¿A dónde vas, país rico?

Consejo Académico, Libertad y Progreso.

¿Es la Argentina el mejor país del mundo? No. ¿Es el peor? Tampoco. Hay evidencia de que estamos en el medio del pelotón y que todavía se vive mejor que en muchos lugares. Pero también hay evidencia que desde algún momento del siglo XX – que se puede ubicar a mediados de la década de 1930, pero con más nitidez a partir de 1943 – venimos perdiendo posiciones respecto de muchas economías, así como que, ya en este siglo XXI, un tercio de la población vive debajo de la línea de pobreza.

Describiendo la dinámica de las sociedades, el padre Rafael Braun decía lúcidamente: “La retaguardia marca el ritmo, la vanguardia marca el rumbo”. Veremos como el “mito del país rico” hizo que nuestras vanguardias, algo desaprensivas antes de 1930, erraron el rumbo a partir de ese año y más aún después de 1943. Y también como tras tantas décadas de retraso nadie le dice a la retaguardia que lo del país rico era un mito y que solo se crece y se crea riqueza con trabajo y ahorro… Con mucho trabajo y con mucho ahorro.Cómo crecer en libertad en Argentina

 

  1. El mito del país rico

Se trata de un mito que puede significar cosas muy distintas para diversas personas, pero la noción más común es que en estas tierras el crecimiento económico, la creación de riqueza y la erradicación de la pobreza serían fáciles de alcanzar sin esfuerzos extraordinarios. Ningún presidente de la Nación, ni de ahora ni de antes, ganó una elección hablando de la necesidad de sacrificio y privaciones. Siempre se ganó con la promesa del país rico y del bienestar que caería sobre la población “si me votan a mí”. Analizar el origen de este mito es importante porque mientras no surja una dirigencia (una vanguardia) que nos desmitifique y nos ubique en nuestras reales posibilidades, nunca seremos capaces de torcer el rumbo.

Este mito se originó casi desde el comienzo de nuestra colonización. Si bien quienes llegaron al Rio de la Plata con Juan de Solís, Sebastián Gaboto o Pedro de Mendoza no la pasaron nada bien ni hallaron oro ni plata, los que algunas décadas más tarde llegaron con Juan de Garay se encontraron con una inmensa llanura, poblada – casi como un yacimiento inagotable – de miles de cabezas de ganado en constante reproducción. Fue esta sorprendente abundancia inicial de caballos y de carne de vaca, bienes nada baratos en la Europa contemporánea y obtenibles aquí con poco esfuerzo, lo que ya en el siglo XVI dio origen al famoso mito del país rico, aunque esos colonos debieran morar inicialmente en modestas viviendas de barro (en comparación con las sólidas construcciones que caracterizaban a Europa) y pasar por toda clase de privaciones, salvo hambre…

En los siglos siguientes (XVII y XVIII) el mito tuvo fundamentos más sólidos que la mera abundancia de ganado vacuno: Exportando cueros, tan abundantes y fáciles de obtener como la carne del ganado cimarrón, fue posible importar – por derecha o de contrabando – los bienes que no se hallaban en las pampas. También lo posibilitó el arreo de enormes rodeos de mulas que bien se pagaban en plata en las provincias altoperuanas y en el Perú. Algo después se agregó la exportación de carne salada y ni hablar en las décadas finales del siglo XIX, cuando organizado el país en torno a la Constitución alberdiana, extinguido el peligro de los malones y ampliada la frontera agropecuaria, la llegada de capitales e inmigrantes y la irrupción del ferrocarril, la navegación a vapor y la técnica del frio, transformaron al país en uno de los principales exportadores mundiales de carnes, lanas y granos, llevando el ingreso per cápita a valores cercanos o incluso superiores a los de economías más desarrolladas.

A mayor éxito y abundancia de alimentos, más se iba enraizando el mito del país rico. Y de una u otra manera, el mismo fue haciendo crecer una confianza ilimitada, casi irresponsable –  ¿hasta teñida de cierta indolencia? – respecto del futuro: Si todo venía tan bien ¿para qué pensar en cambiar el rumbo de una economía insertada en el comercio internacional?

No se trata de que nuestros antepasados habrían trabajado poco o que no habrían tenido inquietudes. Además de la cuota de vagos o indolentes que la habrá habido como en toda época y lugar, el mito del país rico significó (y significa) que junto al jinete que enlazaba hacienda cimarrona, al gaucho que más tarde arrió enormes rodeos, al chacarero o arrendatario que aró y cosechó miles de hectáreas, al peón trabajador que extendía miles de kilómetros de vías férreas, al estibador que cargaba bolsas al hombro, al emprendedor que instaló un almacén de ramos generales, al propietario que vivía de sus rentas, o incluso a las mentes brillantes como Alberdi, Sarmiento, Avellaneda o Pellegrini, capaces de detectar, denunciar y tratar de corregir las debilidades o aspectos más defectuosos de la sociedad, junto a todos ellos, en esa misma sociedad pujante, se fue extendiendo la noción de que era posible – y hasta había derecho – a vivir con holgura y con perspectivas ilimitadas de progreso. No que no hubiera pobres en la tierra, pero que al no tratarse de una pobreza debida a la falta o a la carestía de alimentos, sería más o menos fácil de erradicar.

 

  1. La vanguardia frente a los estragos de la Gran Guerra y de la crisis del 30: Efectos económicos y políticos

La guerra mundial que se extendió entre 1914 y 1918, los traumáticos ajustes de la posguerra, la revolución rusa de 1917 y la crisis financiera desatada en los Estados Unidos en octubre de 1929, que al extenderse a escala global pasó a la historia como la crisis del año 30, provocaron suficientes convulsiones y disrupciones en la política y en los mercados mundiales como para poner freno a larga prosperidad de la economía argentina. Entonces, si bien en algunos sectores de la vanguardia surgieron voces clamando por cambios de rumbo, ni en ella, ni en la retaguardia habría de ceder el mito del país rico.

Tanto en materias fiscal y monetaria, como de comercio exterior, entre 1916 y 1930 los gobiernos de la Unión Cívica Radical llevaron a cabo políticas moderadas o mesuradas que permitieron a nuestro país experimentar una llamativa recuperación. Pero las crisis experimentadas y las amenazas insurreccionales de la extrema izquierda provocaron tanto aquí como en muchas otras partes del mundo un auge de sentimientos nacionalistas, estatistas y antiliberales, que ponían en duda o cuestionaban la sabiduría o la viabilidad del orden político democrático basado en la competencia electoral de partidos, el orden económico del comercio internacional abierto y la prevalencia de los mercados sobre la intervención estatal.

El 6 de septiembre de 1930 nuestra vanguardia avaló un brusco cambio de rumbo en lo institucional al cohonestar el derrocamiento de un presidente al que, más allá de merecer muchas críticas, no se lo podía acusar de violentar los derechos individuales. Y a fines del año siguiente se introdujo un significativo cambio en el rumbo económico. De la mano del nacionalismo elitista de las facciones militares de José Félix Uriburu y Agustín P. Justo y del pensamiento de Federico Pinedo y Raúl Prebisch, se aplicó un control de cambios (o doble mercado) que al encarecer las importaciones y deprimir los precios de los alimentos y demás producción exportable, hizo crecer una amplia gama de actividades manufactureras de cabotaje.

Es claro que para haber recorrido el camino alternativo, el de una industria esencialmente exportadora y no meramente sustitutiva de importaciones, habría hecho falta no solo la prevalencia (al menos inicial) de un tipo de cambio más alto (y por lo tanto, un salario real más bajo), sino también la existencia de una vanguardia (empresarios industriales, pero también gobernantes, financistas y sindicalistas) con vocación de salir del mercado interno y competir por los mercados del mundo. En otras palabras, debió haber existido un emprendedorismo, un espíritu emprendedor liberal, bien “alberdiano”, espíritu que en la década de 1930 se daba de puntas con las ideas y las cosas que se hacían de otras partes del mundo.

Lo cierto es que la evidencia estadística muestra claramente como a partir de 1934/35 el crecimiento de la Argentina comienza a rezagarse respecto del grupo de países más desarrollados, retraso que se hace más notable tras la 2da guerra, cuando las economías destruidas de Europa y Asía se recuperaron velozmente de la mano de un comercio internacional vibrante (ver cifras más abajo).

La historia probó también que al no generar una industria con escala y estándares que le permitiera exportar y competir en el mundo, la política de mera sustitución de importaciones dio paso a una estructura productiva desequilibrada y vulnerable: Una industria que generaba mucho menos divisas que las que demandaba para importar sus equipos, materias primas y combustibles, y un agro y otras actividades exportadoras desincentivadas y castigadas por las políticas oficiales. En homenaje a la verdad hay que señalar que Federico Pinedo advirtió este problema ya a comienzos de la década de 1940.

Pinedo advirtió principalmente sobre los aspectos económicos de la estructura resultante del rumbo seguido desde 1930/31, pero mientras esto pasaba, ocurría también un importante cambio sociológico y político: el surgimiento de una coalición urbana entre los gremios de trabajadores y el nuevo empresariado industrial mercado-internista que fueron creciendo al amparo de la política de sustitución de importaciones y su secuela anti-exportadora.

 

  1. 1943: La vanguardia es copada por el nacionalismo populista

El 4 de junio de 1943 entra en escena el coronel Juan D. Perón, un personaje que se revelaría como un hábil caudillo en el manejo de la demagogia. Formado en las ideas del nacionalismo elitista propio de los fascismos, pronto descubrió que revirtiendo su nacionalismo al populismo y al anti-elitismo se podía granjear el apoyo de buena parte de la retaguardia y de la surgente coalición urbana de trabajadores y empresarios mercado-internistas. Explotó el mito del país rico, pero le agregó el latiguillo de que si la retaguardia no lo era tanto, era por culpa de una “oligarquía vacuna” aliada con imperialismos externos, y otros slogans por el estilo.

El rumbo elegido por la vanguardia en la década de 1930 pudo haber tenido justificaciones en las circunstancias del mundo en aquellos años: nacionalismos, conflictos comerciales, bilateralismo, devaluaciones competitivas, proteccionismo en otros países o imperios y hasta la conflagración bélica de la 2da guerra mundial. Además, al dar empleo a los trabajadores desocupados del campo que migraban a las ciudades, este rumbo agradó a las jerarquías religiosas que, resurgidas de la mano de un nacionalismo que reivindicaba la “catolicidad” de la Nación, solían ver con malos ojos el orden económico global regido por las potencias anglosajonas de raíz protestante.

La tragedia para la Argentina fue que el peronismo profundizó el rumbo hacia la autarquía y contra el comercio internacional en un contexto en el cual aquellas justificaciones externas iban desapareciendo. En efecto, en la segunda posguerra, de la mano del multilateralismo del GATT (luego OMC) y del FMI, el mundo desarrollado fue gradualmente liberando el comercio y desembarazándose de los controles de capitales.

Mucho de lo prometió lo cumplió a marcha forzada y sin reparar en costos, sobre todo a mediano y largo plazo. Hizo hacer aprobar una legislación de sindicato único a medida de los jefes gremiales, pudo ampliar la cobertura previsional a costa de aumentar los costos laborales, hizo aprobar el voto femenino, nacionalizó los servicios públicos usando las reservas internacionales acumuladas durante la guerra mundial y creando sobrepobladas, deficitarias e ineficientes empresas del Estado. Expandió innecesariamente la burocracia estatal y el gasto estatal. Profundizando la política cambiaria y aduanera hostil al campo mantuvo bajos los precios de los alimentos mejorando el poder de compra de los obreros. Y pudo aumentar salarios nominales compensando a los industriales con protección ilimitada. Eso sí, quitándoles toda posibilidad de exportar.

La inflación, que hasta entonces había sido un fenómeno puntual, propio de situaciones de crisis y siempre reversible, se tornó endémica. Pese a ello, se mantuvo electoralmente imbatible con un discurso siempre demagógico y atribuyéndose beneficios laborales y sociales que venían siendo legislados desde Alvear, Yrigoyen y hasta Roca en su segunda presidencia

Lo que definitivamente no pudo lograr fue que la Argentina retomara un sendero de crecimiento parecido al del primer mundo y macroeconómicamente estable. Más allá del pan negro de 1953, de los recurrentes racionamientos de combustibles y energía, del deterioro del servicio eléctrico y de la escasa modernización de los servicios ferroviarios y la infraestructura caminera, el fracaso económico de peronismo – el retraso relativo secular de la Argentina – no sería percibido por la retaguardia. Porque, salvo aquellos con acceso a la estadística o a viajes al exterior, ¿cómo podría la gente común percatarse que mientras el ingreso per cápita del mundo desarrollado había saltado un 73% (comparando promedio de 1953/55 contra promedios de 1933/35), el de la Argentina lo había hecho solo 32%? Como tampoco percibiría que en los siguientes veinte años (promedios 1973/75 vs. 1953/55), mientras el ingreso medio de los argentinos crecería un 62%, el de los habitantes del primer mundo lo haría en un 82%.[3]

Así, mientras en 1933/35 los argentinos gozaban de un ingreso medio equivalente al 85% del que gozaban los moradores del primer mundo, en 1953/55 esa marca descendería al 65% en 1953/55 y al 58% en 1973/75. Pero el mito del país rico continuó intocado.

Otros costos graves, como la caída de la productividad laboral y el colapso de la inversión pública en energía e infraestructura, y otros no mensurables, como la erosión de la cultura de trabajo, tendrían efectos que se prolongarían por décadas. La estructura productiva desequilibrada generó déficits externos crónicos que desembocaban en crisis cambiarias La crisis de 1949 fue debida al boom del consumo y el consiguiente aumento de las importaciones de materias primas y combustibles. La de 1952 fue más debida al colapso de las exportaciones, en parte por una fuerte sequía, pero en buena medida también por el castigo discriminatorio impuesto al campo en las políticas cambiarias oficiales.

La respuesta de Perón frente a estas crisis no fue el regreso a la ortodoxia de los mercados libres, sino cambios o nuevos parches en su heterodoxia: Mejoraba ligeramente el tipo de cambio efectivo y los precios recibidos por el campo, arengaba a los sindicatos para que mejoraran la productividad de sus afiliados y extendía los controles de precio a la industria y al comercio de alimentos (incluyendo a los almaceneros minoritas), llegando incluso a amenazar con fusilar a los comerciantes “agiotistas y especuladores” que violaran los precios oficiales. Con estas medidas Perón logró, entre 1953 y 1955, “zafar” de una profundización de las crisis. Él pagaría el precio de cierto desapego en sectores de las clases medias, pero el país entero pagaría el precio de su retraso a largo plazo, semilla de la pobreza que nos asolaría más tarde.

Hablando de clase medias, una de las lecciones de la llegada al poder y de la popularidad del peronismo en la Argentina es lo fácil que es para un demagogo hábil engañar a una retaguardia (aún una retaguardia alfabetizada) con acusaciones hacia supuestos enemigos externos o internos y promesas desmesuradas. Ya lo había probado Hitler al convencer a grandes segmentos del super-instruido pueblo alemán de la maldad de los judíos y del destino de grandeza del III Reich por la vía de la conquista bélica, así como lo prueban hoy el éxito de  las promesas populistas en los EE.UU. (Trump), en Inglaterra (los políticos pro Brexit) y los casos de varios países desarrollados de Europa.

¿No es una paradoja que Perón haya deslumbrado a un electorado que en la década de 1940 gozaba de uno de los mejores sistemas educativos del mundo y de una legislación social que progresivamente se iba pareciendo a las más avanzadas de Europa?

 

  1. Un golpe de suerte para Perón, pero una desgracia para la Argentina

Más tarde o más temprano Perón iba a enfrentarse con la opción de revertir la política anti-exportadora (como parcialmente ocurrió en 1953-55) o arriesgarse a sufrir, parche tras parche,  recurrentes y cada vez más traumáticas crisis externas. Por uno u otro camino iba a perder apoyo electoral. Pero un hecho que no tuvo nada que ver con la economía vino a “salvarlo” frente a la historia: El alzamiento cívico-militar de septiembre de 1955. Este hecho – que provocó la huida de Perón al extranjero – sería un gran golpe de suerte para él y todo su movimiento político.

La génesis de este alzamiento es bien conocida: A caballo del estilo agresivo abusivo, omnipotente y dictatorial del gobierno, del “vamos por todo”, del monopolio ejercido en radio y televisión, de la reforma constitucional de 1949 que habilitó su reelección, de las mayorías legislativas que lo apoyaban sin condiciones, de un poder judicial sumiso, de un agobiante culto a la personalidad y de corruptelas para asegurarse la adhesión de militares, jueces, sindicalistas, artistas, deportistas, etc., Perón y su entorno de adulones se embarcaron en 1954 en una política de captación del estudiantado secundario que encendió una confrontación con la jerarquía de la Iglesia Católica. Llevada de manera grotesca por Perón y sus ministros y sumada a los demás aspectos abusivos del gobierno, esta confrontación fue la gota que rebalsó el vaso de la tolerancia de todos los sectores civiles a los que Perón agredió, además de unificar el accionar de los oficiales de la Marina y de un puñado de militares y aviadores rebeldes.

La decisión del Perón – meditada desde días antes – de huir del país en la madrugada del martes 20 de septiembre de 1955 – lo puso a salvo de pagar el precio de sus errores, pero se los haría pagar al país todo…

 

  1. El contagio de la demagogia peronista a las elites de sus competidores

Como hasta septiembre de 1955 el modelo de Perón de castigo al campo y premio a los trabajadores urbanos y empresarios mercado-internistas pudo sostenerse en base a parches, cuando huyó del país tenía todavía una importante aura de popularidad. Así, pudo dominar la política mientras permaneció prófugo y ya sea él o sus seguidores gobernaron durante 27 de los 47 años transcurridos desde que en 1972 regresó al país.

No todo fue peronismo, sin embargo. A lo largo de estos 47 años tuvimos ocho años de gobiernos militares (1976-1983), ocho años de gobiernos de la UCR (6 Alfonsín, 2 de la Rúa) y los 4 últimos años de la coalición Cambiemos (Macri). Pero el “éxito” mítico del peronismo impide que estas vanguardias no peronistas critiquen a Perón y los “logros” de su rumbo, negándose a reconocer abiertamente sus errores, falacias y consecuencias y el hecho de que mientras no se altere el rumbo, el país seguirá condenado a la mediocridad y el retraso progresivo.

En parte se trata de ignorancia (políticos y militares incapaces de asociar causas y efectos y de entender por qué otros países progresan), en parte es por ideología o convencimiento (las izquierdas y buena parte de las jerarquías religiosas que creen que esto es justicia social), en parte es por oportunismo para (obtener los votos peronistas tras la huida, proscripción y muerte de Perón o en competencia con él o sus seguidores, como Frondizi en 1958, Illia en 1963, Alfonsín en 1983, de la Rúa en 1999 y Macri en 2015). Pero ni unos ni otros, ni militares, ni civiles, se han animado a desmentir el mito del país rico.

Nada de eso (quedarse enganchados en el pasado) pasó en Alemania tras el nazismo, ni en Italia tras el fascismo, ni en Japón tras el militarismo imperial, ni en España tras el franquismo. En este último caso fue el mismo dictador el que en sus últimos años facilitó la llegada de una elite (una vanguardia) que presidiría la transición hacia una economía más abierta y basada en el éxito de actividades exportadoras. Parecidos fueron los casos de Pinochet en Chile, Chiang Kai-Shek en Taiwán, los respectivos mandones de Corea del Sur y Singapur y hasta los sorprendentes partidos comunistas de China y Vietnam que giraron hacia economías de mercado mucho antes incluso que colapsara el imperio soviético.

Todo lo contrario de lo que ocurre en nuestro país, donde a pesar de estar gobernados desde hace cuatro años por una coalición que lleva el nombre de “Cambiemos”, se ve una sociedad que solo de la boca para afuera dice querer cambiar. Hay suficiente experiencia y evidencia que el proteccionismo aduanero (abusivo y discriminatorio), el sindicalismo obstruccionista (monopólico y en muchos casos anti-productividad) y el gasto público desmadrado e ineficiente (con sus secuelas de elevada y distorsionante presión impositiva, un endeudamiento que ahoga y/o alta inflación), son los principales factores detrás de la baja inversión y el estancamiento de nuestra economía. Pero este diagnóstico se da de puntas con el mito peronista.

Además de los sectores de izquierdas y los nuevos populismos que desde su ideología directamente no comparten esta visión, están los que han logrado beneficiarse con las distorsiones mencionadas y que por conveniencia propia y de mil maneras obstaculizan los cambios, y están los que creen (más o menos resignadamente) que esta pesada estructura es el precio a pagar por la paz social. La Iglesia, por ejemplo, comprometida con los más débiles y pese a que los resultados del modelo populista en materia de pobreza son desastrosos, parece mirar siempre con desconfianza cualquier iniciativa contraria a las que se presentan como las banderas del peronismo.

El futuro de la Argentina, entonces, no depende solo de lo que piense el gobierno de turno (el de Macri, ahora el del Alberto Fernández), sino de que sus vanguardias sean capaces de vencer resistencias y convencer argumentos muy enraizados en la sociedad que se piensa a sí misma como mágicamente rica. Si buena parte de la dirigencia peronista y radical no es capaz de asumir el diagnóstico y la lectura de la historia ensayado arriba y ponerse de parte del cambio, nuestro futuro puede seguir siendo gris… ¡o incluso más oscuro!

Mientras tanto se percibe como nuestro retraso se coagula o se profundiza. El índice relativo Argentina/primer mundo, que entre la década del 30 y la del 70 había bajado del 85 al 58%, siguió cayendo década tras década hasta llegar en nuestros días al 38% o menos.

 

  1. Como podría la vanguardia imponer un cambio de rumbo

Se vio como por no haber sufrido una crisis terminal y por haber pasado Perón a la historia como el caudillo defensor de pobres y desposeídos, título que electoralmente vale más que la “rectitud principista” del radicalismo o el “pragmatismo desarrollista” del PRO, es evidente que una parte importante de la “retaguardia” sigue dando crédito a los políticos y las políticas que llevan el sello o la marca “peronismo”.

Ahora, si bien una parte de esa base peronista es incondicional, otra parte (no menor) es lo suficientemente moderada como para no votar a cualquier candidato. Este hecho explicaría los triunfos de Alfonsín en 1983 (frente al flojo Luder y al impresentable Herminio Iglesias), de la Rúa en 1999 (tras el hartazgo de diez años de Menem y la pobre imagen que proyectaba Duhalde) y Macri en 2015 (por el hartazgo tras 12 años de ver la cara de los Kirchner, el flojo Scioli y los francamente piantavotos Zannini y Anibal Fernández).

Pero cuando los peronistas moderados le han dado el voto a un no-peronista (llámese Alfonsín, de la Rúa o Macri), no le han dado un cheque en blanco. Y menos cuando se trata de hacer transformaciones profundas de las vacas sagradas peronistas (como privatizaciones, apertura aduanera, reforma del Estado, reformas electorales, sindicales, laborales, jubilatorias, tributarias, de federalismo fiscal, etc.). Cuando Alfonsín, de la Rúa y Macri incursionaron en estos temas, el peronismo moderado les quitó apoyo.

¿Es posible que surjan elites o vanguardias formadas como para que algún día cambiemos de rumbo? Mal que nos pese, el ritmo lo impondrá la retaguardia y ese ritmo será lento, pero las elites deberían tener el conocimiento y la lucidez necesarias para entender los cambios requeridos y tener la voluntad y capacidad de pinchar el mito del país rico y enfrentarse no solo con la retaguardia, sino más que nada con los componentes más reaccionarios y corporativos de la vanguardia, de manera que las reformas se hagan de manera consistente, y no a medias tintas o dejando áreas intocadas, como fue el caso del “liberalismo” de algunos gobiernos militares, el de Menem y el de Macri.

Sería el famoso gradualismo, pero con rumbo seguro, como lo decían los romanos: “suaviter in modo, fortiter in re” (suave en el modo, sólido en las cosas) ¿O tendremos que retroceder hasta los oscuros abismos de Cuba o Venezuela o Nicaragua y sus cuasi guerras civiles antes que vanguardias y retaguardias pulvericen el mito del país rico y recuperen cierta sensatez?

 

 

Bibliografía

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  2. Ávila, Jorge; “El control de cambios en la Argentina”
  3. Ávila, Jorge; “¿Fue la apertura comercial la causa del milagro argentino?”
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  32. Luna, Félix; “Alvear”
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  59. Teijeiro, Mario; “Argentina en la cuenta regresiva”

 

[1] Este trabajo fue escrito a mediados de 2019 y perfeccionado como resultado de las exposiciones realizadas en la Jornada de Historia Económica Argentina: “Derribando mitos”, evento organizado y llevado a cabo en la Universidad del CEMA el 13 de noviembre del mismo año.

[2] Economista. Fue investigador jefe de FIEL, director ejecutivo del Consejo Empresario Argentino, economista jefe del Banco de Boston, presidente del Consejo Superior de la Universidad del CEMA, vicepresidente del Banco Central y de Seguro de Depósitos S.A.

[3] Fuente: Proyecto Maddison. Se toman promedios de tres años para evitar resultados extremos que podrían surgir de tomar cifras de un solo año. No se contemplan los datos de la década de 1940 debido a las distorsiones provocadas por las gigantescas movilizaciones militares y producciones bélicas y posteriores destrucciones físicas y desmovilizaciones.