La inflación argentina como síntoma de degradación moral

Martín Lagos

Consejo Académico, Libertad y Progreso.

DATA CLAVE La inflación es endémica en la Argentina desde 1945. Con la excepción de breves períodos asociados a planes estabilización y los diez años de la convertibilidad, los aumentos anuales de los índices que miden grandes cantidades de precios han sido porcentajes de dos y hasta de tres dígitos. En cuatro oportunidades (1970, 1983, 1985 y 1992) se quitaron ceros hasta totalizar trece y al ritmo que vamos, no falta mucho para una próxima poda.

La inflación acumulada en estos últimos setenta años es un todo un récord mundial. Y es francamente deprimente el grado de adicción que la Argentina tiene por este fenómeno, adicción que contrasta con su desaparición en casi todo el mundo y en todos nuestros vecinos que li sufrieron por décadas.

Cada tanto aparecen trabajos enumerando los cambios que serían necesarios para que la Argentina vuelva a crecer y generar oportunidades, empleos y riqueza que ayuden a terminar con la pobreza. Educación, economía e instituciones suelen encabezar la lista de urgencias. Más allá de mayor o menor su seriedad, muchos de estos trabajos parecen obviar el desafío de cambiar comportamientos y estructuras interrelacionadas, con gran poder resistencia o, peor aún, enraizadas en la cultura.

Imaginemos por un momento que la pesadilla de la inflación ha sido vencida y que súbitamente, todos los asalariados, todos los sindicalistas, todos los industriales, todos los comerciantes, todos los transportistas, todos los profesionales, todos los chacareros, todos los jubilados, todos los tesoros y empleados públicos nacionales, provinciales y municipales (jueces, maestros, médicos, policías, militares), todos los que viven de rentas, etc., etc., se enfrentan con la perspectiva que de ahora en más sus ingresos nominales permanecerán invariables o con muy pequeños cambios.

Para cada uno de estos individuos o sectores, esta perspectiva puede llegar a ser más pesadillesca que la de la inflación. Al menos con inflación, cada uno de ellos podía vivir de la ilusión que, en algún momento, llegaría el aumento nominal (de un salario, de una jubilación, de un alquiler, de un precio de venta, del dólar) que venga a hacerles creer que las cosas han cambiado para bien. Con la estabilidad, en cambio, tal ilusión ha desaparecido… y para mejorar su ingreso, cada cual deberá esforzarse, innovar, estudiar, trabajar más o mejor, ahorrar e invertir, etc., todas cosas molestas, propias de países neoliberales y donde, al decir del papa Francisco, “la economía mata” …

Este ejercicio expone algunas dificultades para lidiar con la inflación endémica de la Argentina: la inercia resultante de la puja por los ingresos, la ilusión monetaria, la legislación laboral, el sindicalismo abusivo y la escasez de mercados competitivos agravada por una la maraña proteccionista que cierra el comercio exterior.

Y ni siquiera he rozado la “la madre de todas las batallas”, condición necesaria, “sine qua non”, de cualquier programa de estabilización que pretenda ser, no solo eficaz, sino consistente y duradero: Nada nada menos que eliminar el déficit fiscal total (primario más intereses), pero – además – hacerlo después de haber eliminado los impuestos distorsivos. Así, los fiscos nacional y provincial no solo no requerirán financiación del Banco Central, sino tampoco financiación incremental de los mercados y así – solo así – el sector privado podría ganar competitividad internacional, no solo por la merma de su carga tributaria, sino por no tener que competir por el crédito con la “aspiradora” fiscal.

Lo que surge del ejercicio de imaginación es un problema “político”, más que económico. Una política fiscal de gasto público acotado, impuestos lógicos, moderados, y déficit cero, más una regla monetaria donde el crecimiento de la oferta de dinero no exceda el aumento compuesto del crecimiento potencial del PIB y la meta de inflación, basta para que, tarde o temprano, esta última converja a la meta deseada.

El problema es que mientras perduren los vicios de la puja distributiva con ilusión monetaria, de la mayoría de mercados donde la competencia brilla por ausencia, de la prepotencia sindical y la maraña proteccionista en las aduanas, el “tarde o temprano” podrán ser meses o años. Y meses o años de recesión.

Nada de esto es nuevo. Los programas de Gómez Morales (1952), Krieger Vasena (1967), Gelbard (1973), Martínez de Hoz (1979), Sourrouille (1985), Cavallo (1991) y Lavagna (2002) contuvieron elementos explícitamente orientados al manejo de la inercia y de las expectativas inflacionarias. Pero cuando se evalúa cada intento, su duración y su fracaso o abandono, el énfasis casi siempre se pone en la reaparición o incremento de los déficits fiscales y sus secuelas en materias de deuda pública y emisión monetaria. Y muy poco se analiza hasta donde el gobierno de turno acertó o no en atacar las causas profundas de la inercia inflacionaria. Por ejemplo, como en 1986 el dirigente metalúrgico Lorenzo Miguel o en 1992 el ministro de Trabajo Rodolfo Díaz, hirieron, respectivamente, a los programas de Sourrouille y Cavallo, imponiendo aumentos salariales incompatibles con escenarios de estabilidad.

Enfatizo lo de “causas profundas” porque en estas materias, un amplio espectro de la política argentina cree (o quiere creer porque es popular) que todo es cuestión de controlar el precio del dólar, las tarifas eléctricas y del transporte y los precios de las grandes cadenas de comercialización. Y se olvidan de los sindicatos todopoderosos, de los ministros de Trabajo, de los jueces del fuero laboral y, sobre todo, de la aduana cerrada. En la experiencia histórica los extremos se hallan el plan Gelbard (1973), un burdo congelamiento de precios en paralelo con un aumento del 100% en la cantidad de dinero, y el de Cavallo (1991), el mayor esfuerzo de apertura y desregulación que se intentó en la Argentina en las últimas décadas.

Estas líneas apuntan a que quienes en el futuro diseñen programas de estabilización, aprendan de la historia y libren, además de “la madre todas las batallas” en los frentes fiscal y monetario, las acciones necesarias para coordinar expectativas, combatir monopolios o falta de competencia, avanzar en la apertura aduanera y poner en vereda a nuestros poderosos sindicatos. Es obvio que estas acciones no serán populares, que el pensamiento peronista las denunciará como sacrilegios mayores y que muchos apelarán al latiguillo del liberalismo salvaje. Pero en estas materias tampoco se lució el gobierno supuestamente no-peronista de Mauricio Macri.

Una buena parte del problema se debe a que, pese a las desmesuras del primer peronismo en materias de inflación, estatismo, proteccionismo y sindicalismo, la economía tuvo un desarrollo aceptable hasta 1970. Como las reformas y programas de estabilización posteriores (Martínez de Hoz, Sourrouille y Cavallo) fueron presentadas como “liberales”, todo el peso del fracaso le ha caído al liberalismo, aunque como se vio, ninguno pudo desarmar por completo la maraña de instituciones y comportamientos inflacionarias que nos dejó el peronismo.

Hará falta un gran esfuerzo de esclarecimiento de ideas y profundos cambios culturales y morales para que Argentina venza la inflación, vuelva a crecer y a generar oportunidades, empleos y riqueza que ayuden a terminar con la pobreza.

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