Liberal no es una mala palabra

LA NACIÓN.- Salió en defensa de la libertad que corresponde a cada ciudadano para tomar decisiones, y tuvo así un fugaz momento de genuina expresión liberal. Quien se atrevió a expresar un pensamiento que parece impopular en estos tiempos no fue otro que el vocero de una corriente que no cree en tales cosas: Aníbal Fernández, senador kirchnerista.

Sin titubear, Fernández afirmó hace poco que guardaba su dinero en dólares por tres razones: “Porque se me antoja; es mi derecho; hago lo que quiero con mi plata”. Tres conceptos que sintetizan el derecho de todo individuo a hacer lo que quiera con el fruto de su trabajo, tras pagar sus impuestos y saldar sus deudas. En un país libre, nadie tiene el poder de interferir en una esfera tan personal.

Hace tiempo que no escuchaba una manifestación tan franca y estentórea de la lógica liberal, si bien efímera. En una democracia robusta y saludable, los ciudadanos son los legítimos guardianes de sus intereses personales, y no hay Estado ni gobierno que pueda contra ellos. Si puede, esa democracia dejó de ser robusta.

Pensar de forma liberal tiene mala prensa en esta época. Lo de Aníbal Fernández desconcertó hasta tal punto que muchos sintieron alivio cuando la Presidenta le reprendió con ironía: “¡Qué gracioso que estás!, ¿tomaste Vivarachol?”. Defender algo tan básico sólo podía ser, para la racionalidad oficial, producto de una gracia.

La democracia es, en su esencia y por su historia, liberal. Cuando deja de serlo, deja de parecerse a una democracia. Basta ver lo que ocurre en varios países de la región, donde hay gobiernos elegidos por el pueblo, pero que desprecian la libertad de sus ciudadanos. Venezuela, Ecuador y Bolivia reformaron sus constituciones hasta convertirlas, valga la paradoja, en “inconstitucionales”. Reniegan de aquello que hace que una constitución sea eso y no otra cosa: una carta cuya prioridad es amparar las libertades individuales, para lo cual hay que acotar y vigilar al poder, mediante los “equilibrios y controles” sobre los que habló James Madison cuando discutía cómo hacer la constitución norteamericana.

No todos los que se oponen al kirchnerismo, o temen las arremetidas de Rafael Correa en Ecuador, o sufren los abusos de Hugo Chávez en Venezuela, defienden la esencia liberal de una democracia. Sienten culpa al usar la palabra. Cuestionan, es verdad, a sus gobiernos por apartarse de principios “republicanos”. Pero con esa expresión eluden otra, más precisa y exacta. Incluso en Chile o en Uruguay, donde hay más cuidado con las formas institucionales, la palabra liberal es considerada vergonzante. Se recurre al término “republicano”, que admite varias lecturas.

Una democracia es republicana, sin duda. Lo es porque define una forma de gobierno opuesta a la monarquía, ya que el soberano es el pueblo y no un rey.

Cuando los fundadores norteamericanos discutían qué forma de gobierno darse, se inclinaban por una “república” como sinónimo de lo que hoy sería una democracia representativa, a diferencia de lo que para ellos era una democracia directa. Las garantías que daba la representatividad evitaban un gobierno autoritario, en el que la mayoría aplastaba a la minoría. El gobierno debía ejercerlo quien tuviera la mayoría, sí, pero lo prioritario era la libertad de cada uno para decidir con autonomía, aun a riesgo de quedar en solitaria minoría. El concepto republicano de representatividad fue una respuesta a la cuestión de la libertad. Por lo tanto, fue de corte liberal.

El republicanismo, para los filósofos contemporáneos, es un concepto complejo por el cual se entiende que un buen gobierno requiere de una ciudadanía virtuosa, comprometida en la cosa pública. Un ciudadano desmovilizado es uno incompleto. No lo ve así, en cambio, el pensamiento liberal. En la medida en que sus derechos y libertades le son inherentes, ningún ciudadano es incompleto más allá de cómo se plante ante la política.

Los liberales desconfían de gobiernos regidos por personas virtuosas. Consideran que tal cosa es irreal. Hay gente íntegra y hay quien no lo es, y unos y otros accederán al gobierno en un país libre. Solo la vigencia de un Estado de Derecho controlará sus conductas.

Esa idea estuvo presente cuando las provincias del Río de la Plata discutían su futuro en 1813. El caudillo oriental José Artigas decía: “Es muy veleidosa la probidad de los hombres, sólo el freno del contrato podrá afirmarla”. Era un concepto de claro cuño madisoniano. Madison sostenía que los gobiernos no siempre estarían en manos de los más iluminados: “El poder, radicado como debe estarlo en manos humanas, estará siempre expuesto a ser usado para abusar”. Resolver ese dilema exigió diseñar constituciones que controlaran los abusos contra los gobernados. Para eso se estableció que mayorías y minorías actuaran en igualdad, con un equilibrado juego entre tres poderes independientes, según la tesis de Montesquieu. Además, los gobiernos estaduales o provinciales debían controlar al gobierno federal y éste a los gobiernos locales. Esa vigilancia mutua mantendría a raya la “veleidosa probidad” humana. Por eso, el italiano Giovanni Sartori sostiene que quien reclama “todo el poder al pueblo”, en realidad, pide no darle el poder a nadie. Limitar el poder es una solución liberal dirigida a atender un problema nada despreciable.

La libertad religiosa y la libertad de prensa fueron fundamentales para la construcción de la democracia. Así como cada uno puede rendir culto a Dios del modo que prefiera (si es que quiere hacerlo), así como cada uno es libre de disponer del fruto de su trabajo tras pagar los impuestos, así también cada uno tiene derecho a decir lo que le place y a estar informado de lo que hacen sus gobernantes.

Cuando los gobiernos, por elegidos que sean y populares que parezcan, arremeten contra la libertad de prensa, pisotean derechos humanos básicos y se apartan del ingrediente liberal que diferencia a una democracia de una dictadura, aunque sea civil y elegida.

Así actúa Correa. Al liquidar los escollos que le impedían controlar a la prensa dentro de Ecuador, resolvió combatir a quienes lo marcan fuera de fronteras y embistió contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y en especial contra su Relatoría para la Libertad de Expresión. Está a punto de salirse con la suya, con complicidad de algunos países que se dicen democráticos.

Es liberal toda forma de gobierno con poderes limitados, que combina la democracia parlamentaria con un sistema de derechos. Por ahora, es el único modo de definir una genuina democracia. Cualquier otra, al final deja de serlo.

Los gobiernos se quejan porque las instituciones no los dejan trabajar, o la oposición los traba, o las minorías se ponen quisquillosas, o los jueces interfieren. Pero así debe ser. Ganan las elecciones para que, con los impuestos de la gente, administren ese espacio común que es un país. Pero no tienen más potestad que ésa; la gente está por encima de ellos.

La sucesión de episodios que generó el juicio político a Fernando Lugo en Paraguay muestra, una vez más, el desprecio al ingrediente liberal de una democracia. Para los gobernantes latinoamericanos que cuestionaron su destitución, lo único que importó es que el presidente había sido votado. No que el Parlamento lo haya sido. Ni que éste se haya integrado en forma proporcional a los votos alcanzados. Ni que el destituido presidente Lugo haya despreciado el apoyo de un partido que promovió su elección y, en consecuencia, haya quedado huérfano de apoyo parlamentario casi desde que asumió. Poco les importa a los nuevos vigilantes de la región el rol de contralor que define a un Parlamento, y menos aún que algunas constituciones, para garantizar la libertad ciudadana, otorguen a los Parlamentos la potestad de destituir mediante juicio político o voto de censura al titular del Ejecutivo.

Estos presidentes mandan por decreto aun teniendo mayoría en sus congresos. Designan a dedo a los jueces de la Suprema Corte o, en caso de no hacerlo, no acatan sus fallos. No quieren ser vigilados ni sancionados, aun cuando sus constituciones prevean esos instrumentos. Collor de Mello fue destituido en Brasil por juicio político y ello no generó tantas hipócritas reacciones. En la Argentina, el ex jefe del gobierno porteño, Aníbal Ibarra, fue obligado a irse por la misma vía.

Durante un breve instante, Aníbal Fernández defendió los valores liberales. Fue fugaz y, tras el inevitable reproche, volvió al centralismo autoritario de quien ejerce un poder que frena las decisiones autónomas de las personas y se entromete en lo más íntimo de sus vidas.

Sería saludable rescatar, sin temor a caer en lo “políticamente incorrecto”, el imprescindible componente liberal inherente a toda democracia.

Por Tomás Linn

Montevideo

*Publicado en La Nación, Buenos Aires