La decadencia occidental y la agonía de la democracia liberal

Por Carlos Sabino

En círculos académicos y en la población en general, especialmente entre los jóvenes, no es raro oír hoy la opinión de que los Estados Unidos están en decadencia. No son pocos los artículos y los textos que comparan, de algún modo, a ese país con Roma, la república y el imperio de los tiempos antiguos que más ha influido en lo que, no sin cierta vaguedad, podemos llamar Occidente. Y como los Estados Unidos han sido, desde hace más de dos siglos, una especie de faro para la democracia liberal, la noción de decadencia bien puede extenderse a las mismas bases de la civilización sobre las que se desarrolla la vida en Europa y en América.

 

Esto no es algo nuevo, por cierto, pues esta idea se ha venido expresando, con diverso énfasis, desde hace ya bastante tiempo. Lo inusual, lo que llama a la reflexión, es que hay ahora un conjunto de hechos que la hacen más creíble, que la sostienen con más verosimilitud y fuerza. Esta decadencia, a mi juicio, puede apreciarse en dos planos muy diferentes, pero ambos importantes: el de la geopolítica y el de los valores.

 

En el primer sentido tengo la impresión de que estamos en una situación peligrosa, que se parece demasiado a la que el mundo vivió durante la primera mitad del siglo XX. En el curso de esos años y, sobre todo, a partir de la Revolución Rusa de 1917, se cuestionó frontalmente el modelo democrático liberal. Emergieron, en corto lapso, el fascismo, la crisis económica del ´30, el nazismo y la guerra. La economía de mercado, el respeto a las libertades individuales y el rol subsidiario del Estado pasaron a ser, en pocos años, reliquias del pasado.

 

Todo esto cambió después de la Segunda Guerra Mundial -volviendo en parte a la situación anterior- aunque con significativas diferencias respecto al papel del Estado en la sociedad que analizaremos más adelante. Luego, cuando terminó el régimen comunista en la URSS y concluyó la Guerra Fría, una enorme ventana de esperanza pareció prometer tiempos mejores. Pero la única superpotencia que quedó en pie, los Estados Unidos, no estuvo a la altura de las circunstancias. Una ambigüedad fundamental le impidió hacerlo. Por una parte esa nación se impuso la tarea de llevar la democracia liberal al resto del planeta, o al menos de actuar teniendo como referencia a esos valores. Por otra parte los Estados Unidos asumieron más directamente el papel de policía del mundo, interviniendo en países como Iraq o Afganistán, en una especie de imperialismo velado que nunca llegó a ser propiamente tal: se trató de crear, en naciones que no estaban preparadas para ello, democracias liberales y abiertas, pero se lo hizo utilizando la fuerza, lo cual constituye un contrasentido.

 

La ambivalencia estadounidense no contribuyó parra nada al objetivo declarado de crear un nuevo orden mundial. Se disolvió el Pacto de Varsovia, pero se mantuvo y amplió la OTAN, excluyendo a Rusia; no se dieron pasos decisivos para avanzar hacia el libre comercio mundial; se castigó a países autoritarios en nombre del liberalismo, pero se siguió apoyando a otros, igual o más iliberales que Iraq, por ejemplo; no se hizo un esfuerzo serio para integrar a América Latina, región que se descuidó, como siempre. Todo esto ha dado por resultado una situación internacional en la que varias grandes potencias compiten abiertamente por ensanchar sus zonas de influencia y se producen hechos de armas, como el que enfrenta a Rusia con Ucrania. Los Estados Unidos, en definitiva, han perdido el papel hegemónico que -de un modo u otro- mantenían desde la Segunda Guerra Mundial, un claro síntoma de decadencia.

 

Pero, el problema no se reduce a esta redefinición del escenario mundial ni afecta solamente a los Estados Unidos. Este sería, al fin y al cabo, un problema que podría resolverse con una adecuada política diplomática e internacional. El problema es que, de un modo perceptible, se ha dado un giro hacia el autoritarismo en muchos e importantes países del mundo y que la potencia americana y Europa se parecen cada vez menos al modelo de democracia liberal que dicen defender. Esta, sí, es una manifestación clara de decadencia.

 

La polarización ha avanzado ominosamente en casi todas partes. A una izquierda que propugna un Estado cada vez más invasivo de la vida privada de sus ciudadanos se le opone una derecha que reacciona con cada vez más vehemencia, asumiendo posiciones conservadoras, en algunos casos extremas, que también se apartan de la democracia liberal. El llamado Estado de Bienestar se ha ido ampliando sin cesar y ahora abarca una vasta cantidad de funciones. La educación de los niños y jóvenes está escapando de la tutela de los padres y se ha convertido, en muchos sentidos, en un arma de adoctrinamiento ideológico, como la que construyeron en otros tiempos los países comunistas. La salud ha invadido esferas de la conducta que no respetan para nada las decisiones privadas sobre el propio cuerpo: médicos asignados por el Estado, medicinas que solo pueden venderse en estrictas condiciones, vacunación obligatoria y hasta brutales medidas como las que se tomaron durante la reciente pandemia, que incluyeron encierros obligatorios de toda la población y control del movimiento y la circulación de los habitantes. El igualitarismo ha llegado hasta crear cuotas que se imponen a casas de estudios, oficinas y empresas. La prédica y las acciones favorables al aborto y a la agenda LGTB, han despertado justificadas reacciones en amplios sectores de la población. Junto a todo esto se han tomado, o se planean, drásticas medidas que, se supone, preservarán el ambiente. Con la imposición del llamado lenguaje “políticamente correcto” se ha creado una censura, a veces implícita y otras veces explícita, y se está consumando la total negación de elementos tan importantes como la libertad de palabra, de prensa y de expresión.

 

¿Pueden estas democracias considerarse entonces como liberales? ¿Se asemejan en algo al modelo de ese Occidente que, aunque imperialista sin duda, difundió esos valores por todo el planeta? Vivimos una era en que hasta la ciencia se ve subordinada a ideologías que niegan todos los valores de la civilización que heredamos. No extrañará entonces que, ante este panorama, surjan por todas partes reacciones que se oponen a la extraña deriva que sufren los que fueron nuestros modelos axiológicos. Hay conservadores moderados, pero también extremistas. Hay autoritarios de izquierda y de derecha. Hay nacionalistas y hasta quienes se acercan al falangismo o al fascismo. El panorama es complejo e incierto, como lo fue en el mundo hace una centuria.

 

Ante esto los liberales hemos quedado, lamentablemente, atrapados. No podemos convalidar una izquierda de vocación abiertamente totalitaria ni una derecha nacionalista que a veces se muestra excesivamente conservadora. Pero debemos, ante todo, dirigir nuestra crítica a ese mundo occidental que ha perdido el rumbo y oponernos a quienes pretenden decirnos cómo debemos hablar, qué tenemos que comer, cómo debemos educar a nuestros hijos y hasta cómo estamos obligados a proteger nuestra salud, encerrándonos en nuestras casas cuando ellos lo deciden.