Dejar atrás el lastre del populismo y generar valores

Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.

Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.

LA NACIÓN – Cuando asumió la presidencia, Macri declaró que sus prioridades eran eliminar la pobreza, derrotar el narcotráfico y unir a los argentinos. El primer objetivo, muy loable, encierra un inmenso desafío. El Indec confirmó que casi 13 millones de argentinos viven por debajo la línea de la pobreza. Gran parte de esa pobreza es estructural y, por lo tanto, inmune a cualquier reactivación. Que en un país naturalmente rico haya tantos pobres es no sólo una inmoralidad, sino también una advertencia. El Gobierno ha dado un gran paso al reconocer la magnitud del problema y anunciar que la eliminación de la pobreza será una política de Estado. Pero para resolver el problema es necesario entender sus causas.

Hay un dato contundente. En los últimos 70 años, gracias al populismo, la Argentina pasó de ser un país rico a ser un país pobre. Hoy, la tasa de pobreza es más alta que en 1983, cuando recuperamos la democracia, y que en los tan criticados 90. Es decir, si queremos eliminar la pobreza, tenemos que dejar de hacer lo que venimos haciendo hasta ahora.

Las causas que llevan a un país por el sendero de la prosperidad son las mismas que, en reversa, lo llevan a su empobrecimiento. La ciencia económica dice que para crecer, tener mayor ocupación y mejores salarios son necesarias más inversiones, mejor educación y un aumento sostenido de la productividad. Pero esta explicación es incompleta. ¿Qué lleva a los empresarios a invertir más, a la gente a estudiar más y a los trabajadores a ser más productivos? La respuesta es conocida en todo el mundo desarrollado: reglas de juego claras y estables que los incentiven a hacerlo. Esto implica, entre otras cosas, seguridad jurídica, plena vigencia del derecho de propiedad, estabilidad monetaria y bajos impuestos. Quien diga otra cosa pretende engañar a la gente.

El problema es que esto no es factible mientras el gasto público nacional, provincial y municipal represente casi el 50% del PBI y constituya, en gran medida, el principal medio de vida de un porcentaje elevado de la población. Ésta es una de las principales razones por las que hay cada vez más pobres en el país.

Como advirtió Alberdi hace 160 años, el Estado no crea riqueza; la riqueza la crea el sector privado con su trabajo, esfuerzo y creatividad. Ningún país en el mundo ha crecido de manera sostenida aumentando el gasto público a estos niveles. Los dos grandes “logros” del populismo fueron convencer de lo contrario a gran parte de la sociedad argentina y promover una cultura antiprogreso. Obviamente, porque era funcional a los intereses y la ambición de los líderes populistas.

Según Alberdi, que anticipó casi todos los problemas que nos aquejan, la pobreza es consecuencia de la falta de trabajo y de ahorro, y, por ende, es un problema esencialmente cultural, ya que el ahorro y el trabajo “son dos hechos morales, como lo es la riqueza misma, que es su resulta do; son dos virtudes, dos cualidades morales del hombre civilizado”. Si aceptamos este diagnóstico, la pregunta obvia es ¿hasta que punto predominan estas dos cualidades en la sociedad argentina?

Una encuesta del World Values Survey nos da la respuesta. Se les pregunta a los encuestados en más de sesenta países que elijan, de una lista de once valores, aquellos cinco que deberían ser inculcados a los niños en el hogar familiar. Entre los once se incluyen los dos que nos interesan: la dedicación al trabajo y el espíritu de ahorro. Los resultados de la encuesta presentan una radiografía cultural de nuestra sociedad: 41% incluye la dedicación al trabajo entre los cinco valores a inculcar en el hogar familiar, y sólo un 13% incluye el ahorro. En comparación, para Brasil la proporción es 61% y 27%; para España, 67% y 30%, y para cincuenta países de todo el mundo el promedio es de 56% y 39%, respectivamente.La Argentina también se ubica muy por debajo del promedio en otros dos valores muy importantes: sentido de la responsabilidad y tolerancia y respeto por los demás.

Obviamente, en un país así es esperable que haya una menor proporción de personas que valoren la dedicación al trabajo. Y si el Estado se dedica a confiscar los ahorros de la población con alta inflación, cepos, corralones y una miríada de impuestos, es poco probable que subsista una cultura de ahorro y austeridad.

Es decir, estamos ante el dilema del huevo y la gallina. Si no cambiamos las reglas de juego, será difícil cambiar los valores, pero si no cambiamos los valores no podremos cambiar las reglas de juego. Terminar con la pobreza requiere romper el círculo vicioso en el que nos metió el populismo y reemplazarlo por un círculo virtuoso en el que cultura, instituciones y crecimiento se alimenten mutuamente.

Pero la solución no pasa por más empleo público o asistencialismo estatal (o privado). Como señaló el padre Pedro Opeka, un cura argentino que en los últimos treinta años ha rescatado a miles de africanos de la extrema pobreza, los gobiernos “que fomentan el asistencialismo están fomentando la delincuencia y la exclusión y están profundizando el problema”. Además, buscan aprovecharse políticamente de los pobres.

La única solución para reducir la pobreza estructural consiste en crear más empleo productivo, que depende de una mayor inversión privada, lo que a su vez requiere un cambio en las reglas de juego y la adopción de valores compatibles con el progreso. Esto último es lo más difícil y lo que lleva más tiempo. El Gobierno debe liderar el proceso de cambio y mostrar el camino por el que hay que avanzar. Pero la regeneración de valores también requiere la participación activa de quienes ocupan posiciones de liderazgo en cualquier ámbito de la sociedad. Si no cambiamos, condenaremos a nuestros hijos a vivir en un país cada vez más pobre y más decadente.