El velo de la democracia

Por Pablo M. Leclercq

Cuando tomamos la democracia como el mejor sistema de mitigación de los efectos negativos del poder -en tanto necesario e inevitable en la vida social- es erróneo suponerlo una salvaguarda de sus concupiscencias entendidas como apetito desordenado de bienes materiales y de deseos egolátricos. La democracia es solo un sistema y como tal un instrumento al servicio de la mente humana, pero no la reemplaza. La defectuosa interpretación de su esencia puede llevar a convertir la democracia en el velo que oculta y exacerba las concupiscencias del poder y el desvío hacia sus patologías (demagogia, populismo, totalitarismo).

De la misma manera que en el caso de la concupiscencia carnal, el velo transparente que cubre la desnudez de una bella mujer no resuelve el problema, lo exacerba.

Es el hombre, su grado de evolución y el de la sociedad de la que forma parte, lo que lo resuelve. La democracia es sólo el velo o la forma que debería orientar la cultura hacia un grado superior de civilización y no de barbarie como lo sucedido con tenebrosos totalitarismos surgidos de procesos electorales en el último siglo.

Aquellos que piensan que aplicando algunas fórmulas constitucionales a la realidad de una nación en problemas éstos se solucionan en forma inmediata, es un discurso que se convierte en una frustración ni bien se comprueba que no se alcanzan los resultados esperados.

No es posible un gobierno democrático en una sociedad que no lo es y para que ésta lo sea debe previamente tomar conciencia del difícil concepto que se simplifica en la palabra “libertad”, cuyo significado es de amplio espectro. La libertad es el objetivo por alcanzar más que el remedio a prescribir.

Democracia, libertad y progreso son fenómenos evolutivos y como tales responden a procesos lentos y graduales, en el marco de un sistema de aprendizaje. Karl Popper en “La sociedad abierta y sus enemigos” analiza brillantemente el largo periplo de la filosofía alrededor de estos conceptos.

Cuando recurrimos a nuestra historia del siglo XIX para demostrar que en un par de generaciones pudimos construir una nación potente a principios del siglo XX, estamos obviando que los constructores de esa experiencia partieron de la inexistencia de la sociedad de inmigrantes que ellos mismos se propusieron incorporar como componente central de ese proyecto de nación. De la misma manera que lo hicieron países como EEUU, Canadá o Australia, o más recientemente Israel. Cuando iniciamos esa experiencia hace más de ciento cincuenta años esa sociedad aún no existía en nuestro territorio.

No es correcto suponer que esa experiencia y sus métodos es repetible con una sociedad de 44 millones de habitantes, con todas las deformaciones adquiridas en los últimos 100 años.

En los términos de Giovanni Sartori el análisis deontológico o la ciencia del deber ser, en nuestro caso no alcanza. Es necesario una tarea de reconstrucción de la política con metodologías nuevas. No estamos con la tela en blanco para iniciar la obra, como la tenían los hombres de la generación del 37 o la del 80 del siglo XIX. Es el mismo Sartori quien sostiene que la Argentina no saldrá de su decadencia hasta tanto no supere al peronismo como cultura social y política. La desperonización de la cultura política, la lucha por la vida reglada por la ley y la justicia y no remplazada por el subsidio clientelar, la apertura del comercio, la primacía de la productividad, el derecho de propiedad del trabajo propio, la colaboración antes que el conflicto, la reforma laboral, como los rasgos salientes de una nueva cultura, es una tarea pendiente que requiere de la participación de peronistas lúcidos que los hay.

La reconstrucción de la democracia está en el centro del debate que debería darse antes aún que el de la economía. Está reiteradamente probado que sin esa tarea previa no habrá economía que funcione. Esto es así por cuanto la economía como ciencia empírica que experimentó importantes aportes en el último siglo, está subordinada a un sistema político con capacidad de aprendizaje sin el cual la economía pierde su mecanismo de adaptación. La capacidad de aprendizaje no se alcanza sin un mecanismo de alternancia que asegure continuidad de sus políticas de estado.

Fue precisamente la capacidad de aprendizaje de las economías de los países más importantes del mundo lo que permitió que el capitalismo sobreviviera a las grandes crisis que le tocó padecer, entre ellas la de 1930 y la de los 1970 y a los presagios de Marx del siglo XIX. Esa capacidad de aprendizaje, flexibilidad, adaptación y superación es lo que le ha dado al capitalismo su fortaleza generando un liderazgo rector que fue pasando del mundo académico al campo de la política.

Este fenómeno que nace en la periferia del mundo en la segunda mitad del siglo XIX (América del Norte, Argentina, Australia), después de la segunda guerra mundial se instala en Europa que pega un salto histórico inédito y en Japón que se convierte en primera potencia económica mundial.

El peronismo, escondido detrás de las formas de la democracia, instauró un sistema que consiste en desarticular la continuidad ínsita en la función de la alternancia, cerrarse al comercio internacional para vivir con lo nuestro, hacer cautivo al mercado interno para proteger la ineficiencia y a tomar un derrotero histórico diferente al homologado en esa nueva experiencia mundial parangonable con las más grandes disrupciones en la historia del crecimiento.

Regresar de ese atajo que tomó la Argentina hace más de 70 años en el que nos quedamos encajados y retomar la senda del mundo que crece es el verdadero dilema por resolver en las próximas elecciones, más allá de la coyuntura económica.

Por ese dilema pasa el resultado electoral del 27 de octubre y la angustiante consolidación de una decadencia que puede llevarnos a peligrar nuestra existencia como nación. El debate se empequeñece al extremo cuando se lo plantea en clave de “la economía”.

Votar por el peronismo bajo cualquiera de sus disfraces, aunque sea bajo el falso pretexto de encontrar una salida económica, a fuer de perpetuar un sistema no sustentable económicamente,  destruir la Justicia independiente, hundirnos en el narcotráfico, arraigar la impunidad de la corrupción, aislarnos del mundo y seguir los pasos de Cuba, Venezuela, Ecuador y así siguiendo, hiere de muerte el más elemental factor de cohesión nacional, la confianza en la nación, en su moneda y en sus instituciones. Es decir, un país que clausura el ascenso social de su sociedad y consolida como tendencia histórica el aumento permanente de la pobreza.

Para finalizar, una pregunta escalofriante: ¿Podrá triunfar un candidato del sector político que registró lo más altos niveles de latrocinio y corrupción de la historia? ¿Un candidato que, después de haber acusado despiadadamente a su compañera de fórmula, se subordinó a ella que lo puso al frente de esa fórmula? Cristina Fernández, la verdadera líder del peronismo que ganó en las Paso, tiene una decena de imputaciones penales por asociación ilícita como jefa de una banda por latrocinio. Si así fuera, poco puede esperarse de una sociedad que así se conduce, desconociendo la peor de las crisis: la crisis de los valores morales más elementales sobre los que debe asentarse una sociedad. De allí a su desaparición como nación hay un solo paso.