El humor y los tiranos

Miembro del Consejo Académico, Libertad y Progreso

No hay nada que los tiranos teman más que al humor. Suele olvidarse que la primera publicación que resultó clausurada en Cuba fue Zig-Zag. Se trataba de un gracioso semanario, ilustrado con excelentes caricaturas, que en 1959, entre risas y bromas, a los pocos meses de inaugurado el manicomio, hacía las críticas más severas a la dictadura estalinista que comenzaba a arraigar.

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Leopoldo Fernández, Tres Patines, debió exiliarse al poco tiempo, porque en una obra de teatro bufo aparecía en escena junto a diversos cuadros de personajes importantes, y entre ellos estaba uno con la foto de Fidel Castro. Leopoldo lo tomó entre las manos y, riendo, exclamó: “déjenmelo, que éste lo cuelgo yo”. Tuvo que escapar a galope.

En la España de Franco no se podía caricaturizar al Caudillo, ni hacer la broma más inocente en torno al personaje. La Codorniz, que era un semanario humorístico de derecha, pero inteligente, pícaro y punzante, como corresponde al género, fue multado por publicar un parte del tiempo que decía: “en España reina un fresco general proveniente de Galicia”.  Con Franco no se podía jugar.

La clave de esa actitud está en la forma en que se ejerce el poder en las tiranías. El jefe se impone por el miedo. Como explica Maquiavelo en El Príncipe, la obediencia no se debe al amor, sino al terror, y éste siempre es solemne. No es una cuestión del corazón, sino de la vejiga.

Además, ésta es la forma de ejercer la autoridad que disfruta el simio Alfa instalado en la cúspide. Le gusta intimidar a sus subordinados y siente un enorme placer cuando tiene pruebas de que sus enemigos le temen. Para eso manda. Ahí radica su goce.

Para este tipo de psicópata, que dedica la vida a ascender hasta la cima, la recompensa emocional se encuentra en percibir los efluvios de una muchedumbre que se le entrega en medio de una mezcla de sentimientos encontrados en la que prevalece el miedo. Es como el padre o el cónyuge abusador: su placer está en ver el pavor en los ojos del otro.

En Cuba, la dictadura fusiló al general Arnaldo Ochoa y al coronel Tony la Guardia por diversas razones, pero la más grave, a juicio de Fidel Castro, fue la grabación que le entregó la inteligencia en la que se escuchaba a estos personajes burlándose y haciendo chistes sobre “el Viejo”. Habían perdido el temor reverencial que Castro exige y esa actitud era imperdonable. Por eso los mató. Ya no lo “respetaban” y, dentro de la lógica del poder dictatorial, esa actitud es la antesala de la conspiración.

Hace pocos días murió Guillermo Álvarez Guedes. Fue un excelente comediante que desde el exilio sembró de chistes a Cuba, como quien coloca minas en un campo enemigo. Su humor irreverente era explosivo y el régimen lo temía, pero no podía evitar que los casetes circularan de mano en mano. Incluso, ellos los escuchaban y reían, pero a escondidas, porque un buen revolucionario no podía rendirse ante un adversario gracioso y entregarle algunas carcajadas. Los buenos revolucionarios sólo pueden reírse del imperialismo yanqui. Pobre gente.

Termino con una anécdota que nos contó Armando Roblán, otro gran comediante y humorista cubano muerto en enero pasado. Como es casi increíble, doy fe de que me hizo el relato en presencia de la escritora Olga Connor, en su acogedora casa de Coral Gables.

Roblán tenía, entre otros talentos, el de la imitación. En 1959 imitaba a Fidel estupendamente. En los teatros y la televisión, se ponía barbas y un uniforme verde oliva, e imitaba al entonces joven Comandante, incluida su voz gangosa de adolescente afónico, cargada con una ligera entonación del oriente de la Isla. Algunos despistados hasta lo aplaudían porque daban por sentado que era el mismísimo Máximo Líder, como ya se le decía adulonamente.

Una tarde, Roblán recibió una misteriosa llamada telefónica. Era una dama apasionada que quería tener una cita íntima con él. Roblán era joven y soltero, así que la citó en un sitio público para saber si la mujer se parecía a su voz bella y seductora, o si era una broma, o acaso una señora con bigote y 500 libras de peso.

Era una muchacha preciosa. Quería, en efecto, acostarse con él, pero le puso una curiosa condición. Tenía que colocarse la barba postiza y hablarle en la cama como si fuera Fidel.

–¿Qué hiciste? –le pregunté.

–Cedí en todo. Me pasé la tarde haciéndole el amor mientras ella se excitaba cuando yo gritaba: ¡Fidel, seguro, a lo yanquis dales duro!

El humor a veces tiene unas inesperadas consecuencias.