El camino errado del control de precios

EDITORIAL DE LA NACIÓN – Si algo demuestra la historia es el fracaso de los controles de precios. Desde el intento frustrado del emperador Dioclesiano hasta nuestros días, toda vez que un gobierno pretendió controlar la inflación enviando inspectores a los comercios, no solo no pudo evitarla, sino que generó perjuicios severos en aquellos cuyos precios pudieron ser transitoriamente reprimidos. El reconocimiento de esta realidad no detiene, sin embargo, a los gobernantes populistas o a aquellos que no lo son, pero que se ven políticamente debilitados al no lograr remover las verdaderas causas de la inflación. En efecto, quienes no hayan estudiado los fenómenos económicos tienden a culpar de los aumentos de precios a los comerciantes y productores. El discurso político los denomina “formadores de precios” y los señala como responsables de esos aumentos. Las verdaderas causas resultan contraintuitivas para el entendimiento común.

Sin embargo, recientemente, el presidente Alberto Fernández ha anunciado que recurrirá a un decreto de necesidad y urgencia para la legislación vigente, con el fin de permitir que los jefes comunales tengan facultades para inspeccionar comercios de sus distritos y hacer cumplir los precios máximos. Una disposición que, por su matiz penal, sería inconstitucional, además de claramente ineficaz.

El control de precios se refiere a su fijación mediante listas y a su verificación con penalidades. No estamos tratando las investigaciones de cartelizaciones y abusos de posición dominante. Esto es materia de las leyes de defensa de la competencia y usualmente tiene efecto sobre uno o pocos productos. Cuando el aumento es generalizado y se sostiene en el tiempo, eso es justamente la inflación. Sus causas son macroeconómicas, como también lo son sus correcciones.

Es un error lanzar inspectores a controlar precios pretendiendo encuadrar legalmente esa acción en la ley de defensa de la competencia. Tampoco tiene que ver con la ley de lealtad comercial, cuyo objeto es penalizar engaños en las especificaciones o en la calidad de un producto. Del mismo modo, la llamada ley de abastecimiento podría dar marco a intervenciones arbitrarias y verdaderamente injustas sobre fabricantes y comerciantes que no tienen otro camino que ajustar sus precios siguiendo los aumentos de sus insumos y de la mano de obra.

El control de precios lanzado por el Presidente a través de las intendencias cuenta con la simpatía y el apoyo de buena parte del electorado. El castigo ejemplar a algún comerciante satisface y no deja de ser exaltado con tono justiciero por comunicadores ansiosos de reconocimiento popular. Estos operativos han tenido hitos en la historia de nuestro país. Se recuerda el envío a prisión de comerciantes rotulados como “agiotistas” en 1951, cuando la inflación superaba el 50% anual y Juan Domingo Perón veía peligrar su aura popular. También ese congelamiento y ese control fracasaron, mostrándole a Perón el camino de un ajuste fiscal y monetario, conducido por Alfredo Gómez Morales. En 1953 la inflación se redujo al 1% sin tener que recurrir a congelamientos y castigos.

Sin embargo, el peronismo no quiso ni quiere hoy recordar esa lección. De regreso en el poder en 1973, José Ber Gelbard aplicó el plan Inflación Cero, basado en el congelamiento de precios y salarios, pero carente de disciplina fiscal y monetaria. El Rodrigazo puso punto final al ensayo en medio de una crisis que no se olvida. Con menos espectacularidad, se vivieron otras experiencias fracasadas en gobiernos de distintos signos, tanto constitucionales como de facto. El preludio de la hiperinflación de 1989 fueron los congelamientos que acompañaron los planes Austral y Primavera.

Hoy estamos otra vez frente al mismo error, que, sin duda, acumulará otro fracaso. Se han congelado los precios de más de 2000 productos de consumo. Sorpresivamente, en un hecho que se investiga, el propio Gobierno ha hecho una compra masiva a precios superiores a los fijados. Fuera de esta paradoja, el presidente Fernández ha utilizado palabras amenazantes para los “pícaros” y los “vivos que se aprovechen de los bobos”, refiriéndose a quienes aumentan los precios por sobre los de la lista. Crea así el clima épico de lucha contra los supuestos culpables que motorizará a los miles de empleados municipales -algunos no tan épicos que recorrerán los comercios controlando los precios. Mientras tanto, el Banco Central financia con abundante emisión un déficit fiscal que crece por los efectos de la pandemia, algo que no juzgamos, pero que genera presión inflacionaria. Es aquí donde debe darse la verdadera lucha contra el aumento de precios.