artículo saben que en Suecia funciona desde hace años y con absoluto éxito el sistema de vouchers escolares para estimular la competencia entre colegios y permitir a los padres de familia una mayor libertad de elección de los planteles donde quieren educar a sus hijos? Antes, en Suecia, uno pertenecía obligatoriamente a la escuela de su barrio. Ahora, decide libremente dónde quiere educarse, si en instituciones públicas o privadas —con o sin fines de lucro— y el Estado se limita a proporcionarle el voucher con que pagará por aquellos servicios”.

Desde la década de 1970 el sistema escolar sueco había disminuido considerablemente en calidad. Solo quienes podían hacer frente a las altas matrículas de las escuelas privadas, mientras, a su vez, pagaban los elevados impuestos característicos del país, tenían la capacidad de proporcionar una educación de excelencia a sus hijos. El resto de la población debía concurrir a las escuelas públicas de sus municipios. A partir de la reforma de 1992 todo padre puede decidir libremente dónde educar a sus hijos. El Estado se limita a proporcionarles un voucher para pagar por dicha educación.

El programa fue introducido por una coalición de centroderecha, en ese entonces en el gobierno, con el fin de crear un mercado a la competencia, el espíritu empresarial y la innovación. Al retornar al gobierno la democracia social, la popularidad del programa la llevó a no revertirlo, sino, por el contrario, a expandirlo. Hoy la página oficial del gobierno de Suecia señala: “El número de escuelas independientes en Suecia está creciendo, y poder elegir la escuela se ve como un derecho. A cada niño se le asignan los fondos para su educación, desde el nivel preescolar hasta la escuela secundaria. De esta forma, el gobierno sueco apoya el establecimiento de las escuelas independientes”.

El éxito de la reforma tomó a sus mismos arquitectos por sorpresa. En 2018 una de cada ocho escuelas en Suecia era de las denominadas independientes y, en Estocolmo, en determinados rangos de edades, hasta el 30% de los estudiantes asistían a dichos establecimientos.

Per Unckel, ministro de Educación sueco entre 1991-1994 y gestor de la reforma del sistema educativo, declaró, años atrás: “La educación era demasiado importante como para dejarla en manos de un solo productor”.

Es posible encontrar, a lo largo de los tiempos, múltiples opiniones coincidentes con esta apreciación. Por ejemplo, el renombrado pensador francés Frédéric Bastiat señalaba, en 1849, en su ensayo ¿Qué es el dinero?: “La necesidad más urgente no es que el Estado deba enseñar, sino que debe permitir la educación. Todos los monopolios son detestables, pero el peor de todos es el monopolio de la educación”.

Ciento cincuenta años más tarde, en una entrevista realizada por el Instituto Smithsoniano, Steve Jobs realizó un diagnóstico similar: “Al monopolista no tiene por qué importarle prestar un buen servicio. Eso es lo que IBM fue en su día. Y eso es sin duda lo que el sistema de educación pública es en la actualidad”. Más aún, agrega Jobs: “Una cuestión de hecho es que si un padre desea que su hijo estudie en un colegio privado, no podrá utilizar para ello el costo de educar a su hijo en el colegio público, sino que deberá pagar además el precio de la escuela privada”. Es claro que ello convierte, para muchos padres, a la educación pública en la única alternativa factible para la educación de sus hijos. ¡Un real monopolio!

En julio 2017 el cardenal Daniel Sturla, arzobispo de Montevideo, en una entrevista radial manifestó: “Lo que la Iglesia trata de proclamar desde hace muchos años en este país es que apliquemos el derecho de los padres a elegir la educación que quieren para sus hijos (…) Todo padre tiene derecho a elegir, para la enseñanza de sus hijos, los maestros e instituciones que desee, establece la ley”. El cardenal Sturla subrayó que este derecho “supondría dar a los padres que tienen dificultades económicas la posibilidad de poder también elegir, del mismo modo que lo hacen los padres que tienen suficientes medios”.

Esta declaración no hace sino reafirmar pasadas expresiones del cardenal. Por ejemplo, en una entrevista, en junio de 2015, Sturla fue todavía más incisivo preguntándole al periodista dónde mandarían los políticos a estudiar a sus hijos. Cuando el periodista le contestó que “seguro a centros privados”, el cardenal replicó: “Si fuera así, ¿por qué no les dan a los pobres lo que les dan ellos a sus hijos?”.

Es claro que dicha apreciación en nada difiere del pensamiento de Milton Friedman, quien, en una entrevista para el New York Magazine de 1975, declaró: “Yo culpo a las personas bien intencionadas que envían sus hijos a escuelas privadas e imparten cátedra a las ‘clases inferiores’ sobre la responsabilidad de enviar sus niños a escuelas estatales en defensa de la escuela pública”.

Es hora de dejar de discutir cómo mejorar detalles de un sistema anacrónico y permitirnos ampliar nuestra visión. Debemos rechazar la falacia que insiste en que permitir elegir a los padres la escuela a la que concurrirán sus hijos, más allá de sus posibilidades económicas, atenta contra la educación pública. La educación no es una opción binaria. Estar a favor de la igualdad de oportunidades, a favor de la posibilidad de elección, no es estar en contra de nada.

Por ello, qué mejor para cerrar esta nota que una última cita del cardenal Daniel Sturla, en este caso de abril 2015: “Si ponemos al chico en el centro, hay que apoyarlo. Sea público o privado, no importa. Lo que importa es salvar a los chicos concretos, porque si no, caen en lo que ya sabemos, la deserción escolar y por tanto lo que eso trae aparejado: la droga, la esquina, la cerveza”. Nada que agregar.