Los límites de la declaración jurada

LA NACIÓN.- El sistema de declaraciones juradas de bienes de funcionarios públicos es una estrategia de transparencia que, operando de forma aislada, resulta ineficaz. La herramienta consagrada en la ley de ética pública de 1999, que obliga a determinados funcionarios de alto rango a presentar anualmente su estado patrimonial, es sólo un buen gesto, pero resulta ineficiente para desalentar por sí solo el enriquecimiento ilícito.

Basta con observar que sólo en la ciudad de Buenos Aires habría alrededor de 25.000 propiedades inscriptas bajo el nombre de sociedades comerciales offshore, sin que se puedan conocer sus verdaderos dueños. O considerar que, según nuestro país (art. 21 del decreto 1344/98), existen en el mundo 88 paraísos fiscales que, al margen de ser funcionales a las elusiones impositivas, en su hermetismo resultan muy útiles para quienes pretenden ocultar dinero sucio. El abecé del protocolo de actuación del corrupto es no poner a su nombre los bienes mal habidos, utilizando a testaferros para esconder su patrimonio real.

En estos días en que se están conociendo las declaraciones juradas de altos funcionarios, empezando por la Presidenta, conviene recordar estas circunstancias que debilitan al sistema de declaraciones de bienes. Olvidarlo sería peligroso, porque podría paralizar nuevas acciones de transparencia. Y aquí peligran las buenas intenciones, ya que a las declaraciones se las podría interpretar como una forma de gatopardismo; es decir, una de esas batallas de cambio que, en los términos literarios de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (autor de El Gatopardo), se libran para que todo siga como está.

La trampa de los testaferros, que resuena en la actualidad por el affaire que alcanza al vicepresidente de la Nación, está presente en casi todas las investigaciones de corrupción, como los casos Jaime, Schoklender, IBM-Banco Nación y Skanska.

En julio de 1998, momento en que se debatía en el Senado la ley que estableció el sistema de declaraciones juradas, el representante de Salta (Ulloa) advirtió: “Apoyo decididamente el régimen de declaraciones juradas; son necesarias. Pero no debemos engañarnos y creer que podemos descuidar todos los demás sistemas de contralor del Estado, sobre todo cuando sabemos que existen paraísos fiscales, cuentas numeradas, testaferros y toda una ingeniería para el ocultamiento”.

Desde los organismos especializados no se querían ver aquellas debilidades y se exacerbaban los beneficios. En una publicación de 2004, la Oficina Anticorrupción concluía que el sistema es un fuerte incentivo para que los funcionarios públicos se mantengan dentro de la legalidad. Explicaba, en términos de racionalidad económica de las acciones, que ocultar el verdadero patrimonio designando testaferros y asesorándose contablemente para presentar una declaración jurada que no despertara sospechas aumentaría el costo de quien incurre en conductas ilícitas y eso reduciría el ingreso neto proveniente de los sobornos percibidos, lo que sería un factor desalentador. Pero es obvio que el costo de los usuales mecanismos de encubrimiento de lo robado suele ser ínfimo en proporción al botín.

También resulta obvio que se pueden lograr mayores resultados con un efectivo control sobre el patrimonio de un número limitado de funcionarios que sobre la inmensa cantidad de actos en los que intervienen los operadores de toda la burocracia estatal. De ahí la importancia de exigir métodos más eficaces que complementen al actual sistema de declaraciones juradas. La solución no es fácil, pero, ante todo, se debe comenzar por admitir las falencias de la actual herramienta y considerarla tan sólo como el primer filtro. Eso ya sería un logro, ya que inauguraría un ciclo de búsqueda de alternativas para complementarlo (también merecen un análisis especial las circunstancias que generan el déficit del sistema).

Al momento de evaluar nuevas propuestas de fiscalización, corresponde estudiar el engranaje del sistema impositivo, que también reposa sobre la base de declaraciones juradas. Una de las razones del éxito relativo de este mecanismo es que el circuito de manifestaciones de los contribuyentes se cierra con una interesante ingeniería de control sobre su veracidad, cada día más aceitada por los avances de la tecnología.

Vemos que al régimen de declaraciones juradas de los funcionarios, pese a comprender un universo mucho más limitado, omite esa segunda fase. Esa omisión puede explicar parte de su ineficacia.

Es precisamente en esa instancia de control en donde se confirman ciertos parámetros objetivos y cuantificables que establecen el real nivel de vida de una persona: consumos con tarjetas de crédito y débito, pago de cuotas de colegios privados, movimientos bancarios, viajes, etcétera.

Las oficinas de recaudación de impuestos acuden a esos indicadores y cotejan varias bases de datos para encontrar inconsistencias impositivas de los contribuyentes.

Por ejemplo, este año la AFIP descubrió irregularidades en 318 monotributistas, al detectar que habían viajado al exterior una cantidad de veces que no se correspondía con el nivel de ingresos que declaraban ante esa administración.

En el sistema de declaraciones juradas de los funcionarios, en cambio, no existe un control posterior material, por lo que se cierra la oportunidad de indagar en la rutina de consumos del funcionario y su grupo familiar para someterla a un control ciudadano. Se puede argüir que una iniciativa así avanzaría sobre la vida privada del funcionario. El argumento podría resultar admisible. Sin embargo, la razonabilidad del control se justifica por el menor umbral de expectativa de privacidad que poseen los servidores públicos. Tal como interpretó recientemente la Corte Interamericana de Derechos Humanos (caso Fontevecchia), los funcionarios “se exponen voluntariamente al escrutinio de la sociedad, lo cual los puede llevar a un mayor riesgo de sufrir afectaciones a su derecho a la vida privada”.

Estas simples medidas de control llevarían al corrupto que se pretende preservar a operar en una marginalidad sofocante, aunque todavía le quedaría por explicar, por ejemplo, eventuales viajes al exterior (registrados por las bases de datos brindadas por la Dirección Nacional de Migraciones) que no estén al alcance de sus ingresos oficiales

Acorralado, aquel funcionario sólo podrá optar por recurrir a una fachada de negocios para blanquear sus ingresos espurios y así intentar justificar su alto estilo de vida. Por todo esto, quedaría ahora sí mucho más expuesto a verse obligado a brindar explicaciones ante la sociedad y a caer en contradicciones.

A 13 años de establecida la estrategia de las declaraciones juradas, en materia de corrupción pública estamos en condiciones de exigir un verdadero cambio para que algo cambie.

*Publicado en La Nación