Maldita coyuntura

Presidente del Consejo Académico en

Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.

 

EL PAÍSCon frecuencia y justificadamente aparecen amargas quejas por la demora en comprender los fundamentos morales y los inmensos beneficios que procura el adoptar los postulados y los valores de la tradición de pensamiento liberal. Esto es así en gran medida por la obsesión de muchos de centrar su atención en la coyuntura en lugar de debates y propuestas de de fondo que permiten abrir horizontes y marcar agendas que, entre otras cosas, hace posible contar con coyunturas razonables en el futuro. De lo contrario se opera como perros histéricos en círculo intentando morderse el rabo.

Tomar distancia de la coyuntura resulta indispensable al efecto de pensar en temas sustanciales que apuntan a modificar para bien la situación. Y no es que deba abandonarse la coyuntura, estar informado del día a día es de interés pero circunscribir la atención en estos menesteres bloquea la posibilidad de mirar más lejos y trabajar en la raíz de los males que nos aquejan.

En esta línea argumental mi nuevo libro que acaba de publicar la filial argentina de Unión Editorial de Madrid se titula Maldita coyuntura. Este trabajo se lo dedico a mis cinco extraordinarios profesores son quienes tuve el privilegio de asistir a sus clases: Ludwig von Mises en la Universidad de New York, Friedrich Hayek en la Universidad de Cambridge (King´s College), Israel Kirzner y Hans Sennholz en la Foundation for Economic Eduaction (FEE) y Murray Rothbard en un seminario de seis sesiones, una cada quince días en su departamento también en New York.

En esta nota periodística, por razones de espacio, me limito a comentar solo un par de puntos de los que trato en ese libro como una ilustración telegráfica sobre la necesidad de debatir ideas de fondo. Anticipo que no es un texto apto para conservadores, es decir, aquellos que están envueltos en telarañas mentales incapaces de moverse del statu quo.

En primer lugar, la fantasía de la banca central sobre lo que actualmente hay disponible una muy jugosa y nutrida bibliografía, especialmente en el mundo anglosajón pero liderado por el antes mencionado premio Nobel en economía Hayek quien enfatiza que se han demorado siglos en comprender el daño inmenso de unir la religión con el poder político en cuyo contexto dice que espera que no se tarde otro tanto en comprender el grave perjuicio de atar el dinero al gobierno. Es que los banqueros centrales por más probos profesionalmente y honestos que sean solo pueden encaminarse por una de tres posibilidades: a que tasa expandir, a que tasa contraer o dejar inmodificada la base monetaria. Pues cualquiera de los tres caminos inexorablemente distorsionan los precios relativos, esto es, serán distintos de lo que hubieran sido de no haber mediado la intromisión estatal. Y si se pretende el contrafáctico que los banqueros centrales tienen la bola de cristal y operan del mismo modo que la gente hubiera hecho, queda contradicho este supuesto de modo bifronte: primero no tiene sentido la intervención si la autoridad monetaria hace lo mismo que hubiera hecho la gente con los consiguientes ahorros en gastos administrativos. Y segundo, el único modo de saber las preferencias de la gente es dejarla actuar libremente.

Las cartas orgánicas de las bancas centrales consignan que su misión es preservar el poder adquisitivo de la unidad monetaria, lo cual no ha cumplido ningún banco central en la historia de la humanidad. Lo que sugiere enfáticamente Hayek, seguido por muchos otros autores contemporáneos es que la moneda administrada por los gobiernos es solo para expoliar a la gente del fruto de su trabajo y que las poblaciones deben elegir cual es la moneda de su preferencia en un proceso abierto y competitivo de auditorías cruzadas.

El segundo y último punto con que ejemplifico el contenido mi libro es con el célebre debate estadounidense poco conocido en el mundo hispanoparlante y es el que tuvo lugar en el siglo xviii entre los federalistas y los denominados anti-federalistas (paradójicamente más federalistas que los federalistas). En esta discusión pública a través de los medios escritos del momento, se acordaba en la necesidad de descentralizar y fraccionar el poder en un contexto competitivo entre regiones, municipalidades, provincias o en el caso comentado estados de la entonces confederación. Tuvo muchas derivaciones este debate pero lo relevante para destacar en esta nota es la manifiesta desconfianza en el poder central y la relevancia de los incentivos para mantener en brete al Leviatán. Entonces, independientemente de las inclinaciones políticas de cada gobernante local, la preocupación porque los habitantes no se muden a otra jurisdicción y la necesidad de atraer inversiones tiende a hacer que se apliquen impuestos razonables lo cual a su turno hace que el gasto se controle.

En un plano más amplio es del caso apuntar que desde la perspectiva liberal la única razón de contar con distintas naciones es la de evitar los fenomenales riesgos del abuso de poder de un gobierno universal, pero imponer fronteras alambradas constituye una demostración del espíritu troglodita que no comprende el sentido del federalismo y la consecuente descentralización en el ámbito internacional.