¿Igualdad de oportunidades?

Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.

Revista Criterio. Diciembre de 2018.

¿Igualdad de oportunidades? Imaginemos a dos jóvenes que concluirán este año su educación secundaria en la provincia de Buenos Aires. Imaginemos también que uno de ellos concurrió a una escuela pública y el otro a una escuela privada. ¿Podemos afirmar que estarán igualmente calificados para ingresar a una universidad o insertarse en el mundo laboral? La respuesta objetiva es no. El joven que ingresó en 2013 a una escuela pública habrá perdido, durante los seis años de su escolaridad, 87,5 días de clase a causa de paros docentes, de los cuales 25,5 corresponden a este ciclo lectivo. ¡Un nuevo y triste record! 

Los sindicatos toman a los niños de virtuales rehenes en la discusión paritaria. ¿Quién puede pensar que los días perdidos se recuperan en la realidad? ¿Quién puede imaginarse que un niño que concurre a clases un día sí y otro no, en medio de un clima enrarecido, puede aprender algo? Por supuesto, los niños de familias humildes son los más perjudicados, hablar de igualdad de oportunidades frente a este escenario carece de cualquier entidad.

La Constitución Nacional reconoce el derecho a la educación. Implícitamente, por ejemplo, en el artículo 14 al establecer que todos los habitantes de la Nación gozan de los derechos a enseñar y aprender. Explícitamente, en su artículo 75, inciso 22, al incorporar la Convención de los Derechos del Niño, cuyo artículo 28 asume el derecho del niño a la educación. ¿Quién puede afirmar que en la Argentina hoy se respeta el artículo 28 de la Convención, en cuanto a que el derecho a la educación debe poder ser ejercido en condiciones de igualdad de oportunidades?

A diferencia de los sindicatos docentes, los niños y jóvenes no pueden tomar medidas de fuerza para defender sus derechos. Para peor, muchos padres han dejado de prestar atención al nivel de los servicios educativos provistos por las escuelas conforme las mismas se fueron burocratizando y los padres tuvieron cada vez un rol menor. No hay duda que, en una alta proporción, están tan aletargados que no perciben el daño que están sufriendo sus hijos al no recibir una adecuada educación. De lo contrario, ¿cómo es posible que en un país en el cual las manifestaciones son cosas de todos los días, nunca hayamos asistido a una marcha por la educación de nuestros niños en un marco de real igualdad de oportunidades?

Por ello, es imprescindible preguntarnos: ¿cómo enfrentar la vergonzosa inequidad entre los niños y jóvenes que pueden concurrir a una escuela privada y aquellos para quienes, en virtud de la realidad económica de sus familias, la educación pública constituye la única alternativa?

Dado el nivel de barbarie al que escaló el conflicto docente en la provincia de Buenos Aires, definir la educación como un servicio público esencial, y de tal forma reglamentar el derecho de huelga en la actividad, es la única forma de defender el derecho a la educación de quienes menos tienen y, por ende, más necesitan.

Los sindicatos docentes obviamente rechazan esta posibilidad, fundándose en los convenios 87 y 98 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), a los que la Argentina adhirió y que tienen rango constitucional. Al respecto, el Comité de Libertad Sindical de la OIT ha establecido que la educación no es un servicio esencial dado que su interrupción no pondría en peligro la vida, la seguridad o la salud de la población.

¿Es dicha interpretación correcta? A mi entender no. La vida de muchos jóvenes que han ingresado al secundario en 2013, y que lo han transitado dentro de un sistema en los cuales son virtuales rehenes, ha sido irremediablemente afectada, aunque deseemos no admitirlo. Por ello, los paros docentes sí involucran un riesgo de vida para nuestros jóvenes, su vida adulta sería radicalmente distinta de haber podido cursar, en igualdad de condiciones, la escolaridad que el Estado tiene la obligación de garantizar.
Dos derechos en pugna, el derecho de huelga y el derecho a la educación. Por ello es lícito preguntarnos si acaso el derecho de huelga es más importante que el derecho a la educación.

Veamos evidencia en contrario. El 12 de junio, en un fallo que había generado expectativa, el Tribunal Constitucional de Alemania desestimó el recurso presentado por cuatro maestros que participaron en protestas durante su horario de trabajo y paros docentes, los cuales posteriormente recibieron por ello una sanción disciplinaria. El veredicto se fundamentó en que el derecho a la libertad de asociación está limitado para policías, bomberos, y también maestros.

Si no deseamos remitirnos a la realidad de un país del primer mundo como lo es Alemania, podemos recordar la experiencia de Ecuador. Rafael Correa fue un presidente de quien no puedo sentirme más alejado, pero en el terreno educativo llevó a cabo una reforma que merece ser resaltada. Por cierto, Correa, quien siempre ha sido calificado de progresista y alineado a ideas de izquierda, encontró fuerte resistencia por parte de los sindicatos docentes para llevarla a cabo. ¿Cómo los enfrentó?

En 2008 Ecuador reformó su Constitución Nacional incorporando a la educación como servicio público, prohibiendo por ende su paralización. La nueva Constitución, en su capítulo 4, sección segunda, artículo 35, inciso 10, señala: “Se reconoce y garantiza el derecho de los trabajadores a la huelga y el de los empleadores al paro, de conformidad con la ley. Se prohíbe la paralización, a cualquier título, de los servicios públicos, en especial los de salud, educación, justicia y seguridad social; energía eléctrica, agua potable y alcantarillado; procesamiento, transporte y distribución de combustibles; transportación pública, telecomunicaciones. La ley establecerá las sanciones pertinentes”.

Dada la realidad de nuestro país, la educación debe definirse como un servicio público esencial; de lo contrario la supuesta igualdad de oportunidades que brinda la educación de excelencia para todos no será más que otra fantasía propia de discursos electorales.